Chelo Sierra |
Recibimos en el blog a la escritora Chelo Sierra, con la que hablamos de letras y a la que preguntamos, en esta sección de visibilizar a autoras actuales, acerca de sus inicios en la escritura. Chelo nos habla de sus primeras lecturas, y recuerda en nuestro espacio cómo sintió la llamada de las letras, la forma en que aborda su proceso creativo y de lo que la escritura le ha aportado a nivel personal.
Le damos la palabra a la autora, que, como buena cuentista es una gran conversadora:
Creo que soy una escritora atípica: jamás escribí de niña, tampoco en mi juventud, nunca sentí la inquietud de querer inventar y contar historias. Sin embargo, fui redactora creativa en distintas agencias de publicidad durante más de quince años y, por lo tanto, aunque parezca una contradicción, durante una larga etapa de mi vida, me gané la vida escribiendo.
La literatura llegó a mi vida después, cuando dejé Madrid y el mundo de la publicidad, y me trasladé a vivir a un pequeño pueblo de Extremadura. Me instalé en Torremenga y comprobé que tenía mucho tiempo libre y que necesitaba hacer algo más intelectual que plantar tomates y regar los rosales. Me pedía el cuerpo un poco de esfuerzo mental. Empecé escribiendo microrrelatos, luego pasé a escribir relato corto y, ya en 2016, me lancé a escribir mi primera novela, Los collares azules de Bleubeie, que resultó ganadora del premio Princesa Galiana. Lo que tengo claro es que Extremadura me ha dado la tranquilidad y el tiempo que necesito para escribir, quizá si hubiera seguido en Madrid no hubiera podido dar ese paso.
Como lectora, he sido más bien precoz: empecé a leer antes de saber leer. Con cuatro años imitaba a mi padre, que era un gran lector, cogía uno de sus libros, me sentaba en un sillón y hacía que lo leía. Recuerdo que a esa edad mi padre me enseñó versos de La vida es sueño y los recitábamos juntos. A los diez años, le robé El Decameron de Boccaccio que estaba en lo más alto de una estantería y me lo leí entero, a escondidas. Luego, vinieron lecturas más apropiadas para mi edad, como la colección de Los cinco que me tuvo unos años totalmente abducida. Pero el primer libro que realmente me impresionó fue Crimen y Castigo de Dostoieski. Tuve un parón en la lectura que correspondió precisamente con la época de publicista en la que no tenía tiempo de leer libros, con leer documentación sobre los productos que había que anunciar tenía suficiente. Pero retomé la lectura voraz después.
En la actualidad, leo casi siempre a escritores contemporáneos. Sobre todo, a autores y autoras que tienen mucho talento, pero que están todavía —inexplicablemente— fuera del circuito comercial. También me interesan mucho las vanguardias, lo que están escribiendo los más jóvenes.
Fuera de eso, devoro los libros de Coetzee.
Respecto a mi proceso creativo creo que esto de escribir también tiene mucho que ver con el carácter de cada uno y yo soy una mujer poco metódica y bastante impaciente. Puedo estar meses sin escribir ni una palabra y meses en los que escribo todos los días. En los meses productivos, necesito trabajar en mi casa, en mi mesa, con mis cosas alrededor, por la tarde y en silencio, sería incapaz de ponerme a escribir en una cafetería o en un hotel, por ejemplo, tampoco podría hacerlo con música de fondo.
Soy una escritora de las que llaman de brújula en estado puro, al 100%. Los personajes y la acción me van llevando a un lado o a otro, y suele suceder con naturalidad, sin forzar. Quizá no tengo paciencia para ponerme a hacer esquemas y planear capítulos antes de ponerme a escribir. Creo que esta es una forma más intuitiva de escribir y que se disfruta más porque también te sorprendes a ti mismo. Claro que puede ocurrir que los personajes no te lleven a ninguna parte, en ese caso dejo la historia y listo, tengo la suerte de que escribo sin presión. En todo caso, mi experiencia me dice que los personajes siempre te llevan a donde tú querías llegar.
En cuanto a la inspiración, quién sabe de dónde salen las ideas. Los escritores llevamos una antena adosada a la cabeza, siempre en perfecto estado de funcionamiento, para poder captar todo lo que pasa a nuestro lado, puede ser cualquier cosa. Es un fogonazo que puede aparecer al leer una frase en un libro, al escuchar a alguien en la calle o en la radio, al ver a alguien o recordar algo. Al final, la inspiración no es otra cosa que tener una mirada personal, saber mirar desde una perspectiva diferente aquello que pasa a nuestro alrededor.
A mí escribir me ahorra un dinerito en psicólogos porque me sirve de terapia, tiene la capacidad de ponerme de buen humor, de proporcionarme una energía extra. Es un Red Bull a lo bestia. Aunque debería puntualizar algo: todo eso no surge del hecho puntual de escribir, sino del hecho de haber escrito. O sea, que la energía y el buen humor son el resultado del trabajo una vez terminado, de ese momento en el que dices, oye, pues este texto no me ha quedado mal. Eso sí que es un subidón. Mientras escribo no lo paso tan bien porque siempre se tiene un punto de inseguridad, de no saber si lo estás haciendo bien.
Decía Marsé que lo único que no se le puede perdonar a un escritor es que sea aburrido. Yo cuando escribo eso es lo que intento. Voy a decir algo que puede sonar fatal, y es que yo me siento más cercana al mundo del entretenimiento que al de la cultura y que mi objetivo principal es que el lector pase un buen rato. No aspiro a mucho más porque, aunque parezca un objetivo poco ambicioso, creo que conseguirlo es bastante complicado.
EL SÉPTIMO MANDAMIENTO
(cuento incluido en el libro 'La mirada del orangután'
El peligro es el gran remedio
para el aburrimiento.
Graham Greene.
Cuando
se tiene todo el tiempo del mundo y nada que hacer con él, cada minuto es una
condena, pensado así o de cualquier otra forma, eso era lo que me rondaba por
la cabeza hacía muchas semanas, bastantes días o unas pocas horas, no era capaz
de concretar la medida de ese tiempo interminable, de la misma manera que
tampoco puede puntualizarlo las agujas de un reloj parado. Una opinión
diferente a la que había tenido dos años atrás, cuando me acogí al expediente
de regulación de empleo de la empresa de telefonía móvil en la que trabajaba.
Entonces, vi en ese despido encubierto una oportunidad para hacer por fin las
cosas que me gustaban y que me negaban las ocho horas de trabajo, el trayecto
de ida y de vuelta que sumaban otras dos, y el resto del día dedicado a las
tareas de casa, a un marido con el que no podía contar para nada porque
trabajada hasta muy tarde, y a dos hijos ya mayores, pero decididos a no
renunciar a los cuidados de mamá al menos hasta que les surgiera un plan mejor.
Ahora que ya no trabajaba fuera, con dos o tres horas me sobraba para poner una
lavadora, hacer las camas, pasar la aspiradora, bajar a comprar el pan..., a
las once o las doce de la mañana, ya lo tenía todo hecho y podía dedicarme a lo
que me viniera en gana. Los primeros meses, disfruté de la novedad de sentirme
libre, algo que después de veinticinco años de arresto laboral, me pareció una
bendición: si me apetecía leer, leía; si quería ver una serie en la televisión,
la veía; si se me antojaba darme un baño de burbujas de duración ilimitada, me
lo daba. Pude quedar sin prisa con todas las amigas a las que no veía desde
hacía siglos y con algunos familiares de los que ya ni me acordaba, me harté de
leer trilogías de suspense, bestsellers
románticos y obras de ciencia-ficción, navegué hasta la extenuación por miles
de páginas web, me aprendí casi de memoria los diálogos de todas las temporadas
de Juego de tronos y Mad
Men, y hasta en ocasiones cogí el tren de cercanías y me fui sola a
visitar El Escorial, Toledo, La Granja y los jardines de Aranjuez. Comprobé que
en apenas un año se pueden despachar los asuntos pendientes de toda una vida.
Taché, taché y taché hasta que mi lista de deseos se fue vaciando y llegó un
momento en que ya no había nada que me salvara de ese aburrimiento feroz que
empezó a devorarme el ánimo y la paciencia. La situación se agravó el día en
que mi hijo mayor se fue a trabajar a Londres, y poco después, el pequeño
decidió irse a terminar sus estudios a Berlín. La apatía, como si fuera una
droga dura, me enganchó, o quizá fui yo la que la alimenté, hasta que se hizo
grande y fuerte y consiguió que nada me resultara lo suficientemente importante
como para prestarle atención, de modo que pasaba horas de brazos cruzados, sin
moverme apenas; días llenos, absolutamente llenos, de un vacío abismal en los
que ni siquiera me hacía la comida, «para mí sola, qué pereza...», pensaba y, a
veces, me obligaba a decir eso mismo, pero en voz alta —una loca hablando
sola—, porque temía que las cuerdas vocales se me resquebrajaran de no usarlas,
igual que se deshilacha una soga abandonada en un embarcadero.
Ese
día, mi marido se acercó a mí antes de salir de casa por la mañana; yo todavía
estaba en la cama, hacía un rato ya que me había despertado, pero mantenía los
ojos cerrados, bien apretados, con la esperanza de volver a conciliar el sueño
y alargarlo todo lo posible. Solo cuando estaba dormida el tiempo corría en vez
de reptar como hacía habitualmente. Se sentó en el borde de la cama, mirándome,
y me dijo algo con lo que ya contaba porque sucedía todos los días: «llegaré
tarde», pero esta vez añadió una coletilla extra: «hace un día precioso,
prométeme que hoy vas a salir». Cuando balbucí un «te lo prometo» pastoso y
poco fiable, Gonzalo ya estaba abriendo la puerta de la habitación, así que
pensé que no era necesario cumplir una promesa hecha al aire, sin destinatario.
Sin embargo, todavía no sé por qué, la cumplí. Me levanté, me duché —hacía por
lo menos un par de días que no me lavaba ni la cara—, y me coloqué frente al
armario abierto, contemplándolo con la curiosidad y la fijeza con la que se
mira a un desconocido, intentando recordar cómo me vestía antes de que los
pantalones de chándal y las sudaderas con capucha se hubieran convertido en mis
prendas favoritas.
Salí
a la calle con desgana, pero elegante; los zapatos de tacón, a los que antes
estaba tan acostumbrada, empezaron a hacerme daño casi nada más ponérmelos,
pero cuando llevaba un cuarto de hora andando el dolor se hizo insoportable.
Había recorrido ya una distancia considerable, demasiada para desandarla y
volver a casa con esas rozaduras que ya notaba en la zona alta del talón,
necesitaba comprar unas tiritas antes de que se convirtieran en ampollas y ya
no me permitieran dar ni un paso más. Entré cojeando a un supermercado cercano
y busqué la sección de artículos para el cuidado personal. Había poca gente y
los empleados parecían ocupados en tareas de reposición, encontré enseguida las
tiritas, estaban junto a un expositor de pintalabios de una marca blanca; era
un envase de tamaño familiar con treinta apósitos de plástico en su interior,
lo habría comprado aunque hubiera contenido quinientos, de modo que lo cogí del
estante y me dirigí a la línea de cajas. Me sudaban las manos cuando le
entregué el billete de cinco euros a la cajera, el corazón me latía con tal
fuerza —bum-bum, bum-bum, bum-bum— que me daba la impresión de que sonaba en el
hilo musical del establecimiento como si fuera un tema interpretado con un
instrumento de percusión; nunca había tenido un impulso así, tan irracional y
tan disparatado, pero me gustó volver a sentir cómo la sangre corría por mis
venas y la adrenalina me devolvía la energía que creía haber perdido para
siempre. La cajera me hizo varias preguntas, a las que contesté de forma
automática con un sí aunque si hubiera estado menos nerviosa le hubiera
contestado, sin duda, con un no: «¿necesita una bolsa?», «sí», «¿grande?»,
«sí». Por suerte, la señorita no me hizo la pregunta que yo estaba temiendo y
que me había producido ya, con solo imaginarla, un temblor con epicentro en las
piernas: «¿lleva usted una barra de labios escondida en el bolsillo?». No
habría tenido más remedio que contestarle de nuevo que sí.
Salí
del supermercado deprisa, como si no me dolieran los pies, lo cierto es que no
sabía si me dolían o no porque lo único que notaba era la tranquilidad
reparadora que sigue a un momento de intensa excitación, aquello era algo así
como el cigarrillo después de un orgasmo. Metí las manos en el bolsillo de la
chaqueta y me entretuve un rato toqueteando el pintalabios. Un escalofrío de
placer me recorrió el cuerpo y creo que sonreí después de muchos meses sin
hacerlo. Así es como recuerdo mi primer robo.
Después
vinieron muchos más. Sabía que no podía presumir de ello —aunque tampoco me
parecía una maldad imperdonable—, pero aquello actuó en mí como un estímulo, un
motivo para arreglarme, salir de casa y hacer algo que me tuviera entretenida
durante horas. Robar no solo me sacó de un aburrimiento expansivo que se me
había colado ya por todos los poros de la piel y me había transformado en un
ser inanimado como una piedra, un martillo o una sartén, sino que me cambió el
ánimo y me devolvió el humor, así que decidí que debía fomentarlo,
perfeccionarlo, convertirlo, a falta de otras, en mi gran pasión.
Al
principio, recurrí a lo más sencillo: establecimientos pequeños, con escasas o
nulas medidas de seguridad, en los que me paseaba mirando hacia un lado y hacia
el otro, como si fuera una turista extraviada intentando orientarse de nuevo,
hasta que el nerviosismo me aceleraba el pulso y se abrían las compuertas que
permitían la entrada de millones de hormigas a mi estómago produciéndome un
cosquilleo adictivo, una sensación de peligro que pedía a gritos una decisión
valiente. Entonces, me metía cualquier artículo en el bolsillo, normalmente
cosas pequeñas y sin valor, y me quedaba unos minutos más deambulando por la
tienda, con gesto despistado y con la incertidumbre de no saber si había
triunfado o no hasta que traspasaba la puerta del establecimiento y podía
volver a respirar tranquila.
Perdí
el respeto reverencial a robar en los grandes almacenes poco después, en cuanto
comprobé que era suficiente con un mínimo de precaución y una observación
detallada del lugar y de la gente, para poder actuar con razonables garantías
de éxito. Aprendí a distinguir los distintos tipos de alarma, a saber qué
artículos las llevaban y cuáles no, a desactivarlas, y también aprendí a
identificar por su expresión, su actitud o incluso por su postura a los
vigilantes de seguridad camuflados de clientes. Me gustaba reconocerlos, pero
no para alejarme de ellos y buscar un lugar menos vigilado, sino para llevar la
emoción al extremo: me paseaba a su alrededor, dejaba que me observaran
mientras me detenía a mirar la etiqueta de un bolso, un pañuelo o un reloj y cuando
separaban sus ojos de mí —bastaba con que pestañearan—, me lo llevaba. Los
retos que me marcaba cada vez eran más difíciles, y mi ansiedad, esa mezcla de
atracción y desasosiego, cada vez más desenfrenada.
Supe
que ya había pocas cosas que se me resistieran, el día que robé en un museo el
dibujo de unas manos entrelazadas firmado por Chillida. Quizá fue por eso,
porque me empezaron a faltar desafíos, o porque en casa ya no tenía sitio para
esconder tantos objetos y Gonzalo no tardaría en encontrar bufandas, monederos,
pulseras y perfumes hasta en el cajón de los cubiertos, por lo que me prometí
no volver a robar nada material. No me apetecía tener que explicarle lo que me
estaba pasando. Él, tan ocupado siempre, era lento para darse cuenta de las
cosas que me sucedían, se había demorado meses en percatarse de mi
aletargamiento, y estaba tardando mucho también en percibir el estado de
hiperactividad en el que me encontraba ahora, pero de un momento a otro se detendría
a pensar y me preguntaría de dónde sacaba todo aquello y por qué nunca estaba
en casa cuando me llamaba.
Admito
que, faltando a mi promesa de no volver a llevarme nada material, robé un par
de maridos, pero solo fue un experimento fallido que no me hizo sentir nada: me
resultó tan fácil metérmelos en el bolsillo —aunque fuera en sentido figurado—
y tan engorroso tener que cargar con ellos, que enseguida se los devolví a sus
dueñas, los repuse tan rápido que a ellas ni siquiera les dio tiempo a notar su
ausencia. Después, y ya con el propósito firme de respetar el compromiso que
había adquirido conmigo misma, probé a robar pensamientos. Cambié los grandes
almacenes por campus universitarios, bibliotecas, andenes de metro..., por
lugares en los que yo pensaba que podía encontrar gente interesante, personas
con pensamientos creativos, profundos o simplemente divertidos. Elegía un
hombre o una mujer —imprescindible que estuvieran solos, concentrados y a ser
posible con la mirada perdida—, me acercaba hasta quedar a su altura y con un
movimiento rápido, imprevisible para ellos, cogía al vuelo la idea o el concepto
que estuvieran manejando justo en ese momento y les dejaba la mente en blanco
durante unos segundos. Me quedaba mirando cómo se revolvían en su
asiento, miraban hacia atrás, o se paraban de repente, al notar que les faltaba algo. Los
pensamientos se resistían un instante dentro de mi puño cerrado; algunos, los
más obstinados, conseguían escaparse por el hueco diminuto que quedaba entre el
índice y el pulgar y volvían, deformados la mayoría de las veces, a su lugar de
origen. Los demás permanecían encerrados en mi mano hasta que caían rendidos.
Ahora el riesgo no estaba en que sonara alguna alarma, ni en que me pillara un
vigilante de seguridad, sino en que, al atraparlos, los hacía míos. Míos con
todas las consecuencias, y eso podía ser inofensivo, pero también muy
peligroso, todo dependía del carácter y la intención de los pensamientos
robados. Una especie de ruleta rusa a la que me gustaba jugar y que todavía era
capaz de hacerme sentir las emociones fuertes que provoca la incertidumbre, y
eso que la mayoría de las veces los pensamientos de la gente resultaban ser
decepcionantes, como si no hubiera ni una sola bala en el tambor del revólver.
Llevaba
una mañana entretenida, pero poco excitante: «que no se
me olvide inflar las ruedas», «¿el negro o el azul?», «hoy actualizo el sistema
operativo, sin falta», «me duele la cabeza», «lo de los exoesqueletos me ha impresionado», «no sé que voy a
poner de comer», «todavía no me han ingresado el sueldo», «tenía que haber
cogido el chubasquero», «prefiero la sesión de noche». Eso era todo lo que había caído en mis manos hasta ese momento,
un botín insulso pero que, al menos, no me exigía más que tomarme una aspirina,
comprobar la presión de las ruedas del coche y actualizar el Pc con Windows 10,
aunque había oído decir que era un sistema nefasto.
Me
fijé, ya al final de la mañana, en una niña de unos diez u once años, vestida
de uniforme, que estaba sentada en la parada del autobús, tenía los ojos
cerrados como si memorizara algo y, fuera lo que fuese ese algo, parecía
enumerarlo ayudándose con los dedos de la mano. Di por hecho que una niña de su
edad no podía tener un pensamiento capaz de producirme vértigo, pero no me
resistí a la curiosidad de saber por qué estaba tan concentrada. Me acerqué a
ella y se lo quité. El pensamiento, a pesar de su contundencia, se quedó quieto
entre mis manos, sumiso; ni siquiera intentó escaparse: «séptimo: no robarás». Quise deshacerme de él a toda prisa, devolverle enseguida a su
dueña ese pensamiento demoledor que amenazaba con impedirme continuar con lo
mío y repatriarme sin compasión al aletargamiento de antes, pero no me dio
tiempo. La niña había subido ya al autobús y se alejaba con la nariz aplastada
contra el cristal de la ventanilla; agarrado, como si fuera el testigo de una
carrera de relevos, llevaba mi paraguas.
La mirada del orangután |
Chelo Sierra. Nació en Madrid, empezó Magisterio, Filosofía y Derecho. Al cuarto intento, estudió ¡y terminó! Publicidad. Ejerció como creativa durante más de quince años en distintas agencias de la capital, y como gerente de su propio hotel de campo en Extremadura durante nueve. En 2011 comenzó a escribir ficción. Ha tenido la oportunidad de explorar distintos géneros: microrrelato, relato, poesía experimental, novela corta, artículos de opinión…, y ha sido premiada en un buen número de certámenes literarios: Ana María Matute de narrativa, Relatos en cadena, Ciudad de Coria, Princesa Galiana, José Luis Castillo-Puche, Salvador García Aguilar y Ramiro Pinilla, entre otros. Es autora de los libros El síndrome de Peter Pan, Desencuentos, Los collares azules de Bleubaie, De nada, La mirada del orangután —finalista del Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en España en 2017—, El efecto avispa, Bonsáis, Setenta y dos vírgenes y La mala intención. En octubre está prevista la presentación de su nuevo libro, una colección de relatos titulada El desorden del que te quejas. Colabora como articulista con la revista cultural El ciervo.
Setenta y dos vírgenes |
La mala intención |