Hoy recibimos en el blog a la escritora valenciana Marisa Martínez Arce, que forma parte del colectivo literario y cultural Valencia Escribe y que, desde que decidió adentrarse en el mundo de las letras, desarrolla una intensa actividad, sobre todo como microrrelatista. Desde el blog agradecemos su visita y dejamos que sea ella misma quien tome la palabra.
¿Quién es Marisa Martínez Arce?
Nací
en Valencia un 18 de diciembre y pese a que llegué de la mano del invierno
prefiero el calor de verano, la luz y la alegría de esta estación me dan vida.
Estoy casada con otro escritor, Rafa Sastre, y somos padres de dos
preciosidades ¡qué va a decir su madre! Sin duda nuestra mejor obra. Ambas muy
creativas, cada una en lo suyo.
Estudié
Relaciones Laborales en la Universidad de Valencia y algún que otro
máster, etc., aunque he trabajado siempre de administrativa en el sector de la
construcción.
Primeros inicios en la escritura y salto a la publicación:
Mi
afición a la lectura se remonta a cuando aprendí a leer. Siempre me costó
dormirme y un libro es el mejor compañero de un insomne. La creatividad creo que, aunque en diferentes
facetas, me viene de serie, tanto por el lado paterno como por el materno.
Dicen que estas cosas no se llevan en los genes, pero algo influirá si hay
tanto artista en la familia, generación tras generación ¿no os parece?
Siempre
me gustó escribir, de hecho en el colegio gané varios concursos de poesía. Con
la edad empecé con la prosa, pero, sinceramente, escribía y al poco tiempo,
como no me gustaba, lo rompía antes que lo leyera nadie. Fue por el 2014 cuando
me lo tomé un poco más en serio y a partir de entonces comencé a participar en
recitales, concursos y libros colectivos. Me gusta escribir tanto en castellano
como en valenciano y que lo haga en una u otra lengua suele depender de lo que
diga mi cabeza en ese momento.
He
participado en distintas antologías. Por ejemplo; en seis del Colectivo
literario Valencia Escribe, en cinco de Generación Bibliocafé. En los libros «Mujeres en Construcción, Perdonen las
Molestias» y «Treinta mujeres
Fascinantes en la historia de Valencia», de Editorial Vinatea. También
llevo colaborando tres años consecutivos en los microrrelatarios de La
Universidad Jaime I de Castellón: «Ahora/ara»,
«Sin/Sense», «Adelante/Endavant». En tres libros de relatos de la Editorial ACEN
de Castellón. En blogs como 50 palabras,
El Bic Naranja. En el libro «Comienzos» de Marian Creaciones Literarias.
He sido finalista en diferentes concursos. Ganadora del concurso de los viernes
de la SER Castellón, jurado en varios concursos de relatos y microrrelatos.
También he impartido un taller de escritura creativa para el ayuntamiento de
Petrés (Valencia).
Acerca del proceso Creativo:
Pese
a ser una persona reflexiva y paciente, a la hora de escribir soy muy
impulsiva. No sigo ninguna técnica ni regla. Cuando me viene una idea me siento
y la escribo. Los motivos pueden ser diversos; una imagen, una frase, una
palabra, un título. Nunca sé cómo va a terminar la cosa, pero por fortuna suele
llegar a buen puerto. Ahora, cuando es un personaje el que se instala en mi cabeza,
ahí sí que ya no hay nada que hacer. Entonces escribo al dictado y el proceso
suele ser mucho más largo y complicado pues siempre, siempre, tiene que
prevalecer su criterio sobre el mío y, claro, me utilizan como si yo fuera su
mecanógrafa. Intento imponerme, pero he de aprender a decirles que no.
He
escrito algo de poesía, sobre todo en valenciano, algún Haiku (a mi manera) y
sobre todo, relatos y microrrelatos. Aunque he de confesar que me siento más
cómoda en las distancias cortas, por eso llevo un tiempo dedicándome más al
micro. Por la concreción de este género, me gusta utilizar en mis textos un
lenguaje claro y fluido. Y como a todo escritor, que me lean. No solo vivimos
del placer de escribir.
Marisa Martínez Arce |
El
limpiabotas
Sus
manos tenían un don especial, hacían que mis botas brillaran incluso en los
días más grises. Igual que sus dientes blancos, que contrastaban con aquella
piel del color del chocolate más puro. Yo regresaba a su puesto siempre que mis
actividades en el cuartel me lo permitían. Me fascinaba la delicadeza con la
que esparcía el betún, el ímpetu con el que cepillaba y abrillantaba.
Una
mañana, al colocarnos en fila para la revista, el sargento me hizo dar un paso
al frente.
—Usted,
arrestado. ¿Acaso no sabe que no está permitido llevar otro calzado que no sea
el reglamentario?
—Pero
mi sargento, si no tengo…
—Silencio,
¿me toma por idiota? Sus botas son de charol. ¿Creía que no iba a darme cuenta?
Muy listo, así no tiene que limpiarlas cada mañana y puede holgazanear un rato
más en el catre.
—Señor,
con todo mi respeto. Insisto, son de piel, me las limpian en la calle 48.
Mañana puede venir conmigo si quiere y lo comprobará.
A
la mañana siguiente el sargento, que se había tomado mis palabras como un reto,
accedió a acompañarme. Una vez allí, puso su pie sobre la caja y dijo «negro, a ver qué es lo que sabes hacer». Sus botas quedaron tan relucientes como las
mías. Entonces entró en cólera, nada le molestaba más que dar su brazo a
torcer, y menos si a quien debía dar la razón era a un soldado raso como yo.
Tampoco le gustaba reconocer el trabajo bien hecho, sobre todo si el que lo
hacía era alguien a quien consideraba inferior. Airado, tumbó los instrumentos
de trabajo del muchacho y le empujó contra el suelo. Después llegaron los
insultos. Le propinó una patada en las costillas, luego otra y otra más. Lleno
de ira se ensañó con él. Traté de separarlos, pero la rabia multiplicaba su
fuerza. Me golpeó y sacó su pistola. Desesperado y temiendo por nuestras vidas,
se la arrebaté. Muerto de miedo le disparé. No podía ver cómo maltrataba a aquel inocente por una simple cuestión
de orgullo. Porque el joven limpiabotas no solo había conseguido sacarle lustre
a mis botas, sino también a mi corazón.
El
viejo avión
Llevaba
horas trabajando en el campo. El calor comenzó a colorear mis mejillas. Miré al
cielo y volví a ver el viejo avión que
cada miércoles, pasaba sobre mi huerta a la misma hora. La luz del sol
reflejada en su ala cegó mis ojos y tuve que desviar la mirada, mientras se me
encogía el alma pensando que tú, nunca más volverías.
Nunca
es tarde
«¡Despierta
San Francisco! Hoy la ciudad amanecerá soleada y sopla una suave brisa». John
escuchaba la radio mientras apuraba su barba en el asiento trasero de su viejo
Ford.
Su
día a día era pura rutina. Acostumbraba a sentarse en la puerta del Meissi Coofi, una cafetería situada en
el centro, no muy alejada de su peculiar morada. Todas las mañanas la camarera
del primer turno le invitaba a café. A la hora del almuerzo equivocaba el pedido
de algún cliente y, fingiendo salir a fumar un cigarrillo, se lo entregaba. Al
terminar entraba, compraba un agua con las monedas que le tiraban en su gorra y
aprovechaba para asearse en el baño. Todos los empleados le dejaban usarlo y
eran muy amables. Y, puesto que tenía pocos gastos, el dinero que le sobraba lo
repartía entre los sin techo que se encontraban en una situación peor que la
suya. Al contrario de la mayoría de sus compañeros, él vivía así por decisión propia.
La
lectura del titular del diario de aquella maldita mañana del 20 de febrero, de
hacía dos años, fue el detonante. Lo que le impulsó a tomar tan drástica
decisión. No pudo superar el suicidio de aquel hombre tras negarle una y otra
vez el préstamo que necesitaba para reflotar su negocio; ni eso, ni la angustia
de su esposa cuando fue desahuciada al poco tiempo junto a sus hijos. Se sintió
el ser más miserable y rastrero del mundo. Sintió asco de sí mismo. Lo dejó
todo para, cobijado en su coche, iniciar una nueva vida. Quería ser un buen
hombre si no era demasiado tarde.