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jueves, 23 de abril de 2020

Eterna primavera


Eterna primavera

A Andrés el frío que le entra por la ventana le hace recordar otro frío más antiguo, un frío de cuando era un zagal de once años y a pesar de llevar los calcetines de lana que le había hecho su madre siempre puestos, se despertaba en el chozo con los pies entumecidos y acartonados y se los frotaba enérgicamente con las manos, primero uno, luego otro, para activar la sangre y que entraran en reacción.
     Al salir de la cabaña ya el resto de pastores tomaban las sopas de ajo calentadas al fuego en el puchero, y siempre había alguno que decía: “¡Qué! ¿Otra vez te has dormido? ¡Pues ya sabes lo que toca!”, mientras su padre, callado, traquiñaba la cabeza, dudando de su valía para las  lides del pastoreo. Pero lo cierto es que a él no le importaba recoger y apagar el fuego, mientras los más mayores movilizaban el ganado para recorrer por accidentadas cañadas y cordeles la veintena de kilómetros diarios, dirección norte, en busca de la eterna primavera. Y es que su trabajo le gustaba más que nada en el mundo, le tiraba sin remedio, como tendría ocasión de  comprobar años más tarde.

II

Había visto su silueta a lo lejos, las manos sujetando su cintura de avispa, el cántaro a la cabeza. 
“Hola”, le dijo saliéndole al encuentro mientras las ovejas, custodiadas por sultán, pastaban en la rastrojera. “Hola”, musitó la muchacha sin detenerse. “Espera”…“He oído decir que esta noche hay baile en el pueblo ¿Vas a ir?” “Tal vez”, contestó ella mirándole risueña un instante y prosiguió su camino.
Al caer la tarde se lavó en el río con jabón para quitarse el olor a animal que le acompañaba siempre y se puso la camisa vieja, pero limpia, que su madre le había metido en el fardel para las ocasiones especiales. Nada más entrar en la pista la vio, sentada en un banco. La sacó a bailar al son de un pasodoble, tomándola por el delicado talle y soportando su cálida y blanda mano entre la suya, como le había enseñado un pastor veterano un día que habían practicado en el campo. Con el primer baile supo que la chica se llamaba Rosa, y que todos los días acarreaba agua de la fuente que había a varios kilómetros del pueblo. Siguieron bailando sin cesar toda la noche, y cuando la orquesta dio por finiquitada la función, se sabía su vida entera: una vida sencilla y volcada al cuidado de su padre, viudo, y de sus cuatro hermanos. Tras esa noche, y durante el tiempo que hubo pastos en la zona, se siguieron viendo a diario y al despedirse, mientras estrechaba su cintura de avispa y ahora sí, se besaban, le prometió que si ella le esperaba hasta la próxima primavera, dejaría su vida nómada y se asentaría a su lado. Y aunque todas las noches del largo invierno pensó en ella, a medida que se acercaba la nueva estación y el encuentro se hacía más inminente, se notaba más raro e  inseguro. La noche de su llegada al pueblo se puso su camisa vieja y limpia, y se dirigió al baile. Pero al llegar a la puerta sintió algo parecido al vértigo. Entonces se dio la vuelta y pasó toda la noche mirando el cielo raso, consciente de que su vida no estaba en un sitio fijo y que sus únicas novias eran las estrellas… Nunca más volvió a cruzar una palabra con la chica a la que, por otra parte, jamás logró olvidar.
III
  
–Venga, Arcadio, levántese –ordena la auxiliar del geriátrico cerrando la ventana–. Ya se ha ventilado suficiente su cuarto, vayamos al comedor.   
Él, que hasta que se rompió la cadera anduvo tan ligero como un cordero, se incorpora con dificultad y apoyando su devastado cuerpo en el andador, va dando lentos y cortos  pasos, bajo la estrecha vigilancia de la chica.
–¡Ve qué bien anda! Lo que le pasa es que es un vago.
Arcadio sabe que la auxiliar le riñe en broma porque mientras lo hace no deja de sonreírle con esos dientes blancos, perfectos. Se parece un poco a Rosa.
–¿Sabes que yo tuve una novia que se te parecía?– le dice.
La chica ríe y su risa se parece al sonido de una baraja de cencerras.
–Ande, deje de decir bobadas. ¿Pues no fue usted pastor, de esos que se pasaban la vida de un lado para otro?
–Trashumante, éramos pastores trashumantes –matiza el hombre–. ¿Y eso que tiene que ver?
–Pues todo…Los pastores esos que usted dice no tenían novia, no me venga con cuentos… ¡Quién iba a querer compartir su vida con un hombre que se pasaba media vida lejos de casa!
Andrés se queda callado pensando que si le hubiera propuesto a Rosa compartir con él su vida tal vez hubiera aceptado, lo mismo que aceptó su madre y antes su abuela. Pero no lo hizo y conoce la razón: su miedo a estar sujeto a algo que no fueran los espacios infinitos a los que hoy, convertido en un viejo, ha tenido inexorablemente que renunciar. En su afán por alcanzar el comedor sigue dando pasos cortos, como de carnero desahuciado. Aunque sabe que no va a convencer a la chica por mucho que insista añade, obstinado:
–¡Rediez! Si te digo que tuve una novia es que la tuve.    

Sol Gómez Arteaga

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