martes, 26 de diciembre de 2017

Mi llama

Regresa, y tras el infierno sufrido por su ausencia, aquí me tiene, como siempre, esperando ver esa sonrisa que alimenta mi llama. Mi mente sabe perfectamente que al marcharse renunció a mí, a lo  nuestro, a lo que podríamos haber creado juntos… Pero mi corazón la ignora, se tapa sus tiernos oídos, y emite esa dulce melodía que alimenta mis esperanzas. ¿Y sí…? Siempre la misma pregunta, esa que lo único que hace es confundirnos. Deberíamos de dejar de imaginarnos un futuro hipotético, el cual se halla muy alejado de la realidad.  

Sin embargo, aquí estoy como una tonta, sí como la tonta que siempre estuvo ahí para él, anhelando que su corazón me concediera un lugar especial. Un aposento donde poder permanecer siempre a su lado, y sentir que una parte de mí se halla en él. Yo le regalé la mejor sala, con un precioso trono en el centro, y él ignoro mi ofrenda. Suspiro, «cuántos de estos habré desperdiciado por él», pienso.

Las puertas se abren y, al verlo de nuevo, no puedo evitar sonreír. Me guste o no, estoy enamorada. Mira al frente. Me busca, quiero pensar. Una cálida sensación me atraviesa todo el cuerpo, al unirse nuestras miradas. Solo él es capaz de avivar esa llama que en su día prendió y que, aún hoy, continúa ardiendo por él, en mi interior. 


(Foto libre de derechos de autor, extraída de internet)

martes, 19 de diciembre de 2017

NIEVE


—Hemos llegado —dice papá, aún sentado frente al volante.

Mamá abre la puerta. ¡Qué frío! Me despierto de golpe. Mario, mi hermano, ha dejado su sillita. Vuelve a estar libre. «Se acabó la paz», pienso.

Bajo del coche. Me estiro tanto como puedo, para desentumecer mis patas.  Y aspiro un aire desconocido. Mis sentidos se ponen alerta.

Me detengo un segundo para comprobar que, efectivamente sigo suelta; no me han atado, y de la emoción me alejo de ellos, para sentir esa libertad que me han concedido. Frente a mí, una espesa alfombra blanca cubre el suelo. Me detengo de golpe.  La miro con recelo. Nunca antes había visto algo así. La olfateo, pero… sigo sin comprender qué es. Mama, papá y Mario llegan a mi altura, y… la pisan. Observo como sus patas se hunden en ella. «Se los está comiendo», pienso aterrada. Mi cola se oculta entre mis piernas, como si tuviese vida propia. Quiero ir junto a ellos, me están llamando, pero tengo miedo… Dudo. Pero me lanzo, me pueden las ganas de ir con mi familia. Y siento como mis almohadillas, al tomar contacto con esa extraña sustancia blanca, empiezan a arder.  Es una sensación intensa, pero… no desagradable; me gusta. Dejo que mi pata se hunda en ella, y un agradable temblor atraviesa mi cuerpo. Me siento viva. Hago lo mismo con las otras tres patas, y al ver que no me ocurre nada, corro hacia mi familia.

—Es nieve, Luna —me dice mamá.

Alzo la mirada hacia ella mostrándole mi lengua. Estoy feliz. De nuevo bajo la cabeza para echar otro vistazo a esa sustancia y, sin pensármelo dos veces, me la llevo a la boca. ¡Me encanta la nieve!




(Imagen libre de derechos de autor  extraída de internet)

En el pueblo



Imagen: viviendoelcampo.com

Las manos de Eloísa estaban rojas e hinchadas. Había olvidado traer los guantes para lavar la ropa del abuelo. Las vecinas charlaban y reían contando los últimos chismes, mientras enjabonaban y aclaraban su prendas respectivamente, en el lavadero comunal.
Eloísa se sentía como un personaje de época. En la ciudad no pasaban estas cosas. Las vecinas se veían en la escalera o, si acaso, al tender la colada y, como mucho, hablaban del tiempo, pero aquí en la aldea... todo era diferente y demasiado engorroso. Intentó convencer al abuelo, cuando supo que tenía que operarse de la vesícula, de que se fuese con ella. Pero el viejo era terco. "Ven tú, Marisita, reina, yo te doy el dinero" pero no era cuestión de pasta, diantre, sino de ritmo de vida. Así que Eloísa, que aquí sigue llamándose Marisita desde que el abuelo se empeñó en cambiarle el nombre de niña, no ha tenido otro remedio que viajar atrás en el tiempo, y llegar al momento de nuestra historia.
--Marisita, se te están quedando moradas las manos ¿quieres que acabe yo de aclarar tu ropa?--Pregunta Mari Pepa.
--No, no, gracias, ya estoy terminando ---responde Eloísa, mientras sumerge en el agua helada la camiseta interior de felpa del abuelo.
MVF

lunes, 18 de diciembre de 2017

Sospecha

Una sensación punzante despertó a Kate de madrugada. Sentía la frente atravesada por metales puntiagudos. En el espejo descubrió las primeras incisiones. Eran aguijones lacerantes que le abrían la carne.
Rota de dolor, se cubrió el rostro para ir a Urgencias. Los médicos se sentían incapaces de detener o aliviar aquella extraña dolencia.
"¡Dorian!" Recordó la fuerza de sus garras subiéndole el vestido y clavándole las uñas en las nalgas. Había conseguido zafarse pero la amenazó con arruinar su porvenir como modelo. La agotadora sesión fotográfica había acabado de forma humillante y, además, no publicarían el reportaje.
Cuando dos redactores de la revista forzaron el laboratorio de Dorian, se quedaron helados de espanto: una colección de fotografías femeninas perforadas con alfileres, púas y clavos adornaba las paredes. Todas aquellas modelos habían visto malograda su profesión.
Collage de Ulla Jokisalo 

sábado, 16 de diciembre de 2017

EL MALHECHOR ATRAPADO

Fotocomposición de Estrella Amaranto con imágenes bajadas de la red.

—J.G.A. Despacho de abogados. —respondió al teléfono.

Un leve jadeo y luego silencio es lo único que escuchó. Aquello le produjo cierta inquietud, aunque pensó que podría tratarse de alguna equivocación, de modo que volvió a su quehacer rutinario. 
De nuevo, el teléfono volvió a sonar. Lo descolgó de forma automática repitiendo la misma frase. Una vez más nadie le respondió, aunque volvió a escuchar el mismo resuello.
Comenzó a notar como su garganta se le secaba como un papel de lija. Poco después sintió unos fuertes pinchazos en el pecho seguidos de cierta asfixia.
Escuchó el timbre de la puerta y cuando ya estaba abriéndola se produjo un apagón general, que dejó todo a oscuras, poco después advirtió como un desconocido lo empujaba colocando la punta de su navaja en el cuello, lo que le provocó unas leves incisiones, por las que empezaron a brotar finos chorros de sangre. Sacó un punzón de hielo y procedió a clavárselo en el brazo para que no osara moverse de la silla en que lo había sentado, aunque él trató de defenderse arrojando a su raptor una figura de escayola a la cabeza, que no llegó a rozarle.

—Entrégueme el expediente con la lista de socios de la compañía Atlantic Free Trade —le amenazó el desconocido.

—¡Imposible! Se trata de un documento privado y no estoy autorizado para dárselo —contestó el abogado.

De pronto, Charly saltó desde la ventana abierta hasta la espalda del tipo, que no sabía cómo librarse de sus afiladas garras, clavándoselas profundamente y desgarrándole el jersey, mientras se giraba inútilmente para deshacerse del felino, que continuaba arañándolo sin piedad, lo que permitió que J.G.A. cogiera el punzón de hielo y se lo clavase en la sien, dejándolo abatido en el suelo.

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

SABOR A TI



Cierro los ojos e intento dormir. Desde que te fuiste, grita tanto el silencio que me despierto, pierdo la noción del tiempo y todo me recuerda a ti.

Imposible olvidarte cuando aún me sabes, a noches de verano, de jazmines blancos perfumando los labios empapados del primer amor; a abrazos saboreando la canela de tu piel entre las olas al atardecer. Apenas tuvimos tiempo de paladear el fruto de la pasión, éramos tan jóvenes… el final de las vacaciones nos separó.

Aún permanece en mi boca tu sabor a nostalgia, a amarga despedida con un volveré, pero no fue así. El tiempo ha ajado mi rostro y mi cuerpo, pero no mi corazón. Aquí sigo, esperándote, con sabor a olvido y a esperanza, con el sabor de aquella emoción que nos despertó el amor.


Pilar Alejos Martínez.


Imagen obtenida de la Red.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

LA VISITA (ESCRIBIENDO CON LOS CINCO SENTIDOS: TACTO FRÍO).



Era una mujer muy cariñosa, de las que te envuelven en abrazos interminables y besos que empapaban nuestras mejillas, tiernas y sonrosadas. Todos queríamos huir de esa señora gorda, que, además de estrujarnos con vehemencia, nos soltaba largas peroratas, totalmente incoherentes para nuestros inocentes oídos.
Ella venía todos los domingos en el coche de línea. En cuanto ponía el pie en la acera, soltaba gritos y risas, por doquier. Se abalanzaba literalmente sobre nuestra madre y, acto seguido, hacía lo mismo con papá. Ellos estaban acostumbrados y se limitaban a sonreír, amables. Luego nos tocaba a mis hermanos y a mí. Como éramos muy obedientes, soportábamos estoicamente sus arrechuchos, pero, en cuanto sus manos tocaban nuestra cara ahogábamos un grito de incomodidad, al notarlas, siempre, heladas. Daba igual si era verano o invierno, si momentos antes había sostenido una olla humeante de callos, para ayudar a servir la comida… nada. Lo que tenía de fogosa, lo tenía de témpano en esas extremidades. Nosotros, niños curiosos, deseábamos descubrir la razón de tanta frialdad en la tía Adelaida. Supusimos que dormía todas las noches con las manos metidas en hielo, para que no se le arrugasen. Hasta nos creímos lo que decían los mayores: “manos frías, amores todos los días” y empezamos a imaginar a la tía como si fuese una prostituta, a la que tanto “amor”, le provocase ese tacto frío. Nunca alcanzamos a comprobar nuestras sospechas, ya que no tardó en fallecer la buena señora.
Mis hermanos y yo hemos crecido. Pero, en nuestras reuniones, siempre sale a relucir la tía Adelaida y sus manos frías, de la que echamos tanto de menos sus abrazos, sus besos, y sus caricias heladas de indiferencia y plenas de ternura y calor.
María José Viz (13/12/2017)
(Foto tomada de Internet)

martes, 12 de diciembre de 2017

El camino que va a la ermita


Santuario de Las Ermitas (Orense)

La niña se ha detenido al borde del camino. El padre se agacha para verle los pies, maltrechos y desollados.
―Se me ha metido otro pincho, papá.
―Ponte los zapatos, hija, que ya estamos cerca―pide el hombre.
―¡No puedo! He de hacer caso a la madrina…
―¿Qué sabrá la madrina? Dios no quiere que sufras…
―¡Pero si me los pongo mamá no se curará! ¡Mira cuánta gente va bajando a la ermita de rodillas!
El padre asiente. Una lágrima muere en sus ojos antes de mojar su cara. Sabe que es inútil que insista. La madrina le ha metido a la pequeña, entre ceja y ceja, la idea del sacrificio. Y todos en casa apoyándola, echándole en cara a él que la niña no cumpla el ofrecimiento. Mira las heridas de sus pies con el corazón hecho añicos.
Cada diez pasos se detiene. Los ha contado. Ahora son seis. Menos mal que ya se divisa la ermita. Cuando llegan es de noche y la niña tampoco quiere ponerse los zapatos.
―Las piedras de la iglesia me alivian, padre.
El hombre ruega, ruega porque se cure su esposa y no se enferme ahora ella.
Pasan la noche en un establo.
―Ponte ya los zapatos, hija.
La niña obedece, más que nada para que su padre se duerma. Una vez que puede oír su respiración tranquila se descalza. Abre la puerta del establo y alarga sus pequeños pies hacia la intemperie:
¡Qué fresca y agradable es la lluvia sobre las heridas!

MVF©

JARDINES


Imagen sacada de la red

Recuerdo el tacto de los pétalos, cuando jugábamos a ser perfumistas, y tú hacías colonia de rosas y violetas, pero te salía un agua añil que usábamos de suavizante en el último aclarado del cabello. ¡Qué suave! nos decíamos, acariciándonos el pelo la una a la otra. Aún recuerdo mis manos pequeñas ahondando en tu frondosa cabellera. Muchos años más tarde, cuando la erosión del dolor comenzaba a hacer mella en tu cuerpo, y yo intentaba atesorar cada instante que vivíamos juntas, sigo recordando el tacto, frondoso, ahuecado, y tan suave... de tus cabellos.
A mi querida hermana Tere.

MVF


INSTANTES DE LEVEDAD Y TERNURA

Fotografía obtenida de la Red.
Cierro los ojos arropada por el fino manto de mi soledad y observando como se van desplegando suaves plumas que vagan por el silencio de un amanecer que empieza a despertarse en mi recuerdo. Nada ni nadie hará que me distraiga de esa eternidad que se columpia levemente en el terso latido de mi corazón. Poco a poco me voy dejando invadir por una extraña sensación de ternura inmensa que acaricia mi espíritu ingrávido. La respiración ensancha mis pulmones y el oxígeno va purificando mis células, mientras permanezco en ese estado de meditación. 
Observo como el tic-tac del reloj deja huellas imborrables, mientras el herrero pule su instrumento bruñendo las aristas que cortan los instantes como gélidas piedras. Entonces, sólo entonces, esa lógica perpetua destruye la sorpresa e impide que suba un nuevo pasajero al tren de la vida sin maletas a bordo y notando en la espalda el escalofrío de lo desconocido.
Una imagen me sorprende y permito que fluya dejándome caer en un abismo donde acaban por unirse los cuerpos tersos, como figuras de papiroflexia hechas con papel charol que irradian sonrisas de felicidad, mientras mis labios de terciopelo rojo buscan en la oscuridad los tuyos en esta apacible tregua.

De pronto, el llanto de un bebé interrumpe la sesión y es el momento justo de abrir los ojos, Adrián me reclama y no puedo perderme esa nueva oportunidad de memorizar la dulzura de sus gestos, cuando le miro embobada cogiéndole de los mofletes, tan sedosos y blandos, como el mullido abrazo del césped bajo mi espalda. Le observo con cuidado como se acurruca en mi regazo, parece un muñeco de felpa. Su delicadeza y ternura infinita me estremecen, cada vez que le miro y le susurro al oído lo que le quiero.

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

MANO ENTREGADA

Fotografía de la Red,
recogida por Jesús Hernández 

Antonio tenía las manos ásperas por el trabajo en el campo y el corazón encogido por la distancia de una madre inexpresiva. Se limitaba a responder al afecto de su esposa con la urgencia del deseo.

El nacimiento de la niña abrió en su pecho un lago de aguas dulces y apacibles. Le acariciaba la delicada cabeza, le repasaba la frente, la línea de las cejas y las mejillas con las yemas de los dedos, deleitándose en su fina piel sedosa. 

La niña cerraba los ojitos y sonreía complacida. Después los abría para apretar con su manita el dedo de papá, lo agarraba con firmeza, con premura vital, y Antonio sentía una ternura desconocida que esponjaba todo su ser, un vínculo afectivo que lo unió a ella para siempre. 

Y aprendió a ser cariñoso también con la madre, a rodearla sin pretexto con sus brazos y a rozarla en silencio con la mirada. 

Para Antonio el regreso a casa por las tardes era una fiesta. Alzaba a su hija en el aire y besaba su carita de terciopelo, que quedaba enrojecida por la barba de varios días. En el invierno la sentaba sobre sus rodillas junto al fuego. Ella estiraba las manos. Las del padre respondían de inmediato: con la temperatura de las llamas, las frotaba fuertemente y envolvía las de la niña transmitiėndoles su calor. 

Ahora que el tiempo se le agota en una cama de hospital, es él quien busca el refugio de esa tersa mano entregada que le proporciona sosiego. Después le tantea el broche en forma de avión y le susurra:
-¡Qué viaje tan largo nos espera!  

lunes, 11 de diciembre de 2017

El sabor del amor

EL SABOR DEL AMOR

Noemí Hernández Muñoz

Foto: Pixabay



Es una estampa tan dulce que no me importa que Alba ensucie la carita de Aurora de helado al acariciarla. Hace un mes que perdimos a su padre en un accidente. Sucedió el día que di a luz a Aurora. Fue un momento amargo con un final agridulce. Él salió del trabajo a toda prisa porque me había puesto de parto. Supongo que condujo demasiado rápido a causa del nerviosismo. Alba estaba en un cumpleaños. No sabía que aquella tarde iba a perder a una persona y a ganar otra.

El momento amargo llegó cuando me encontré sola empujando. Ya entonces sabía que algo iba mal, que no era normal que Álex no hubiera llegado todavía. Algo en mi interior me dijo que estaba muerto. Pero en esos instantes no tenía tiempo para reflexionar por qué no estaba conmigo. Seguí empujando hasta que el parto terminó: al fin tuve en mis brazos a Aurora. Apenas pude saborear ese instante cuando llegó la madre de Álex y me dijo que ya él no estaba con nosotras.

Es difícil asimilar que cuando una vida viene otra se va. A veces olvidamos lo complejos que pueden ser los sentimientos y llegas al punto de que no sabes lo que sientes. Pero hoy, mirando a mis hijas, sé que puedo empezar de nuevo descubriendo el sabor del amor en pequeñas cosas: ver cómo Alba me ofrece probar su cucurucho de fresa y se acerca a su hermanita para acariciarla con las manos pegajosas. Se parecen tanto a Álex, que cuando me miran veo sus ojos, como si intentara decirme que incluso tan lejos como está nos quiere.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

EL FUTBOLERO


Juan era un forofo incombustible de su equipo. El de sus sueños y desvelos. Todos los días saludaba a los jugadores, uno por uno, mirando el gran poster de su habitación; luego, se desprendía del pijama blaugrana y se duchaba, secándose con las toallas, adornadas con sus colores. A la hora de alimentarse disponía del menaje completo, con el escudo grabado en cucharas, tenedores, tazas, ollas…
Cuando Anselmo, su nuevo vecino, aceptó la invitación a comer en su casa, empezaron, afables, su conversación. Pero, como los recuerdos del equipo catalán estaban por toda la casa, Anselmo comenzó a sentirse incómodo. No era seguidor del Barça y, aunque lo fuera, le dijo, no sería capaz de hacer girar toda su vida alrededor de unos hombres dando patadas a un balón. Una vez que finalizó de hablar el incauto, Juan, colérico, introdujo uno de los tenedores de la colección en toda su yugular. Anselmo, sintió ese objeto punzante, inofensivo hacía un rato, cómo desgarraba su vida y su alma.
El fanático lo dejó agonizar, extrajo el tenedor y lo lavó con esmero. Acto seguido lo utilizó para terminar de comer el plato, aún humeante, que había dejado a medias.
(Foto de mi autoría)
[Escribir con los cinco sentidos. El tacto punzante]

sábado, 2 de diciembre de 2017

¿A qué sabe el amor?






  María tenía trece años cuando se dejó embrujar por primera vez con la magia de un soneto. Dejó escapar un largo suspiro y preguntó:

   −¿A qué sabe el amor, abuela? 

   Sofía permaneció unos segundos pensativa y dejó rodar por la camilla la madeja de lana turquesa que estaba desenredando.

   −El amor no tiene un sabor sino muchos, ratoncita.

   −¿Muchos? ¿Cómo es eso posible?

   Una carcajada de Sofía llenó de campanillas el silencio de la noche.

   −Es un enorme pastel de varios pisos. Si hundes la cucharilla en una de sus capas, te deleitarás con el sabor a limón y en otra, el azúcar te cosquilleará la punta de la lengua.

   María se relamió traviesa.

   −¿A qué sabía tu amor por el abuelo?

  −¡Mmmm! ¡Delicioso! Lo vi por primera vez paseando en bicicleta por la playa. Su mirada se tropezó con la mía y se llevó para siempre mi corazón. Después de aquella tarde, cada vez que lo veía, sentía escalofríos como si me hubiese tentado con una guindilla. El primer beso me lo robó a la salida del colegio: un beso chispeante como las burbujas del champán. Después de meses de noviazgo efervescente, degusté la dulzura de los años juntos. Pero, ¡ay, ratoncita!, se puede aborrecer el chocolate más delicioso. Los sinsabores de la vida, los desencuentros, los malentendidos, los orgullos heridos… ¡Ay! −suspiró mientras María arrugaba la nariz−. La acidez de esos momentos abre grietas en el alma que escuecen y te anegan en llanto. Pero los besos de nata de un bebé te vuelven golosa de nuevo y las caricias de la reconciliación te abren el apetito. En la vejez, el paladar se sosiega, se huye de los sabores intensos, te deleitas con un caldo caliente compartido en las frías tardes de invierno. Hasta que una helada, se lleva los últimos frutos de la pasión y te deja en su lugar el aroma de la amargura. 

  Una lágrima encontró un camino entre las arrugas. María la rodeo con sus brazos y dejó un leve beso en su mejilla. Sofía sonrió.

   −Ahora me he vuelto glotona de los bomboncitos de tus besos.





© Todos los derechos reservados.
Ana Madrigal Muñoz




Lobo de mar


La imagen puede contener: océano, agua, exterior y naturaleza
Foto: María José Viz Blanco

Sus grandes y arrugadas manos se acercaban al rostro del niño, cual cazador acechando a la presa. O, al menos, así lo sentía el pequeño. Este añoraba extraordinariamente el tacto suave de las manos de su madre, el abrazo infinito que aún recibía en sus mágicos sueños. Y era esa ausencia, tan presente en él, lo que le hacía alejarse de su abuelo.
El anciano ansiaba acariciar a su nieto y este rechazo constante le entristecía, cada vez más. Tanto es así que aquella noche tormentosa de noviembre retornó al mar, del que se había despedido años atrás. Las olas, con suavidad inusitada, lo empujaron al lugar más profundo y más vacío que jamás haya existido.

María José Viz Blanco (30/11/2017)