Mar Horno |
Siguiendo con los encuentros literarios y con la intención de visibilizar a autoras del distinto panorama actual (no solo del mundo editorial, sino de páginas web de escritura creativa, programas radiofónicos, revistas, redes, foros y demás mundo digital) recibimos esta semana en el blog nada menos que a Mar Horno, que acaba de ganar el IV premio de microrrelatos IASA, uno de los más prestigiosos que se convocan en España sobre el género, con su texto 'Geometría familiar'.
Hola, Mar. Ante todo trasmitirte nuestro agradecimiento por dedicarnos unos minutos de tu tiempo al pasarte por nuestro blog. Háblanos de tu pasión por las letras y de tus inicios en la escritura.
Es un placer estar en este blog, Nosotras, que escribimos. Muchas gracias por vuestra invitación.
Siempre digo que soy más lectora que escritora. No entiendo la vida sin los libros y la lectura. No ha pasado un solo día de mi vida en el que no haya leído. Entiendo la literatura como pura evasión y divertimento, y después, conocimiento.
Mi pasión por escuchar historias se remonta a mi niñez. Mi abuela me contaba muchos cuentos de tradición oral y otras historias que ella se inventaba, incluso poesías. La mayoría de temática religiosa, historias de terror y también de amor. Ella era analfabeta pero contaba unos cuentos maravillosos.
En mi casa no había libros. Yo soy hija de la biblioteca pública. Allí me inicié primero con los cómics, Tintín, Astérix y Obélix, Mortadelo y Filemón, luego las colecciones de Los Cinco, Los Hollister, Los Gemelos. La aventura, el misterio, el terror, siempre han sido mis géneros favoritos.
Mi primer libro me lo compré con mis propios ahorros cuando tenía diez años. Era un libro de Cuentos de los hermanos Grimm. Todavía lo guardo como un tesoro. Y desde estonces no he dejado de comprar libros, mi casa está llena de ellos.
Las lecturas de mi adolescencia son las que más me han influido, supongo que porque cuando somos jóvenes todo lo vives con más pasión y las emociones están por estrenar. El cuento gótico de finales del XIX y principios del XX era una de mis pasiones y lo sigue siendo hoy en día. La literatura fantástica de la mano de Tolkien. La poesía de la Generación del 27. El realismo mágico de Gabriel García Mázquez. La novela policíaca de la mano de Agatha Christies y Conan Doyle.
Sin embargo, aunque durante mi niñez y mi adolescencia había escrito relatos e incluso había ganado algún premio, nunca me había planteado escribir en serio. No sentía esa necesidad. Los escribía un poco para mí misma, como diversión.
Hasta que en 2011 me topé con el microrrelato.
Leí por casualidad un microrrelato en Internet y quedé abducida. No podía creerme que un texto tan corto pudiera decir tanto y de forma tan bella. Fue un vendaval que me llevó por delante.
Me impresionó tanto este género que me planteé escribirlo microrrelato de forma seria. Así que, de la noche a la mañana, con 40 años, dos niñas aún pequeñas y sin apenas tiempo libre, me lancé a esta pasión que aún hoy conservo.
Me matriculé en un curso de escritura creativa con Clara Obligado, me abrí un blog llamado Maremotos con ayuda de un tutorial de Youtube y me lancé a escribir y a presentarme a todos los concurso de microrrelato que se convocaban. Para mi sorpresa, empecé a ganar algunos de ellos casi inmediatamente y la editorial madrileña Talentura me propuso publicar.
Publiqué mi primer libro de microrrelatos en 2012, “Precipicios habitados”, que quedó ese año entre los cinco finalista de los Premios de Narrativa de Alcalá.
En 2022 he publicado el segundo, “Náufragos el Océano Índigo” con la editorial Bululú. He tenido la alegría de que a principios de septiembre ha sido elegido entre los diez libro finalistas en el Premio Setenil al mejor libro de relato publicado en 2022. Estoy muy contenta y orgullosa.
He tenido la suerte de encontrar mi propia voz, un estilo personal, una manera de contar las cosas que me han distinguido quizás de otros microrrelatistas. El surrealismo. Me gusta llevar la realidad hacia lo imposible. Los hechos que me inspiran son las cosas que me rodean pero me gusta contarlas de forma distinta, a través de la ficción y la fantasía. Utilizar el doble sentido de las palabras, jugar con el sentido literal y el figurado y manejar a mi antojo el surrealismo. A mí todo me vale para zarandear al lector, para sacarlo de su zona de confort y de lo cotidiano. Para sorprenderlo.
Me gusta escribir porque me divierte y me hace feliz. Me olvido de todo mientras escribo. Es una terapia, una tabla de salvación en esta vida de locos que llevamos todos. Y me gusta escribir microrrelato porque es un reto. Encontrar una buena historia, contarla en cien o doscientas palabras y darle un buen final, me apasiona.
Yo soy una escritora que dependo de la inspiración. No soy una escritora de mapa sino de brújula. Casi nunca se me ocurre una historia cerrada sino retazos de algo que puede ser bueno. Hasta mí llega una frase hecha, una conversación, una canción o una situación que me inspira el comienzo de un microrrelato, pero luego, la historia es la que me tiene que decir al oído por donde quiere ir. Si la historia se calla, no logro terminar el micro. Tengo muchos microrrelatos en un cajón porque no los llego a terminar.
Yo creo que mi única virtud como escritora es tener una imaginación inusual. Se me ocurren muchas historias que pueden parecer extrañas pero que para mí son normales porque desde que era pequeña he tenido mucha imaginación.
Por ejemplo: subo al dormitorio de mi madre a buscar algo que me ha pedido de su cómoda. Encuentro allí las sábanas de su ajuar, limpias y perfumadas pero nunca estrenadas, y pienso, ¡qué vida más desperdicia la de estas sábanas! Se han pasado la vida en un cajón cuando su misión es arropar cuerpos dormidos o cuerpos que se aman. Pues así, todo.
También busco la inspiración leyendo a los microrrelatistas que me gustan. Leer a los buenos siempre te da ideas. Pero casi siempre es la musa la que me busca y me cuenta un cuento al oído. A veces se queda dormida, pero otras, logra narrar la historia completa. Y entonces, se produce el milagro.
DESARMABLES
Emilia lo desarmó. Fue mirarlo, sonreírle y sus brazos, orejas, piernas, corazón, todo al suelo. A ella no le debió disgustar porque se agachó con elegancia y recogió hacendosa cada miembro. Luego, por la noche, lo armó con paciencia e hicieron el amor con cuidado para no perder ninguna pieza en las desaforadas embestidas. Tenía cierta pericia porque ya le había ocurrido varias veces. Los hombres son tan desarmables, decía. Pero a veces las articulaciones cogen holgura y ya no hay remedio, algunos de ellos se vienen abajo definitivamente. De tanto amar y desamar, de tanto armarse y desarmarse.
CIELOS
Fueron tantos muertos durante la pandemia, tantos, que hubo que organizar los cielos. Los mayores al cielo de los perros, que ya no hay sitio en el de los hombres. Sin duda, allí serán felices los suicidas octogenarios que desafiaron un sinfín de veces a la muerte, los sabios más por viejos que por diablos, los artríticos lentos como tortugas, los curtidos lobos de mar, los valientes de causas perdidas, las madres de antiguos niños muertos, los audaces sin pelos en la lengua o los tardíos deportistas extremos. No recibirán ni un ladrido reprobatorio y solo se les exigirá una conducta medianamente canina, como amarse a mordiscos, redimirse a lametones o revolcarse en el consuelo. Habrá ciertas normas, eso sí. No podrán perseguir gatos. Pero, como decía mi abuela, ningún paraíso es perfecto.
PERDER EL
NORTE
El marido de
Bárbara siempre llevaba una brújula en el bolsillo. La sacaba con frecuencia y
se quedaba tranquilo cuando veía la manecilla señalando el norte. Le gustaba
sentir ese magnetismo invisible que le indicaba la dirección de la cordura. Un
día lavó sus pantalones sin mirar lo que había dentro y la aguja imantada se volvió
loca con las vueltas. Él no pensó que se hubiera estropeado y tampoco se dio
cuenta de que en vez de ir al trabajo, fue a pasear al parque; en vez de ir a
la compra, entró a comer en un restaurante y en vez de volver a casa, se fugó
con su secretaria. Bárbara lloró desconsolada. No tanto por el abandono de su
esposo como por la lavadora. También se había averiado. Ahora, las blusas y
vestidos limpios se desprendían con elegancia de su cuerpo para volar hacia el
sur siguiendo a las bandadas de patos. Incluso, un ganso se enamoró de una de
sus preciosas faldas de flores. No le quedó más remedio que sobreponerse. Tuvo
que acostumbrarse a ir desnuda.
PERCHAS
Sabes que me
encantan y siempre te quejas de que la casa está llena de perchas. Perchas
incongruentes, excéntricas, desconjuntadas, que he ido comprando, incluso
adoptando, a lo largo de mi vida. Como aquella que encontré tirada en un
callejón, olvidada después de años de ofrecer su utilidad callada, su ayuda
desprendida. No tuve más remedio que traérmela a casa. O aquella del rastro que
nadie quería porque estaba astillada y le faltaba un colgador, como si ser
viejo y amputado fuese un pecado. Diríase que las colecciono de forma
enfermiza, aunque tengo que decirte que no, que las necesito. No puedo explicártelo,
pero al abrir la puerta, cuando vengo sofocada de la calle después de un día de
perros, con las manos ocupadas, incluso la boca, necesito verla allí, en el
recibidor, con sus ganchos generosos y ofrecidos sin pudor para que cuelgue
bolsos, impermeable mojado, cansancio, hastío, problemas. Y entrar en casa
desprendida de todo lo que es una carga, un peso… Eso, no tiene precio. Son
para mí perchas oasis. Perchas consuelo. Perchas salvavidas. Todas. Las del
armario del dormitorio, para que no se arruguen mis vestidos, tus camisas,
aquella corbata horrible de la boda e ir con prisa porque llego tarde a la
oficina o a la cena y encontrarlo todo allí, ordenado. La metálica del baño,
donde siempre espera el albornoz suave y solícito para limpiar mis ojos de
espuma y envolver mi cuerpo que tirita. La de detrás de la puerta de la
habitación de invitados, que recibe ansiosa las batas de mis amigos, recién
compradas para el viaje anhelado de reencuentro. El perchero trasnochado del
pasillo que sostuvo fiel el sombrero de mi abuelo, donde lo colgaba todas las
noches junto a su dura vida de fieltro gastado. Las perchitas de colores de la
cocina, alegres de sostener sin esfuerzo a las livianas servilletas,
serviciales siempre a las manos que huelen a nuez moscada, perejil y canciones
tarareadas. Y, sobre todo, la percha que hoy me sirve para decirte, que, desde
hace un tiempo y sin pretenderlo, estoy colgada de otro hombre.
SEMBLANZA LITERARIA
Mar Horno (Torredonjimeno, Jaén, 1970), se licenció en Documentación por la Universidad de Granada y actualmente trabaja como documentalista audiovisual en Canal Sur, la Radio Televisión Pública de Andalucía.
En febrero de 2022 publicó su segundo libro, “Náufragos del Océano Índigo” con la editorial Bululú, que acaba de ser seleccionado como finalista del Premio Setenil al mejor libro de relato publicado en España.
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Muchas gracias por esta invitación al blog. Un auténtico placer. Un abrazo.
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