(A petición de Manoli Vicente, cuelgo una entrada procedente de mi blog personal. Un honor compartirla con todas vosotras.)
Imagen tomada de Pixabay |
A menudo me siento invisible. Entonces trato de recordar la frase de El Principito. Eso de que lo esencial es invisible a los ojos. A veces me consuela. Otras no tanto. Porque invisible sé que soy, pero esencial lo dudo. No creo que nada vaya a cambiar si mi invisibilidad un día se apropia del todo de mi carne y me vuelvo transparente en todos los sentidos. Nadie es esencial ni imprescindible, y menos aún nosotras, las invisibles.
No sé por qué soy así. Así de invisible quiero decir. Lo cierto es que si me pongo a pensar provengo de una larga familia de invisibles. Sobre todo las mujeres. Debe ser algo genético. Ya en la escuela fui una niña invisible. Muy buena estudiante. Con dieces incluso pero nada más. Ya está. Nunca fui delegada ni formé parte de los populares de la clase. Tampoco sentí que los profesores me tuvieran demasiado en cuenta. Y eso que yo me esforzaba. Pero no, no lo recuerdo al menos. Tan solo me acuerdo de una maestra que se fijó brevemente en mi existencia. Gracias a ella terminé dominando la nomenclatura química. Y eso que se me daba fatal al principio. Ella me vio y a través de sus ojos me vieron todos los demás durante un trimestre.
Pero está claro que mi virtud es encontrarme en “el montón”. Y dentro de allí en el rinconcito menos visible que se pueda. Si me buscas en las fotos de grupo es posible que no me encuentres, siempre hay algún brazo por delante, alguna melena o alguna cabeza oportuna que se mueve en el último instante. Si por casualidad aparezco es muy problable que salga de medio lado y así como esquinada. O peor, haciendo alguna mueca cómica o con cara rara, intentando aparentar un aire digno. Puede que sea por intentar salir de mi invisibilidad, que mi cuerpo me traiciona y me descompone el gesto, como intentando contenerme en mi vasija transparente.
Esto de la invisibilidad es una putada, sí señor. Porque te acabas acostumbrando y llegas incluso a disfrutar de ella. No niego que es agradable que te ignoren en el trabajo cuando haya que tragarse algún marrón. O que si un día alargas la hora del desayuno nadie te eche de menos. Es una ventaja que no cuenten contigo para casi nada en casi ninguna parte. Eso te da una falsa sensación de libertad incomparable. Incomparable pero falsa. Porque si alguna vez he intentado salir de mi zona habitual, donde están las ignoradas que hacen bulto, pronto las circunstancias me han hecho retroceder a mi sitio. Y si no han sido las circunstancias, siempre hay voluntarios que se ofrecen a recordarme que no se puede cambiar el orden natural de las cosas así como así.
El orden natural. Eso es. Imagino la sociedad como una jungla enorme donde hay leones que nacen para rugir y dominar, aún sin ganas. Abren la boca y antes de que terminen la frase ya se oyen los aplausos. Luego hay elefantes, pausados, majestuosos, a los que no les hace falta ni hablar. Su sola presencia ya transmite respeto. Si de vez en cuando barritan ya es el no va más. Hay grandes elefantas, tigresas desafiantes y leonas, normalmente a la sombra de los machos, que también levantan ovaciones. Sobre todo cuando contonean las caderas. Y luego hay conejos asustados. Y ratones insignificantes. Y ratitas presumidas, que cuidan de su rinconcito. Un rinconcito pequeño pero reluciente. Que se atusan el pelo y se pintan las uñas y lavan la ropa de sus hijitos. De vez en cuando sacan tiempo para hacer unas manualidades preciosas que sirven para decorar las paredes de su casita pequeñita, insignificante. O para ganarse algún palmadita de aprobación. Buena chica, progresas adecuadamente. ¿Ves como no hay techo de cristal, boba? Si es que te complicas mucho… Y si un gato la visita pierde la compostura y se lo quiere ligar en lugar de correr a su escondite, que es donde debe estar la ratita. Y entonces el gato se lo recuerda de un bocado. Y la ratita que se creyó importante durante dos segundos porque un gato la piropeó deja de existir. Se ha convertido de nuevo en invisible. Una ratita del montón y más invisible que antes.
Así que de momento me quedo aquí en mi invisibilidad social pero corpórea, con mis cositas y me cuido de hacer caso a gatos pomposos que solo venden humo en forma de cumplidos vacíos. Desde mi rincón puedo observar tranquilamente el transcurrir cotidiano de la jungla y escribir los cuentos como me de a mí la gana sin necesidad de contentar a los grandes jefes que dictan el rumbo. Sin miedo alguno, porque las invisibles somos especialistas en que nadie nos eche de más. Y solo nos echan de menos nuestras hijas invisibles. Les contaremos nuestras versiones de la historia y tal vez ellas consigan salir en las fotos.
Sara Nieto. Blog: Cuentos contigo