¿Qué hago tan lejos de casa? Estaba tan aturdida que no sabía lo que hacía. Ahora contemplo las maletas que hice en mi huida y me parecen las de una extraña. No tengo escapatoria. El destino me ha seguido hasta aquí y se ha sentado junto a mí para que no olvide lo que me tiene reservado.
De nada sirve buscar distracción en el libro que alguien dejó olvidado en la mesilla. Las palabras bailan una danza macabra ante mis ojos y no logro atraparlas, comprenderlas. Una y otra vez regresan a mi memoria las frases de la mujer que esta mañana dictó mi sentencia. Duras, implacables, con toda su crudeza. ¿Cómo pudo pronunciarlas con tanta frialdad? ¿Será que la costumbre la ha convertido en un ser sin alma?
Fuera el cielo está vertiendo las lágrimas que mis ojos se niegan a derramar. Debo volver a casa. Mas temo derrumbarme con los abrazos y los besos de mi marido. He de hablar con él, contárselo todo. Pero sé que no soportaré su mirada llena de compasión. Intentará quitarle importancia. Bajará la voz para colmarme el oído de dulces palabras y querrá hacerme creer que lo superaremos si permanecemos juntos. Y yo me aferraré a la ternura de sus caricias. Creeré todo lo que me diga aunque sepa que miente.
Pero no. No puede ser verdad. Hace unas horas era una mujer con un brillante futuro. Una mujer feliz. Una mujer que creía que bastaba el amor de su marido para ser dichosa. Ahora sé que no es suficiente.
Esta mañana salí de casa sin miedo. El sol de abril anunciaba miles de bendiciones. Me esperaba una revisión ginecológica, pero no tenía miedo. Solo era una más, una de tantas. O eso creía.
Estoy en la habitación de un hotel cualquiera demorando el momento de regresar a casa y contárselo. A mi alrededor revolotean aciagos presagios. Mientras tanto busco en vano las palabras con las que le diré a mi marido que nos queda muy poco para estar juntos.
Imagen 9: Habitación de hotel, de Edward Hopper
©Ana Madrigal Muñoz
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