Don Samuel: Mi primera ventana al mundo
El colegio Teide ocupaba un piso modesto de barrio sin mayores pretensiones. Al entrar olía a las virutas de la madera y a los restos de grafito que quedan al afilar un lápiz. En el comedor, habilitado como clase principal, un montón de pupitres pintarrajeados y dispuestos en filas y columnas se disputaban el escueto recinto, donde indisciplinados alumnos se ocupaban en tirarse bolas de papel, gritando y alborotando, más de lo que mis tiernos oídos estaban acostumbrados a soportar.
El profesor nos llevó a otro cuarto más pequeño, que servía de oficina, e invitó a mi madre a sentarse en la única silla disponible, porque de las dos existentes, una la ocupaban cuadernos y libros apilados.
- ¿Cómo te llamas? -preguntó, extrayendo un cigarrillo del paquete de Celtas Cortos guardado en su bolsillo, tratando de mostrar cercanía, ante mi resistencia a permanecer allí y mi empeño en ocultar el rostro, entre los pliegues de la falda de mi madre, cuya mano apretaba atemorizada.
-Es muy vergonzosa, -dijo ella, a lo que repuso el profesor:
- ¿Ah sí?, pues la vergüenza era verde y la pació una vaca. -Y rió él solo de su ocurrencia. Yo, como no entendía la frase, seguí en mi actitud de rechazo. Mientras ultimaban los pormenores de mi inscripción, le observé atentamente: Era un hombre muy alto, o a mí me lo parecía, delgado, moreno, de cabello ondulado, con un gracioso rizo que, cayendo sobre su frente, le dulcificaba el rostro. Llevaba unas gafas de pasta de alta graduación, dado el tamaño que conferían a sus ojos. Bigote al estilo años 40, bien recortado, rostro agraciado, de expresión risueña y afectiva. Los dedos largos, huesudos, las últimas falanges del índice y el medio, amarillentas por el tabaco, lo cual emblanquecía el tono de su piel. Cuando terminaron de hablar, mi madre me arrancó de su falda, y yo me quedé con la cabeza gacha, junto al maestro, un completo desconocido, pero cuyo corazón albergaba una inmensa bondad, bajo esa expresión autoritaria que quería imponer, pero que no lograba convencer a sus alumnos.
Al quedarnos solos, tomó con la mano derecha su palmeta, que descansaba sobre la mesa, y golpeó varias veces, con toquecitos suaves, la palma de su mano izquierda, a la vez que decía, intentando demostrarme quién mandaba allí: “Bueno, bueno, Marina... ¿tienes alguna pregunta?, a lo que yo, haciendo gala de un atrevimiento que hoy considero inimaginable, contesté:
- ¿Por qué te llamas Rosamuel?. (Así me sonaba su nombre).
Al oírlo, soltó una sonora carcajada y acercándose, me acarició la cabeza. Me llevó cogida por los hombros a la clase de los alborotadores, y situándome a su derecha, dio un par de sonoras palmadas para hacer el silencio y me presentó a la audiencia con autoridad. “Ésta es Marina, vuestra nueva compañera, sed buenos con ella, es su primer día en el colegio, así que portaos como quisierais que se portaran con vosotros.”
Don Samuel no tenía mesa propia. Se sentaba en una silla y durante gran parte de la mañana, corregía y corregía los cuadernos que se apilaban sobre un pequeño pupitre, y los iba apilando de nuevo, como podía, en otro lado. Mientras tanto, con la mano izquierda sostenía su cigarrillo, que, poco a poco, se iba consumiendo. Bajo el brazo, sujetaba tenazmente la palmeta de madera. A veces, interrumpía su actividad, movía a un lado y otro la cabeza, mostrando resignación, o daba una palmada al aire para imponer silencio. Cuando la planilla o las cuentas estaban corregidas, ponía una B mayúscula con bolígrafo azul, o quizás una R de regular, pero la M raramente figuraba en sus correcciones. A la hora de salir, la una al mediodía y las 6 por la tarde, se ponía en pie, daba una fuerte palmada al aire, y decía con voz firme y potente: “Recoger”, y todos salíamos corriendo como fieras enjauladas.
Presidía la pared principal de la clase una pizarra, siempre abigarrada de frases inconexas, borrones y cuentas sin solución, raramente limpia, excepto a última hora, cuando don Samuel lo borraba todo, para escribir en primera línea la frase de la plana, o las cuentas que debíamos traer solucionadas al día siguiente. A veces, algún alumno servicial se ofrecía a limpiarle la pizarra, y él lo aceptaba alargándole el cepillo con un “gracias”. Cuando se enfadaba de verdad, cosa que raramente sucedía, don Samuel gritaba: “¡Silencio!", y haciendo un “barrido” sobre nuestras atemorizadas cabezas, ordenaba a algún alumno hiperactivo, (aunque antes no eran conocidas tales anomalías conductuales):
-Tú, ¡pon la mano!, y el chico extendía su mano derecha con timidez, o quizás desafiante, según los casos, y el profesor infligía sobre la palma infantil uno, dos, o incluso más golpes de palmeta, que resonaban en el aire, y servían de escarmiento para los demás, pero por poco tiempo.
Lo que yo adoraba era cantar a coro los límites de España, o la tabla del cinco. En esos momentos, el tiempo se detenía, la tarde extendía un manto de apacible ternura sobre nuestras cabezas infantiles, y la vida adquiría un nuevo sentido, más amable y sereno, uno se encontraba a salvo de cualquier peligro.
La Navidad en el Teide era algo especial. La tristeza no tenía cabida allí. En un barrio donde la mayoría procedíamos de extracción humilde, no faltaban los regalos para el maestro, que si una caja de polvorones, que si una botella de vino... Yo me obcequé en no ser menos que los demás, y mi madre tuvo que transigir, ante mi tozudo empeño en obsequiarle con lo que, a mi juicio, más le agradaría y colmaría sus deseos: un paquete de Celtas Cortos. Al extender mi mano ilusionada con el humilde presente, me miró con fijeza inusitada; de fondo sonaba el villancico “Campana sobre campana”, y entonces advertí que sus ojos se empañaban, y por su mejilla resbalaba una lágrima furtiva.
Qué bonito Manoli. Todos tenemos un buen recuerdo de alguno de nuestros maestros. Felicidades y mucha suerte.
ResponderEliminarBesicos muchos.
Hola, Nani. El cuento no es mío es de María José Triguero Miranda, (pone su nombre al final de la entrada) que escribe de maravilla. Me alegra que te haya gustado 😻
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