En casa de mi abuelo existía un cofre del tesoro. A menudo mi hermana y yo acudíamos con mi madre a su casa, que se encargaba de su limpieza y colada.
El abuelo vivía con un hermano y eran los dos octogenarios. La abuela había muerto cinco meses antes de mi nacimiento; mi hermana la recordaba bien por ser mucho mayor que yo, pero para mí solo era la señora que presidía, desde una foto, la pared de la mesa del comedor. Una señora recia, seria, pero en cuyos rasgos yo adivinaba la suavidad y claridad de pensamiento, quizás en esa frente ancha y esa sonrisa medio encogida, que parecía siempre a punto de estirarse. Por las anécdotas que mi madre nos contaba sabía que esa seriedad no era tanta.
El asunto es que el abuelo y el tío a su avanzada edad seguían con su trajín en el campo, con su huerta, sus cabras, su caballo y aperos de labranza. Mientras mi madre lavaba sus ropas en el lavadero comunal y mi hermana se ocupaba de la comida, yo me las arreglaba, entre tiempo y tiempo de barrer suelos y limpiar cristales, para encontrar cosas, como ese cofre del tesoro que aunque no estaba escondido (sino a la vista de todos en la habitación grande) a nadie parecía llamarle la atención.
En el cofre había cómics antiguos de "Billy el niño", " El guerrero luchador", y otras chuches como las novelas de Corín Tellado o las famosas Marcial Lafuente Estefanía. Novelas del oeste, sí, que yo leía tratando de imaginarme a mi abuelo de joven, montando un pura sangre de esos para impresionar a mi abuela. Sí, de vaqueros, pero vaqueros con armas de fuego y corazones de azúcar que se ablandaban al calor del hogar una noche de invierno.
Ahora que lo pienso, caigo en la cuenta de que las letras, fuesen cuales fuesen los paisajes que dibujasen, tenían la magia de transportarme y quizás por eso, mientras mi hermana y mi madre regresaban a casa cansadas de trabajar, yo regresaba ligera, como quien vuelve de un viaje. Pero no de un viaje cualquiera sino uno que me hacía desear muchos más.
A mi abuelo, Ramón Fernández.
MVF©