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martes, 26 de diciembre de 2023

Sonia Mele: Cuando escribo me sumerjo en una dimensión distinta

 

Sonia Mele Puerto


Recibimos en el blog a la escritora Sonia Mele Puerto, afincada en Valencia, gran lectora y que escribe desde muy niña, aunque solo hace unos años se ha decidido a escribir para diversas publicaciones y medios literarios.

Preguntamos a Sonia por sus primeras lecturas, por todo aquello que ella cree que nutre el campo de la palabra escrita y cómo ha sido su proceso de lectora a escritora.

ENTRE LIBROS, FOLIOS Y ESCENARIOS

Voy a ser muy poco original, pero estoy convencida de que es la vía más común en que se forja una futura escritora. Cuando era pequeña leía todo lo que caía en mis manos, aunque no lo entendiera, desde Heidi hasta la biografía de Leonado da Vinci, pasando por las entradas de la enciclopedia, o las revistas que había en casa de una vecina que, ante mi entusiasmo, acabó por regalármelas cuando ya las había leído. Recuerdo, incluso, que algún libro, que había empezado a ojear, aparecía en la balda más alta porque no era adecuado para mí.

Cuando tenía unos 10 años inauguraron la biblioteca del pueblo y me maravilló. Se me abrió un mundo de posibilidades, entre las que estaba elegir lo que quería leer. Devoré la saga de «Los cinco» de Enid Blyton, algunos libros de «Puck» de Lisbeth Werner, todo lo que tenían de Agatha Christie y después lo que tenían de Stephen King.

Desde pequeña se han formado ficciones en mi cabeza. ¡Que no cunda el pánico!, sabía que las estaba generando yo y que no eran reales, pero me acompañaban. No sé dejar la mente en blanco, carezco de dicha habilidad, pero en vez de pensar en cosas de la vida cotidiana, me inventaba mis propias aventuras.

La escritura llegó después, sobre los once o doce años. Escribir me ayudaba a ordenar mis ideas, a comprender mi entorno y mis circunstancias, a soñar otras vidas… Pero lo hacía para mí misma y así ha sido hasta hace unos años.

Con 14 años llegó a mi vida el teatro. La verdad es que no recuerdo qué me hizo apuntarme a esta actividad porque he sido siempre muy tímida pero, desde luego, no me arrepiento de la decisión que tomó aquella adolescente y que me hizo experimentar las historias desde otra perspectiva, viviéndolas desde dentro, aportando parte de mí a los personajes, metiéndome en la piel de personas diametralmente opuestas a mí, otras más afines, enriqueciendo mi rango lector…

En 2016 me atreví a presentar un microrrelato a un concurso y, aunque ni siquiera fue seleccionado, seguí enviando escritos míos a concursos, hasta que a partir de 2018 empecé a ganar algunos premios, como el Concurs de narrativa breu amb enfocament de gènere Isabel de Villena de Burjassot en 2018 y 2021, la Maratón de Microrrelatos de Massalfassar-Valencia Escribe en 2019, o el Premi Sambori Comarcal en 2019.

Conocí más personas aficionadas a la escritura y también gente que publicaba, encontrándome con un ambiente acogedor, respetuoso e integrador. Esto ayudó a que compartiera mis textos con menos reparo y empecé a obtener un reconocimiento inesperado que me animó a seguir escribiendo y a dejar que me leyeran.

He participado en diversas publicaciones colectivas, como «Minicuentos para minirratos», «Cada vez más iguales» de Valencia Escribe, o «101 crímenes de Valencia» de Vinatea Editorial.

Los asuntos que he tratado han ido cambiando con el tiempo como mis intereses, vivencias y lecturas. Desde hace tiempo me identifico con temas sociales, feminismo, defensa del medio ambiente, pacifismo, infancia y adolescencia… y mis protagonistas suelen ser mujeres.

Se puede decir que, excepto la poesía, he tocado todos los «palos»: microrrelatos, relatos, monólogos, composiciones teatrales y actualmente estoy inmersa en mi primera novela.

No escribo igual si se trata de microrrelatos o de textos más largos. Los primeros los escribo a partir de una idea que me surge espontáneamente o a partir de un reto como lo son los concursos de relato rápido, a los que soy aficionada. Los escribo de una vez y, a no ser que deba entregarlos de inmediato, los dejo macerar un tiempo para aportar matices o economizar palabras, quedándome solo con las que considero imprescindibles.

Si se trata de textos más largos soy escritora de mapa. Primero hago un esquema de la historia, me documento sobre lo que considero más relevante y, posteriormente, me lanzo al proceso creativo, revisando y modificando un tiempo después. No tengo una rutina establecida porque mi trabajo es a turnos y no me lo permite. Así que algunas semanas le dedico tiempo a la escritura y otras apenas toco el bolígrafo o el ordenador.

Escribir me enriquece. Pone palabras a lo que siento, a lo que me preocupa, a lo que me divierte. Cuando escribo me sumerjo en una dimensión distinta. Es otra energía, otro estado mental en el que me siento bien. Escribo de lo que sé, de lo que me salpica por cercano. En ocasiones denuncio o intento visibilizar problemas y retos que son intrínsecos a nuestra sociedad y la manera que tenemos de afrontarlos.

En muy poco tiempo saldrá mi primer proyecto en solitario: “Miradas a través del caleidoscopio”. Se trata de una selección de microrrelatos y relatos. Como colofón una obra de teatro breve. En este libro he puesto mucho trabajo e ilusión y, ahora, me acompaña la expectación por cómo va a ser recibido.

 

DESAPARECIDOS

He cumplido mi misión. Mientras mis padres dormían la siesta, me escabullí con ellos, los metí en la bañera hasta que dejaron de dar señales de vida y luego los hice desaparecer. ¡Jamás los encontrarán!

Ahora papá y mamá me harán más caso a mí, me escucharán sin hacerme esperar, mirarán mis juegos y hasta jugarán conmigo.

—¡Cariño! —dijo mamá a papá—, no sé dónde he dejado el móvil. ¿Lo has visto tú, por casualidad?

 

GUISO IRRESISTIBLE

–¡Preferiría comer ratas!

Mamá retiró el plato y se giró aguantándose las lágrimas. Afrentada, evitó mirarnos. Nosotras le observamos inmóviles por fuera y aterrorizadas por dentro.

Un día la oímos cantar mientras cocinaba. Acompañamos esa excepcionalidad con risas y danzas. Comimos en la cocina, como siempre. Él prefería comer solo frente a la tele. Mientras devorábamos los exquisitos canelones, un guiso inundaba con su aroma toda la estancia. No nos dejó probarlo.

Mamá sirvió a mi padre que, satisfecho, dijo que el conejo estaba delicioso. Al recoger la mesa, percibimos un brillo malicioso en su mirada.

 

NUNCA SE SABE EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

–No podremos salir del castillo hasta el próximo Halloween –dijo el sombrerero.

–¿Quién ha dicho semejante locura? –preguntó Alicia.

–¡La Reina de Corazones! Suerte que no haya pedido nuestra ejecución inmediata, descabezándonos sin remedio.

Tenían que pensar un plan, y rápido. El sombrerero sugirió rendirle pleitesía a la monarca. Así se relajaría y su ejército de naipes no les vigilaría tan de cerca. Encontrarían al Conejo y buscarían el modo de acelerar el tiempo.

En eso llegó el ejército de la Reina de Picas, derribando el muro que su hermana mandó construir para preservar su particular reino.

Escaparon, mientras la media baraja resolvía sus asuntos en su singular partida.

 

PORNOMBRES

YO, con 15 años, he violado a mi… exnovia. El juez me mandó a un centro donde hago talleres de sexualidad.

TÚ me mostraste mi primer contenido porno a los 9. ¿Te acuerdas?

ELLA, asustada, no podía creer que yo no parara a pesar de sus gritos y lágrimas. Ni siquiera me enteré.

NOSOTROS nos matamos a pajas con vídeos compartidos por Instagram.

VOSOTROS lo sabéis, pero no nos ofrecéis una educación afectivo-sexual adecuada y crítica.

ELLOS se lucran generando adictos, violadores y futuros puteros, vendiendo que es sexo, que mola, cuando solo es violencia.

Todos miramos hacia otra parte.

 

BIO LITERARIA

Sonia Mele Puerto, nacida en Aarau (Suiza) en 1973, de padre italiano y madre sevillana, se ha criado en Godella, población de la provincia de Valencia.

Es psicóloga, educadora social y escritora, aunque esto último le haya costado mucho reconocérselo a sí misma.

Escribe, sobre todo, microrrelatos y relatos, pero también monólogos y textos teatrales. Actualmente está inmersa en la que será su primera novela.

Ha ganado varios premios literarios de narrativa breve y participado en varias antologías colectivas de relatos y microrrelatos, como “Minicuentos para minirratos”, “Cada vez más Iguales” de Valencia Escribe y “101 crímenes de Valencia” de Vinatea Editorial.

Su primer trabajo en solitario, “Miradas a través del caleidoscopio” está a punto de ver la luz. Es una selección de microrrelatos, relatos y una obra de teatro breve.

 

sábado, 25 de noviembre de 2023

Soliloquio de la prisionera (25N)

 



En este día de la No Violencia, quiero compartir con vosotros el poema 'SOLILOQUIO DE LA PRISIONERA' en el que he querido poner mi granito de arena, dando voz a las mujeres que perdieron la suya.











martes, 14 de noviembre de 2023

Lilian Elphick: No sé vivir sin escritura

 

Nos visita esta semana en el blog la autora chilena Lilian Elphick, editora general de la revista Brevilla, dedicada a la minificción y gran difusora del género. La autora,  que dirige talleres literarios desde hace más de treinta años, rememora para nuestro espacio sus inicios en el campo de las letras y nos invita, en primicia, a acompañarla en su proceso creativo.

 

Lilian Elphick


La mano

Escribí mi primer cuento-poema a los seis o siete años. Era la historia de unos ladrones que se roban la Luna. Mi infancia fue marcada por los libros. En casa no había televisión, ni menos internet. Leí (en realidad, devoré) todo lo que estuvo a mi alcance: cuentos, novelas, poesía. Y como me gustaba estar sola, leía y escribía. Durante años tuve un callo en el dedo medio de la mano derecha; ahora, queda sólo un vestigio y un recuerdo de la tinta azul que manchó las uñas, la mano completa, el cuello almidonado de la blusa blanca escolar, los bolsillos de un delantal de estampado cuadrillé donde guardaba piedrecillas, gomas de borrar. Siempre leí y el autor que más me gustó fue ―extrañamente― Kafka. Digo “extrañamente” porque adoraba los poemas de Bécquer y soñaba con pupilas y golondrinas en los balcones de los sueños. Entonces, apareció Gregorio Samsa y destruyó ese romanticismo. Antes de los diez años leí La Metamorfosis, de Franz Kafka. Me sentí identificada con Gregorio Samsa, porque quizás prefería estar en mi habitación leyendo que jugando con mis amigas/os.

Me gustaba el horror, el terror, lo desconocido y no los cuentos de princesas con final feliz. Gregorio Samsa es uno de mis personajes favoritos hasta el día de hoy. Ha influenciado mi modo de ver el mundo y de construirlo en el acto creativo. Me gustan los hechos no resueltos, odio los finales, lo conclusivo. Samsa es un personaje que no acaba, no hay final para él. Quizás de ahí nace su angustia existencial, enlazada al concepto freudiano de lo Unheimlich, lo ominoso, inquietante o, incluso, lo espeluznante.

La mano escribió sola la infancia, el tiempo juvenil; la mano rayó paredes en tiempos de dictadura. Siempre estuvo Samsa para consolarme porque la vida no era como yo pensaba.

La mano robó libros en tiempos de pobreza, a los 19 años, y nunca sentí culpa de ese acto tan artaudiano. Esos libros robados eran mi alimento y mi refugio. También mi rebeldía frente a los años de asesinatos, desapariciones y exilios.

La mano tocó el corazón y dijo: “Seguirás escribiendo”. Y así lo hice.

 

El señor K

Tengo una fusión con Kafka, mi autor favorito. Y gracias a él, a su modo de apropiarse de las palabras y de sentir el hálito de la literatura desde arriba, desde el trapecio, yo escribo. No hay escritura sin lectura. Doy gracias a mi querido señor K, a Clarice Lispector, Marguerite Duras, a Yourcenar, a Cortázar y tant@s otr@s escritor@s, el haberme trazado la ruta de la palabra, haberme entregado sus huellas para apropiarme de esa esencia prístina, única, a veces indescifrable.

Cuando escribo lo hago extrañándome. Porque no es fácil; al contrario, escribir duele, es como si siempre te estuviera pinchando una aguja. Sé de lo que hablo ya que soy coleccionista de cactus y me he pinchado mil veces los dedos. Entonces, los dedos siguen manchados: sangre, tierra, espinas, astillas, esquirlas de escritura que navegan de aquí a allá, al revés y al derecho por una literatura desordenada, desde el trapecio o cayendo al precipicio.

Y la música es esencial para esta manía de poner puntos a la íes y dejar espacios en blanco, golpes: una música fuera de ritmo (o tiempo), es decir, el jazz.

Se escribe desde el amor y desde el odio, sin pensar en el futuro, ojalá ingresando ―como Cortázar― al intersticio, a la grieta, a esa zona de existencia que podría ser un puente de Einstein-Rosen.

Entonces, con la ayuda de Coltrane, Chet Baker y John Lee Hooker construyo unos mundos disociados, sin término, abiertos como flores carnívoras.

 

La mano envejece…

y duele, pero qué importa ya. El callo del dedo del medio de la mano derecha vuelve a crecer, mientras las articulaciones se destruyen. No sé vivir sin escritura, me pierdo si no leo el cuento “Amor”, de Clarice Lispector desde los ojos gastados de tanta imagen, de ese lenguaje maravilloso y profundamente hiriente. Vuelvo, releo y me empapo, me embarro, tengo las uñas sucias de la tierra excavada. Y el silencio. Y la palabra.

 

***

TRES TEXTOS DE LILIAN ELPHICK

FRANZ

Tanto he escrito acerca de ti, mi escritor favorito, que me transformo en la próxima página, esa que espera ser descubierta por el registro del suceso y la enfermedad incurable. Peregrinaste de balneario en balneario en busca de mejores aires y tu única exhalación fue la construcción de mundos en donde el absurdo se erguía como monumento a los caídos. Por eso elegiste el trapecio para escribir y vivir siempre en las alturas, en la vacilación, a cargo de tus horas. Supiste domeñar al tiempo que dio, finalmente, un paso al costado.

Vives en todos los que deseen estar en el margen con una astilla de luz clavada en los dedos.

 

EL DOLOR

«Escribo porque olvido/y alguien lee porque no evoca/de manera suficiente

Lingüística General 

                                         (Cristina Peri Rossi)                                       

Desde mis fragmentos y requiebres escribo, tamborileando los dedos en el intento de buscar la palabra precisa que me lleve a los confines de la tierra, donde todo es posible, y el texto se deslice como arena en los zapatos, se haga humo, se impregne de la mirada de los fugitivos que pasan caminando de un país a otro. Entonces, llega el abandono. Los atardeceres nunca serán mejores que el que ahora tiñe mis manos, dándome la historia que no tuve y el amor que no me fue concedido.

 

LA SUCIA ESPERANZA

«Aún me queda una sucia esperanza. Cuento, a pesar mío, con una solución de continuidad del instinto: lo equivalente, en la vida del corazón, al acto del distraído que se equivoca de nombres y de puertas.

 «Antígona o la elección» en Fuegos

(Marguerite Yourcenar)

Como si el retorno a la cotidianidad fuese un remanso en el pedregal de la vida, vueltos los ojos hacia el interior de la mirada; como si no bastara mi amor por ti, ciega ya, tanteando las verdades y las mentiras y los modos de recordarte y atraerte hacia la palabra que entona esa sucia esperanza; abatida, entonces, suelto amarras y te libero, cuerpo mío.

 

Estos tres textos están incluidos en el libro Fuera de tiempo, 2022.

***

Fuera de tiempo (ir al libro)



LILIAN ELPHICK

 

Lilian Elphick (Santiago de Chile). Es Licenciada en Literatura por la Universidad de Chile; directora de talleres literarios desde 1990 y editora general de la revista digital Brevilla, dedicada a la minificción. Durante doce años fue editora del portal Letras de Chile.

Ha publicado tres libros de cuentos y ocho de minificción, entre los cuales están Bellas de sangre contraria (Chile, 2009. Premio Mejores Obras Literarias, Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, Santiago de Chile, 2010); El crujido de la seda (España, 2016); Capilar (Chile, 2018. Libro seleccionado por el Programa de Adquisición de Libros del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, Chile, 2019); y Fuera de tiempo (Edición en papel de Eutôpia Ediciones, Chile, 2022. Edición digital de BGR, España, 2022, en Amazon Kindle).

 

 Más sobre la autora:

Revista Brevilla

Libros de la autora

 

 

 

lunes, 23 de octubre de 2023

El reverendo: Northam House, de Nuria Gael. Un viaje a la Inglaterra victoriana

 

El reverendo


El Reverendo (Orpheus, 2023), de la escritora Nuria Gael, autora de la que hemos hablado en anteriores entradas (1), es una novela ambientada en la sociedad inglesa del siglo XIX que narra la historia de un noble británico, Percy Algermon, que a la muerte de su abuelo regresa para hacerse cargo de la herencia que le corresponde y asumir el compromiso matrimonial que su abuelo ha dejado pactado. Tras años de residir en el extranjero, el heredero, ajeno a las costumbres y protocolo de la encorsetada sociedad victoriana, ve como su vida da un vuelco, mientras trata de adaptarse a su nueva situación sin renunciar a su propia identidad e historia personal.

La novela nos ofrece una magnífica caracterización de los personajes a la par que un retrato de la época y la contraposición de culturas muy diferentes, ya que el protagonista ha de lidiar no solo con su parte británica sino con los genes lakotas que corren por sus venas y sus propios traumas y vivencias pasadas.

 El reverendo es una historia evolutiva de búsqueda de la propia identidad, en la que el contexto histórico se diluye frente a las grandes cuestiones que hermanan por igual a los seres humanos. Cuestiones como la toma de decisiones personales en las que entra en juego el sentido del deber y fuerzan a los protagonistas a intentar hallar un equilibrio entre sus deseos más íntimos y la toma de responsabilidades.




Biografía literaria:

 Ha sido traducida al francés y al árabe, para distintas publicaciones. Ha participado en múltiples recitales y publicado, entre otras, las siguientes obras:

 Zéjeles del Estrecho. Editorial Estrechando, Algeciras 2012. 

 Líneas paralelas: Antología en prosa y verso de amores imposibles.” Editorial Alvaeno, Málaga 2013. 

 A Dentelladas Editorial la Polla Literaria, Chile, 2017. 

 Contenedor de relatos. Grupo literario Infusiónate. Editorial ImagenTa. Algeciras 2020 

 Relatos en la distancia. Grupo literario Infusiónate. Editorial ImagenTa, Algeciras 2021. 


Audio


Entrevista a la autora


EL REVERENDO (Primer capítulo)


 Puerto de Liverpool, Inglaterra, 1855

        Una noche fría y con aire de desolación se abatía sobre las veinticinco dársenas del puerto. Glorioso se extendía por más de veinte hectáreas, con barcos originarios del mundo entero. 

           El hermoso Oberon, procedente de América, entró majestuoso cargado de algodón. Su dueño lo miraba desde la cubierta el muelle, tenía un arraigado sentido de la pertenencia hacia el buque: era su orgullo. Al contemplarlo, un brillo peculiar calentaba su mirada. 

        Arribaron antes del amanecer, cuando los muelles apenas habían comenzado a despertar. Sus oficinas en el puerto, atentas a la llegada, pronto suministraron hombres que, unidos a los tripulantes, descargaron con eficacia la nave.

           Empezaron a asomar las luces del nuevo día cuando, en la cubierta, una silueta oscura reunió a la tripulación. Sus pupilas recorrieron las caras de cada uno de los hombres alineados frente a él. Sabía los nombres de todos, sus historias, sus miedos y fortalezas. Les confirmó el rumor: regresarían sin él, pero el Oberon seguiría con sus habituales rutas comerciales. Algunos se miraron entre sí, las habladurías eran ciertas. 

          La tripulación, compuesta por un capitán noruego y marinos de todas las nacionalidades, formaba un grupo excelente. Había respeto mutuo entre ellos y su singular patrón, con el que habían compartido, codo con codo, duras jornadas de trabajo. 

           —Hemos realizado numerosos viajes juntos, atravesado tormentas, tenido días buenos y malos, pero siempre ha sido un honor hacerlo junto a ustedes. En este viaje, el último para mí, su trabajo, como siempre, ha sido inmejorable y les felicito. —Percy Algermon, cubierto por un grueso tabardo azul marino y una gorra de lana calada hasta las cejas, los miró tratando de grabar el momento.

      —Señor, permítame en nombre de los hombres y en el mío propio expresarle nuestro agradecimiento y desearle lo mejor en tierra. 

            —Gracias, capitán. Cuiden del Oberon como merece, caballeros. —Tras llevarse una mano a la gorra en señal de saludo, se fue sin volver la vista atrás. En la reunión con los representantes de J. P. Coats, consiguió cerrar un trato del que todos se beneficiarían. Los agentes sonreían satisfechos al salir de su despacho; detrás de ellos se hizo el silencio. 

       Cayó la noche después de un largo día. Solo, tras un enorme escritorio de caoba, cruzó las largas piernas sobre él, en su mano seguía la copa de líquido ambarino con la que celebró sellar el acuerdo. Era el momento perfecto para perderse hacia otros destinos, lo acompañaban demasiados recuerdos. Un trozo de su alma quedaría siempre en Estados Unidos, pero otra lo haría en tierra inglesa. 

      De un portazo salió del gabinete, el edificio de piedra se fue empequeñeciendo a medida que se adentraba en las calles, cada vez más estrechas y alejadas del sonido del mar. Su única compañía eran sus propios pasos y la suciedad creciente. 

       Después de andar un buen trecho, pudo distinguir el fumadero de opio de Ban Gu mimetizado con el entorno, en su afán por pasar desapercibido para los no iniciados. Empujó la modesta puerta, que en nada reflejaba el lujo decadente que había tras ella. Acababa de pisar el entrante de madera oscura, cuando un oriental vestido con una túnica de seda apareció de la nada:

       —Bienvenido a mi humilde casa una vez más. —Hizo una elegante reverencia —. Permítame expresarle mis sinceras condolencias por su perdida, milord.

       —Gracias, Gu, veo que las noticias llegan a todas partes. 

      —Pase, por favor. —El oriental apartó la cortina situada al fondo del hall—. Siempre suelo estar bien informado, como ya sabe. 

       Al son de dos palmadas suyas dos criados, también orientales, lo acompañaron a través de la amplia estancia, jalonada en los laterales por otras menores. Casi todas estaban apartadas de la curiosidad ajena por cortinas para así poder mantener el anonimato de los influyentes ocultos tras ellas. La cuidada decoración intentaba emular el espíritu de los fumaderos tradicionales. Al llegar a un habitáculo, los criados se adelantaron y, con una pequeña reverencia, lo invitaron a pasar.

     Ban Gu, con un encendedor de mecha, prendió una vela colocada en una mesilla baja junto a otros objetos; al mismo tiempo, dirigió una mirada y los sirvientes desaparecieron.

        —Milord, por favor, para cualquier cosa que necesite, estoy a su disposición.

       —Gracias. 

     El asiático dibujó en su cara una media sonrisa y salió para dejarlo en la soledad que necesitaba. 

    Percy cayó con pesadez sobre el diván, se quitó la chaqueta y aflojó el nudo del corbatín. Aquel antro ilegal en suelo británico era un regalo, pensó. Gracias al comercio del opio, Gran Bretaña acabó con su deuda pública, así de importante eran aquellos dividendos ilícitos. Por allí pasaban todos: ricos y pobres; aunque estos últimos eran apilados en camastros de madera en otras habitaciones donde no ser vistos ni oídos. Los verdaderos dueños del fumadero, ingleses, eran quienes llenaban sus bolsillos. Gu era el perfecto anfitrión de la farsa. 

    Concentró toda su atención en el ritual de preparación de la pipa de opio. Cada acción lo iba relajando: calentó la esencia, diluida en agua a fuego lento, y la filtró. Repitió el proceso hasta evaporarla toda. El resultado era una pasta con un alto índice de morfina. En aquel fumadero no se fumaba opio puro. Percy colocó una cuchara sobre la  llama de la vela y se quedó ensimismado en ella. Con ceremonia, tomó una aguja para remover el contenido, hasta hacerlo cremoso y formar una píldora. El resultado lo introdujo por el agujero de una larga pipa de metal revestida de madera, adornada en los extremos por aros de jade verdes. La calentó y la llevó hasta sus labios. Cerró los ojos y, con cada calada, el opio embargó su mente y su cuerpo quedó laxo. Un sopor glorioso lo recorrió, los recuerdos quedaron olvidados, ocultos tras una columna de humo. 

     El sonido del mar era lo único de lo que era consciente, la cabeza le palpitaba y su cuerpo se encontraba entumecido, estaba tirado en medio de una callejuela. Miró su ropa oscura, estaba sucia; no recordaba muy bien a dónde fue al salir del fumadero, pero apestaba a alcohol barato. Sonrió, muy ebrio tenía que estar para que fuesen capaces de echar a la calle a un hombre de su envergadura, o quizás cayó él mismo, rendido por el alcohol y la droga. 

      Allí estaba, intentando incorporarse, en el mismo lugar al que había llegado hacía quince años. Fue el comienzo del embrollo en el que se convirtió su vida. 

    Logró incorporarse, necesitaba aire fresco. Anduvo un rato hasta despejar la cabeza y lograr orientarse hasta el coche que le esperaba apostado en un discreto callejón. Era viejo y deslavazado, para no llamar la atención, sin distintivo alguno, pero con buenos caballos. El cochero estaba armado y bien protegido por la compañía de su peculiar ayuda de cámara: Rebel Hook, un exboxeador irlandés. 

     Qué distinto era, pensó, de aquel niño mestizo llegado de América, desde la república de Texas, educado en las calles y luego en una parroquia católica. Siempre sintió estar fuera de lugar en aquel país nuevo y entre aquella gente. Ahora, también se sentía así en América. 

      Divisó a Charles, su cochero, junto a Rebel, sentado a su lado en el pescante. Cambiarían a su coche en las afueras de Liverpool. Desde allí atravesarían el territorio que les separaba del noroeste de Inglaterra en dirección a Cumberland, el hogar de su abuelo inglés y ahora el suyo. Durante el camino, un compañero de viaje se añadiría: el abogado de la familia y amigo, James Peabody. Northland House los esperaba. 

    La primera vez que llegó a Inglaterra también lo recibió Charles. En aquel tiempo era un muchacho de cuerpo delgado, alto, piel dorada, cabello negro y liso hasta los hombros y ojos grises.

    Su abuelo no fue a recibirlo; por piedad, el cochero le dijo que estaba enfermo. Si le causó sorpresa su aspecto, nada lo delató. Una vez dentro del coche, metió la mano dentro del bolsillo derecho de su chaqueta, algo pequeña, para apretar un collar de hueso que perteneció a su abuelo materno, un chamán lakota. A él se aferró como si le fuera la vida en ello. No lloró.


     Aquel día de 1837, un cielo gris y encapotado llenó de lluvia su camino. Unas millas después, contempló el paisaje y pensó que esa tierra tan hermosa no podía ser mala. 

      Aceleró el paso y buscó su petaca de whisky en un intento por aletargar sus demonios, bebió, estaba demasiado lúcido y eso era lo último que necesitaba. Cuando llegara a su destino, debería asumir una vida de obligaciones y un matrimonio de conveniencia; le daba arcadas pensarlo, pero se trataba de una cuestión de honor. Su abuelo había dado su palabra y firmado un contrato. 

        —Buenas noches, milord —saludó su cochero—. Bienvenido a casa. Haremos noche en una posada a la salida de Bootle. Todo está preparado. 

       —Gracias, Charles, me alegro de verlo.

    Rebel Hook bajó del pescante para sentarse dentro del coche con su patrón. Antes dispuso dos ladrillos calientes para los pies y levantó el asiento para sacar dos mantas con las que poder abrigarse.  

     El ayudante apenas le prestó atención; a veces se quedaba ausente, pero Percy sabía que no estaba «sonado» por los golpes recibidos en el ring. Solo echaba de menos otros tiempos y a veces, para permanecer cuerdo, debía volver a ellos. 

     Depositó toda su atención en el paisaje: la suciedad del puerto quedó atrás con rapidez mientras el coche se abría paso en medio de la noche, pronto dejarían la ciudad. 

      Los caballos eran estupendos, su familia siempre había criado buenos ejemplares. Con el tiempo, las líneas de ferrocarril en vez de aquellos hermosos animales surcarían Inglaterra; ya había una entre Windermere y Kendal, en Cumberland. Eran momentos de cambios. Será todo más práctico, pensó, pero no tan bello. Por un momento cerró los ojos. Al levantar los párpados ya no se sentía borracho, se sentía solo. 

     Siete millas después llegaron a la posada The Green Dragon, un sitio rústico como había tantos, pero capaz de ofrecer una cama limpia y comida caliente. 

      James Peabody, como siempre, había acudido puntual a su cita. Sentado cerca del fuego, leía con la espalda erguida y las lentes al filo de la nariz; sus ojos claros recorrían veloces las líneas que su dedo índice marcaba. A pesar de su concentración, se levantó con rapidez al abrirse la puerta del establecimiento y comprobar que quien entraba era lord Witshire.

          —Bienvenido a Inglaterra, milord. —Clavó en él sus luminosos ojos—. Siento mucho la muerte de su abuelo. 

      —James, mi querido James. Se abrazaron y en silencio recordaron al fallecido: Stuart Albert Algermon FitzRoy, marqués de Witshire, alguien querido para los dos y ahora ausente de sus vidas. Aquel abrazo duró más de lo debido entre caballeros, pero el tiempo justo entre amigos.

        —Estoy aquí para cuanto necesite.

       —Gracias, James, estoy contento de verte. Vayamos hacia una mesa. —Le indicó una esquina de la estancia—. ¿Por qué ella? —dijo de improviso—. En tu correspondencia no aclaras nada.

      —No lo sé. No vi al marqués cuando regresó de Escocia, yo estaba en Londres. ¿Ha comido? Hay un exquisito shepherd’s pie.

      —No, quizás lleve un trozo para tomar en la habitación. ¿Qué sabemos de ella? Odio todo esto. 

      —Lo sé. Es una jovencísima escocesa. 

      Empezó a leer con meticulosidad un cuaderno de notas sacado del bolsillo interior de su chaqueta, de pequeños cuadros beis y marrones:

      —Su padre es un Lamont, originario de Cornwall. Terrateniente rural y con negocios diversos, entre ellos madereros. Viven en el campo, además poseen casa en Edimburgo. Ella es la menor de cinco hermanas, precede al único hijo varón. Su reputación y la de su familia son intachables, por supuesto. 

       —Por supuesto —repitió con sarcasmo Percy mientras hacía un gesto grandilocuente con la mano.

      —Va a cumplir dieciocho años —continuó Peabody sin prestarle atención—. Aún no ha sido presentada en sociedad. Pronto sabré más de ella. —El abogado guardó el cuaderno—. Fue todo muy precipitado, milord. Al poco de cerrar el acuerdo, su corazón se paró, cayó derrumbado de la cama sin vida. Según dijo el doctor, no sufrió. —Un sesgo de dolor se dibujó en el rosto del nieto al escuchar sus palabras—. Intentaron reanimarlo al descubrirlo, nada se pudo hacer. Al llegar solo fue posible ordenar sus últimos deseos, siguiendo las instrucciones que dejó por escrito. Ya sabe, llevaba tiempo con el corazón débil. 

      —Está bien, muchas gracias. Organízalo todo, por favor —dijo Percy con voz exhausta.

     —Así lo haré. —El hombre fijó una mirada comprensiva en él—. ¿Alguna novedad por América?

    —No, ninguna, solo negocios. Ahora disculpa, James, voy a tomar un baño y comeré algo. Mañana nos vemos a primera hora y hablamos con tranquilidad.

   —Por supuesto, le vendrá bien descansar. —Lo recorrió de arriba abajo con mirada socarrona. 


Enlace al libro

(1) Anterior entrada sobre la autora



lunes, 16 de octubre de 2023

Un poema de Yolanda Castaño por Manuela Vicente

Para cerrar el ciclo de vídeo lecturas en este Día de las Escritoras, quiero leer un poema de la escritora gallega Yolanda Castaño, recientemente galardonada por su poemario 'Materia' con el premio Nacional de Poesía 2023. 

El poema se titula 'Ollos pechados de máis' ('Materia')



 

Luciérnagas de Gioconda Belli por Marta Navarro

 La escritora Marta Navarro nos lee 'Luciérnagas' un bellísimo poema de Gioconda Belli.



Un cuento de Isabel González por Aurora Rapún

 Para el día de las escritoras, la autora valenciana Aurora Rapún nos lee un fragmento de un cuento de Isabel González, perteneciente al libro 'Nos queda lo mejor'



Un texto de Marisa Martínez

Para el día de las escritoras, la autora Marisa Martínez nos comparte uno de sus textos 'Lo cotidiano' 





Un poema de Luisa Castro por María José Viz

 Un poema de Luisa Castro, recordada para este día de las escritoras por María José Viz :




Un poema de Delmira Agustini

 Para el Día de las escritoras, la poeta Belén Mateos nos recita un poema de Delmira Agustini.



martes, 19 de septiembre de 2023

Chelo Sierra: Escribir es como un Red Bull a lo bestia

 

Chelo Sierra

Recibimos en el blog a la escritora Chelo Sierra, con la que hablamos de letras y a la que preguntamos, en esta sección de visibilizar a autoras actuales, acerca de sus inicios en la escritura. Chelo nos habla de sus primeras lecturas, y recuerda en nuestro espacio cómo sintió la llamada de las letras,  la forma en que aborda su proceso creativo y de lo que la escritura le ha aportado a nivel personal.

Le damos la palabra a la autora, que, como buena cuentista es una gran conversadora:

Creo que soy una escritora atípica: jamás escribí de niña, tampoco en mi juventud, nunca sentí la inquietud de querer inventar y contar historias. Sin embargo, fui redactora creativa en distintas agencias de publicidad durante más de quince años y, por lo tanto, aunque parezca una contradicción, durante una larga etapa de mi vida, me gané la vida escribiendo.

La literatura llegó a mi vida después, cuando dejé Madrid y el mundo de la publicidad, y me trasladé a vivir a un pequeño pueblo de Extremadura. Me instalé en Torremenga y comprobé que tenía mucho tiempo libre y que necesitaba hacer algo más intelectual que plantar tomates y regar los rosales. Me pedía el cuerpo un poco de esfuerzo mental. Empecé escribiendo microrrelatos, luego pasé a escribir relato corto y, ya en 2016, me lancé a escribir mi primera novela, Los collares azules de Bleubeie, que resultó ganadora del premio Princesa Galiana. Lo que tengo claro es que Extremadura me ha dado la tranquilidad y el tiempo que necesito para escribir, quizá si hubiera seguido en Madrid no hubiera podido dar ese paso.

Como lectora, he sido más bien precoz: empecé a leer antes de saber leer. Con cuatro años imitaba a mi padre, que era un gran lector, cogía uno de sus libros, me sentaba en un sillón y hacía que lo leía. Recuerdo que a esa edad mi padre me enseñó versos de La vida es sueño y los recitábamos juntos. A los diez años, le robé El Decameron de Boccaccio que estaba en lo más alto de una estantería y me lo leí entero, a escondidas. Luego, vinieron lecturas más apropiadas para mi edad, como la colección de Los cinco que me tuvo unos años totalmente abducida. Pero el primer libro que realmente me impresionó fue Crimen y Castigo de Dostoieski. Tuve un parón en la lectura que correspondió precisamente con la época de publicista en la que no tenía tiempo de leer libros, con leer documentación sobre los productos que había que anunciar tenía suficiente. Pero retomé la lectura voraz después.

En la actualidad, leo casi siempre a escritores contemporáneos. Sobre todo, a autores y autoras que tienen mucho talento, pero que están todavía —inexplicablemente— fuera del circuito comercial. También me interesan mucho las vanguardias, lo que están escribiendo los más jóvenes.

Fuera de eso, devoro los libros de Coetzee.

Respecto a mi proceso creativo creo que esto de escribir también tiene mucho que ver con el carácter de cada uno y yo soy una mujer poco metódica y bastante impaciente. Puedo estar meses sin escribir ni una palabra y meses en los que  escribo todos los días. En los meses productivos, necesito trabajar en mi casa, en mi mesa, con mis cosas alrededor, por la  tarde y en silencio, sería incapaz de ponerme a escribir en una cafetería o en un hotel, por ejemplo, tampoco podría hacerlo con música de fondo. 
Soy una escritora de las que llaman de brújula en estado puro, al 100%. Los personajes y la acción me van llevando a un lado o a otro, y suele suceder con naturalidad, sin forzar. Quizá no tengo paciencia para ponerme a hacer esquemas y planear capítulos antes de ponerme a escribir. Creo que esta es una forma más intuitiva de escribir y que se disfruta más porque también te sorprendes a ti mismo. Claro que puede ocurrir que los personajes no te lleven a ninguna parte, en ese caso dejo la historia y listo, tengo la suerte de que escribo sin presión. En todo caso, mi experiencia me dice que los personajes siempre te llevan a donde tú querías llegar.

En cuanto a la inspiración, quién sabe de dónde salen las ideas. Los escritores llevamos una antena adosada a la cabeza, siempre en perfecto estado de funcionamiento, para poder captar todo lo que pasa a nuestro lado, puede ser cualquier cosa. Es un fogonazo que puede aparecer al leer una frase en un libro, al escuchar a alguien en la calle o en la radio, al ver a alguien o recordar algo. Al final, la inspiración no es otra cosa que tener una mirada personal, saber mirar desde una perspectiva diferente aquello que pasa a nuestro alrededor.

A mí escribir me ahorra un dinerito en psicólogos porque me sirve de terapia, tiene la capacidad de ponerme de buen humor, de proporcionarme una energía extra. Es un Red Bull a lo bestia. Aunque debería puntualizar algo: todo eso no surge del hecho puntual de escribir, sino del hecho de haber escrito. O sea, que la energía y el buen humor son el resultado del trabajo una vez terminado, de ese momento en el que dices, oye, pues este texto no me ha quedado mal. Eso sí que es un subidón. Mientras escribo no lo paso tan bien porque siempre se tiene un punto de inseguridad, de no saber si lo estás haciendo bien. 

Decía Marsé que lo único que no se le puede perdonar a un escritor es que sea aburrido. Yo cuando escribo eso es lo que intento. Voy a decir algo que puede sonar fatal, y es que yo me siento más cercana al mundo del entretenimiento que al de la cultura y que mi objetivo principal es que el lector pase un buen rato. No aspiro a mucho más porque, aunque parezca un objetivo poco ambicioso, creo que conseguirlo es bastante complicado.


 EL SÉPTIMO MANDAMIENTO

 (cuento incluido en el libro 'La mirada del orangután'


El peligro es el gran remedio

para el aburrimiento.

Graham Greene.

 

Cuando se tiene todo el tiempo del mundo y nada que hacer con él, cada minuto es una condena, pensado así o de cualquier otra forma, eso era lo que me rondaba por la cabeza hacía muchas semanas, bastantes días o unas pocas horas, no era capaz de concretar la medida de ese tiempo interminable, de la misma manera que tampoco puede puntualizarlo las agujas de un reloj parado. Una opinión diferente a la que había tenido dos años atrás, cuando me acogí al expediente de regulación de empleo de la empresa de telefonía móvil en la que trabajaba. Entonces, vi en ese despido encubierto una oportunidad para hacer por fin las cosas que me gustaban y que me negaban las ocho horas de trabajo, el trayecto de ida y de vuelta que sumaban otras dos, y el resto del día dedicado a las tareas de casa, a un marido con el que no podía contar para nada porque trabajada hasta muy tarde, y a dos hijos ya mayores, pero decididos a no renunciar a los cuidados de mamá al menos hasta que les surgiera un plan mejor. Ahora que ya no trabajaba fuera, con dos o tres horas me sobraba para poner una lavadora, hacer las camas, pasar la aspiradora, bajar a comprar el pan..., a las once o las doce de la mañana, ya lo tenía todo hecho y podía dedicarme a lo que me viniera en gana. Los primeros meses, disfruté de la novedad de sentirme libre, algo que después de veinticinco años de arresto laboral, me pareció una bendición: si me apetecía leer, leía; si quería ver una serie en la televisión, la veía; si se me antojaba darme un baño de burbujas de duración ilimitada, me lo daba. Pude quedar sin prisa con todas las amigas a las que no veía desde hacía siglos y con algunos familiares de los que ya ni me acordaba, me harté de leer trilogías de suspense, bestsellers románticos y obras de ciencia-ficción, navegué hasta la extenuación por miles de páginas web, me aprendí casi de memoria los diálogos de todas las temporadas de Juego de tronos y Mad Men, y hasta en ocasiones cogí el tren de cercanías y me fui sola a visitar El Escorial, Toledo, La Granja y los jardines de Aranjuez. Comprobé que en apenas un año se pueden despachar los asuntos pendientes de toda una vida. Taché, taché y taché hasta que mi lista de deseos se fue vaciando y llegó un momento en que ya no había nada que me salvara de ese aburrimiento feroz que empezó a devorarme el ánimo y la paciencia. La situación se agravó el día en que mi hijo mayor se fue a trabajar a Londres, y poco después, el pequeño decidió irse a terminar sus estudios a Berlín. La apatía, como si fuera una droga dura, me enganchó, o quizá fui yo la que la alimenté, hasta que se hizo grande y fuerte y consiguió que nada me resultara lo suficientemente importante como para prestarle atención, de modo que pasaba horas de brazos cruzados, sin moverme apenas; días llenos, absolutamente llenos, de un vacío abismal en los que ni siquiera me hacía la comida, «para mí sola, qué pereza...», pensaba y, a veces, me obligaba a decir eso mismo, pero en voz alta —una loca hablando sola—, porque temía que las cuerdas vocales se me resquebrajaran de no usarlas, igual que se deshilacha una soga abandonada en un embarcadero.

Ese día, mi marido se acercó a mí antes de salir de casa por la mañana; yo todavía estaba en la cama, hacía un rato ya que me había despertado, pero mantenía los ojos cerrados, bien apretados, con la esperanza de volver a conciliar el sueño y alargarlo todo lo posible. Solo cuando estaba dormida el tiempo corría en vez de reptar como hacía habitualmente. Se sentó en el borde de la cama, mirándome, y me dijo algo con lo que ya contaba porque sucedía todos los días: «llegaré tarde», pero esta vez añadió una coletilla extra: «hace un día precioso, prométeme que hoy vas a salir». Cuando balbucí un «te lo prometo» pastoso y poco fiable, Gonzalo ya estaba abriendo la puerta de la habitación, así que pensé que no era necesario cumplir una promesa hecha al aire, sin destinatario. Sin embargo, todavía no sé por qué, la cumplí. Me levanté, me duché —hacía por lo menos un par de días que no me lavaba ni la cara—, y me coloqué frente al armario abierto, contemplándolo con la curiosidad y la fijeza con la que se mira a un desconocido, intentando recordar cómo me vestía antes de que los pantalones de chándal y las sudaderas con capucha se hubieran convertido en mis prendas favoritas.

Salí a la calle con desgana, pero elegante; los zapatos de tacón, a los que antes estaba tan acostumbrada, empezaron a hacerme daño casi nada más ponérmelos, pero cuando llevaba un cuarto de hora andando el dolor se hizo insoportable. Había recorrido ya una distancia considerable, demasiada para desandarla y volver a casa con esas rozaduras que ya notaba en la zona alta del talón, necesitaba comprar unas tiritas antes de que se convirtieran en ampollas y ya no me permitieran dar ni un paso más. Entré cojeando a un supermercado cercano y busqué la sección de artículos para el cuidado personal. Había poca gente y los empleados parecían ocupados en tareas de reposición, encontré enseguida las tiritas, estaban junto a un expositor de pintalabios de una marca blanca; era un envase de tamaño familiar con treinta apósitos de plástico en su interior, lo habría comprado aunque hubiera contenido quinientos, de modo que lo cogí del estante y me dirigí a la línea de cajas. Me sudaban las manos cuando le entregué el billete de cinco euros a la cajera, el corazón me latía con tal fuerza —bum-bum, bum-bum, bum-bum— que me daba la impresión de que sonaba en el hilo musical del establecimiento como si fuera un tema interpretado con un instrumento de percusión; nunca había tenido un impulso así, tan irracional y tan disparatado, pero me gustó volver a sentir cómo la sangre corría por mis venas y la adrenalina me devolvía la energía que creía haber perdido para siempre. La cajera me hizo varias preguntas, a las que contesté de forma automática con un sí aunque si hubiera estado menos nerviosa le hubiera contestado, sin duda, con un no: «¿necesita una bolsa?», «sí», «¿grande?», «sí». Por suerte, la señorita no me hizo la pregunta que yo estaba temiendo y que me había producido ya, con solo imaginarla, un temblor con epicentro en las piernas: «¿lleva usted una barra de labios escondida en el bolsillo?». No habría tenido más remedio que contestarle de nuevo que sí.

Salí del supermercado deprisa, como si no me dolieran los pies, lo cierto es que no sabía si me dolían o no porque lo único que notaba era la tranquilidad reparadora que sigue a un momento de intensa excitación, aquello era algo así como el cigarrillo después de un orgasmo. Metí las manos en el bolsillo de la chaqueta y me entretuve un rato toqueteando el pintalabios. Un escalofrío de placer me recorrió el cuerpo y creo que sonreí después de muchos meses sin hacerlo. Así es como recuerdo mi primer robo.

Después vinieron muchos más. Sabía que no podía presumir de ello —aunque tampoco me parecía una maldad imperdonable—, pero aquello actuó en mí como un estímulo, un motivo para arreglarme, salir de casa y hacer algo que me tuviera entretenida durante horas. Robar no solo me sacó de un aburrimiento expansivo que se me había colado ya por todos los poros de la piel y me había transformado en un ser inanimado como una piedra, un martillo o una sartén, sino que me cambió el ánimo y me devolvió el humor, así que decidí que debía fomentarlo, perfeccionarlo, convertirlo, a falta de otras, en mi gran pasión.

Al principio, recurrí a lo más sencillo: establecimientos pequeños, con escasas o nulas medidas de seguridad, en los que me paseaba mirando hacia un lado y hacia el otro, como si fuera una turista extraviada intentando orientarse de nuevo, hasta que el nerviosismo me aceleraba el pulso y se abrían las compuertas que permitían la entrada de millones de hormigas a mi estómago produciéndome un cosquilleo adictivo, una sensación de peligro que pedía a gritos una decisión valiente. Entonces, me metía cualquier artículo en el bolsillo, normalmente cosas pequeñas y sin valor, y me quedaba unos minutos más deambulando por la tienda, con gesto despistado y con la incertidumbre de no saber si había triunfado o no hasta que traspasaba la puerta del establecimiento y podía volver a respirar tranquila.

Perdí el respeto reverencial a robar en los grandes almacenes poco después, en cuanto comprobé que era suficiente con un mínimo de precaución y una observación detallada del lugar y de la gente, para poder actuar con razonables garantías de éxito. Aprendí a distinguir los distintos tipos de alarma, a saber qué artículos las llevaban y cuáles no, a desactivarlas, y también aprendí a identificar por su expresión, su actitud o incluso por su postura a los vigilantes de seguridad camuflados de clientes. Me gustaba reconocerlos, pero no para alejarme de ellos y buscar un lugar menos vigilado, sino para llevar la emoción al extremo: me paseaba a su alrededor, dejaba que me observaran mientras me detenía a mirar la etiqueta de un bolso, un pañuelo o un reloj y cuando separaban sus ojos de mí —bastaba con que pestañearan—, me lo llevaba. Los retos que me marcaba cada vez eran más difíciles, y mi ansiedad, esa mezcla de atracción y desasosiego, cada vez más desenfrenada.

Supe que ya había pocas cosas que se me resistieran, el día que robé en un museo el dibujo de unas manos entrelazadas firmado por Chillida. Quizá fue por eso, porque me empezaron a faltar desafíos, o porque en casa ya no tenía sitio para esconder tantos objetos y Gonzalo no tardaría en encontrar bufandas, monederos, pulseras y perfumes hasta en el cajón de los cubiertos, por lo que me prometí no volver a robar nada material. No me apetecía tener que explicarle lo que me estaba pasando. Él, tan ocupado siempre, era lento para darse cuenta de las cosas que me sucedían, se había demorado meses en percatarse de mi aletargamiento, y estaba tardando mucho también en percibir el estado de hiperactividad en el que me encontraba ahora, pero de un momento a otro se detendría a pensar y me preguntaría de dónde sacaba todo aquello y por qué nunca estaba en casa cuando me llamaba.

Admito que, faltando a mi promesa de no volver a llevarme nada material, robé un par de maridos, pero solo fue un experimento fallido que no me hizo sentir nada: me resultó tan fácil metérmelos en el bolsillo —aunque fuera en sentido figurado— y tan engorroso tener que cargar con ellos, que enseguida se los devolví a sus dueñas, los repuse tan rápido que a ellas ni siquiera les dio tiempo a notar su ausencia. Después, y ya con el propósito firme de respetar el compromiso que había adquirido conmigo misma, probé a robar pensamientos. Cambié los grandes almacenes por campus universitarios, bibliotecas, andenes de metro..., por lugares en los que yo pensaba que podía encontrar gente interesante, personas con pensamientos creativos, profundos o simplemente divertidos. Elegía un hombre o una mujer —imprescindible que estuvieran solos, concentrados y a ser posible con la mirada perdida—, me acercaba hasta quedar a su altura y con un movimiento rápido, imprevisible para ellos, cogía al vuelo la idea o el concepto que estuvieran manejando justo en ese momento y les dejaba la mente en blanco durante unos segundos. Me quedaba mirando cómo se revolvían en su asiento, miraban hacia atrás, o se paraban de repente, al notar que les faltaba algo. Los pensamientos se resistían un instante dentro de mi puño cerrado; algunos, los más obstinados, conseguían escaparse por el hueco diminuto que quedaba entre el índice y el pulgar y volvían, deformados la mayoría de las veces, a su lugar de origen. Los demás permanecían encerrados en mi mano hasta que caían rendidos. Ahora el riesgo no estaba en que sonara alguna alarma, ni en que me pillara un vigilante de seguridad, sino en que, al atraparlos, los hacía míos. Míos con todas las consecuencias, y eso podía ser inofensivo, pero también muy peligroso, todo dependía del carácter y la intención de los pensamientos robados. Una especie de ruleta rusa a la que me gustaba jugar y que todavía era capaz de hacerme sentir las emociones fuertes que provoca la incertidumbre, y eso que la mayoría de las veces los pensamientos de la gente resultaban ser decepcionantes, como si no hubiera ni una sola bala en el tambor del revólver.

Llevaba una mañana entretenida, pero poco excitante: «que no se me olvide inflar las ruedas», «¿el negro o el azul?», «hoy actualizo el sistema operativo, sin falta», «me duele la cabeza», «lo de los exoesqueletos me ha impresionado», «no sé que voy a poner de comer», «todavía no me han ingresado el sueldo», «tenía que haber cogido el chubasquero», «prefiero la sesión de noche». Eso era todo lo que había caído en mis manos hasta ese momento, un botín insulso pero que, al menos, no me exigía más que tomarme una aspirina, comprobar la presión de las ruedas del coche y actualizar el Pc con Windows 10, aunque había oído decir que era un sistema nefasto.

Me fijé, ya al final de la mañana, en una niña de unos diez u once años, vestida de uniforme, que estaba sentada en la parada del autobús, tenía los ojos cerrados como si memorizara algo y, fuera lo que fuese ese algo, parecía enumerarlo ayudándose con los dedos de la mano. Di por hecho que una niña de su edad no podía tener un pensamiento capaz de producirme vértigo, pero no me resistí a la curiosidad de saber por qué estaba tan concentrada. Me acerqué a ella y se lo quité. El pensamiento, a pesar de su contundencia, se quedó quieto entre mis manos, sumiso; ni siquiera intentó escaparse: «séptimo: no robarás». Quise deshacerme de él a toda prisa, devolverle enseguida a su dueña ese pensamiento demoledor que amenazaba con impedirme continuar con lo mío y repatriarme sin compasión al aletargamiento de antes, pero no me dio tiempo. La niña había subido ya al autobús y se alejaba con la nariz aplastada contra el cristal de la ventanilla; agarrado, como si fuera el testigo de una carrera de relevos, llevaba mi paraguas.

       


La mirada del orangután





Chelo Sierra. Nació en Madrid, empezó Magisterio, Filosofía y Derecho. Al cuarto intento, estudió ¡y terminó! Publicidad. Ejerció como creativa durante más de quince años en distintas agencias de la capital, y como gerente de su propio hotel de campo en Extremadura durante nueve. En 2011 comenzó a escribir ficción. Ha tenido la oportunidad de explorar distintos géneros: microrrelato, relato, poesía experimental, novela corta, artículos de opinión…, y ha sido premiada en un buen número de certámenes literarios: Ana María Matute de narrativa, Relatos en cadena, Ciudad de Coria, Princesa Galiana, José Luis Castillo-Puche, Salvador García Aguilar y Ramiro Pinilla, entre otros. Es autora de los libros El síndrome de Peter Pan, Desencuentos, Los collares azules de Bleubaie, De nada, La mirada del orangután —finalista del Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en España en 2017—, El efecto avispa, Bonsáis, Setenta y dos vírgenes y La mala intención. En octubre está prevista la presentación de su nuevo libro, una colección de relatos titulada El desorden del que te quejas. Colabora como articulista con la revista cultural El ciervo.

Setenta y dos vírgenes


La mala intención