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martes, 7 de noviembre de 2017

Macarons




Nunca había estado en París. A mis dieciséis años ni siquiera había salido de casa. Aquél era el último curso, culminaba un ciclo. Se imponía el viaje,  calmaría a mis padres, súbitamente preocupados por mi supuesta sobreprotección.  Sucumbí a  la parafernalia de preparativos que enardecía a mis compañeros.  Debía enfrentarme al mundo, perder el miedo, aquél sería mi "viaje iniciático". Decidí desinhibirme y sortear las miradas escrutadoras de quienes observaban nuestras carcajadas recorriendo los Campos Elíseos o esperando ante la Torre Eiffel, miradas que yo presentía, intuía, percibía, en los silencios y  sombras en torno a  mí. No intentaré explicar las excelencias que la Ciudad Luz nos reservaba, aunque fuéramos una pandilla de adolescentes ciegos.
La última tarde era obligado merendar en algún  café refinado como La Durée.  Pedí un "grand crème". Compartimos los clásicos "macarons". Adiviné la presencia cercana de un hombre joven, su perfume discretamente herbal, su voz sugerente: "¿Puedo ayudarla, mademoiselle?". Sin aguardar respuesta puso mi mano sobre la suya cálida y suave, noté la levedad de un objeto liso, redondeado, rugoso alrededor, olía a vainilla y a algo dulzón y penetrante. Casi cabía en el hueco de mi mano. "Le aconsejo éste", susurró, "despacio, aprecie primero ese leve crujido entre sus dientes de la capa de merengue quebrándose al morder… saboree el fondo de almendra cremosa, deslícelo "doucement" hacia el paladar,  adivine su gusto final…

Siguió después un baile de lenguas, alientos y paladares: saliva fusionada con chocolate, avellana, nata y caramelo: "adivine este nuevo sabor, es especial y exótico". Ahora confundo  ilusión y realidad, se me hace la boca agua al recordar aquel juego fantástico que me descubrió el deleite de los besos adolescentes en la mágica tarde de un café de París. 



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