En la isla no había un Viernes, ni siquiera viernes, el tedio de los días iguales unos a otros me abrasaba en la playa, sin otro quehacer que la contemplación de aquella marina infinitamente hermosa. Si al menos hubiera tenido alguno de los libros que citaba cuando los periodistas me preguntaban: “¿Qué libro se llevaría a una isla desierta?”. Miento, jamás me preguntaron eso; en realidad, cuando en la televisión entrevistaban a otro, me imaginaba a mí mismo enumerando mis autores preferidos. Después del naufragio, mi único entretenimiento consistía en escribir sobre la arena versos que las olas lamían con avidez. Tras aquella golosina, su espuma se tornaba liviana, sedosa, más burbujeante. Y como recompensa, las olas retrocedían, se enrollaban sobre sí mismas para arañar el fondo de mar, tomaban impulso desplegándose hacia arriba, hacia la orilla, y una espiral de peces llovía a mis pies. Todas las tardes. Era la primera vez en mi vida que recibía un sueldo por escribir.
No escarmentaré nunca. Mis sueños nunca se cumplen. Hace tres noches, arrojé una botella al mar. En ella había soplado unas palabras de auxilio: “Por favor, no vengan a rescatarme”.
Hola Manoli, ¿cómo estás? nos traes una lectura de isla y de encierro bucólico. ¿Qué tiene el mar para que nos atrape de esta forma? en mi caso la profundidad y una línea divisoria que a veces se funde con el cielo. Ese azul que no castiga, amansa. El gruñir de una arena que te aplana las curvas de la silueta en la sombra. En una isla, querida, yo, yo me vuelvo poeta. Un abrazo y feliz día.
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