martes, 19 de septiembre de 2023

Chelo Sierra: Escribir es como un Red Bull a lo bestia

 

Chelo Sierra

Recibimos en el blog a la escritora Chelo Sierra, con la que hablamos de letras y a la que preguntamos, en esta sección de visibilizar a autoras actuales, acerca de sus inicios en la escritura. Chelo nos habla de sus primeras lecturas, y recuerda en nuestro espacio cómo sintió la llamada de las letras,  la forma en que aborda su proceso creativo y de lo que la escritura le ha aportado a nivel personal.

Le damos la palabra a la autora, que, como buena cuentista es una gran conversadora:

Creo que soy una escritora atípica: jamás escribí de niña, tampoco en mi juventud, nunca sentí la inquietud de querer inventar y contar historias. Sin embargo, fui redactora creativa en distintas agencias de publicidad durante más de quince años y, por lo tanto, aunque parezca una contradicción, durante una larga etapa de mi vida, me gané la vida escribiendo.

La literatura llegó a mi vida después, cuando dejé Madrid y el mundo de la publicidad, y me trasladé a vivir a un pequeño pueblo de Extremadura. Me instalé en Torremenga y comprobé que tenía mucho tiempo libre y que necesitaba hacer algo más intelectual que plantar tomates y regar los rosales. Me pedía el cuerpo un poco de esfuerzo mental. Empecé escribiendo microrrelatos, luego pasé a escribir relato corto y, ya en 2016, me lancé a escribir mi primera novela, Los collares azules de Bleubeie, que resultó ganadora del premio Princesa Galiana. Lo que tengo claro es que Extremadura me ha dado la tranquilidad y el tiempo que necesito para escribir, quizá si hubiera seguido en Madrid no hubiera podido dar ese paso.

Como lectora, he sido más bien precoz: empecé a leer antes de saber leer. Con cuatro años imitaba a mi padre, que era un gran lector, cogía uno de sus libros, me sentaba en un sillón y hacía que lo leía. Recuerdo que a esa edad mi padre me enseñó versos de La vida es sueño y los recitábamos juntos. A los diez años, le robé El Decameron de Boccaccio que estaba en lo más alto de una estantería y me lo leí entero, a escondidas. Luego, vinieron lecturas más apropiadas para mi edad, como la colección de Los cinco que me tuvo unos años totalmente abducida. Pero el primer libro que realmente me impresionó fue Crimen y Castigo de Dostoieski. Tuve un parón en la lectura que correspondió precisamente con la época de publicista en la que no tenía tiempo de leer libros, con leer documentación sobre los productos que había que anunciar tenía suficiente. Pero retomé la lectura voraz después.

En la actualidad, leo casi siempre a escritores contemporáneos. Sobre todo, a autores y autoras que tienen mucho talento, pero que están todavía —inexplicablemente— fuera del circuito comercial. También me interesan mucho las vanguardias, lo que están escribiendo los más jóvenes.

Fuera de eso, devoro los libros de Coetzee.

Respecto a mi proceso creativo creo que esto de escribir también tiene mucho que ver con el carácter de cada uno y yo soy una mujer poco metódica y bastante impaciente. Puedo estar meses sin escribir ni una palabra y meses en los que  escribo todos los días. En los meses productivos, necesito trabajar en mi casa, en mi mesa, con mis cosas alrededor, por la  tarde y en silencio, sería incapaz de ponerme a escribir en una cafetería o en un hotel, por ejemplo, tampoco podría hacerlo con música de fondo. 
Soy una escritora de las que llaman de brújula en estado puro, al 100%. Los personajes y la acción me van llevando a un lado o a otro, y suele suceder con naturalidad, sin forzar. Quizá no tengo paciencia para ponerme a hacer esquemas y planear capítulos antes de ponerme a escribir. Creo que esta es una forma más intuitiva de escribir y que se disfruta más porque también te sorprendes a ti mismo. Claro que puede ocurrir que los personajes no te lleven a ninguna parte, en ese caso dejo la historia y listo, tengo la suerte de que escribo sin presión. En todo caso, mi experiencia me dice que los personajes siempre te llevan a donde tú querías llegar.

En cuanto a la inspiración, quién sabe de dónde salen las ideas. Los escritores llevamos una antena adosada a la cabeza, siempre en perfecto estado de funcionamiento, para poder captar todo lo que pasa a nuestro lado, puede ser cualquier cosa. Es un fogonazo que puede aparecer al leer una frase en un libro, al escuchar a alguien en la calle o en la radio, al ver a alguien o recordar algo. Al final, la inspiración no es otra cosa que tener una mirada personal, saber mirar desde una perspectiva diferente aquello que pasa a nuestro alrededor.

A mí escribir me ahorra un dinerito en psicólogos porque me sirve de terapia, tiene la capacidad de ponerme de buen humor, de proporcionarme una energía extra. Es un Red Bull a lo bestia. Aunque debería puntualizar algo: todo eso no surge del hecho puntual de escribir, sino del hecho de haber escrito. O sea, que la energía y el buen humor son el resultado del trabajo una vez terminado, de ese momento en el que dices, oye, pues este texto no me ha quedado mal. Eso sí que es un subidón. Mientras escribo no lo paso tan bien porque siempre se tiene un punto de inseguridad, de no saber si lo estás haciendo bien. 

Decía Marsé que lo único que no se le puede perdonar a un escritor es que sea aburrido. Yo cuando escribo eso es lo que intento. Voy a decir algo que puede sonar fatal, y es que yo me siento más cercana al mundo del entretenimiento que al de la cultura y que mi objetivo principal es que el lector pase un buen rato. No aspiro a mucho más porque, aunque parezca un objetivo poco ambicioso, creo que conseguirlo es bastante complicado.


 EL SÉPTIMO MANDAMIENTO

 (cuento incluido en el libro 'La mirada del orangután'


El peligro es el gran remedio

para el aburrimiento.

Graham Greene.

 

Cuando se tiene todo el tiempo del mundo y nada que hacer con él, cada minuto es una condena, pensado así o de cualquier otra forma, eso era lo que me rondaba por la cabeza hacía muchas semanas, bastantes días o unas pocas horas, no era capaz de concretar la medida de ese tiempo interminable, de la misma manera que tampoco puede puntualizarlo las agujas de un reloj parado. Una opinión diferente a la que había tenido dos años atrás, cuando me acogí al expediente de regulación de empleo de la empresa de telefonía móvil en la que trabajaba. Entonces, vi en ese despido encubierto una oportunidad para hacer por fin las cosas que me gustaban y que me negaban las ocho horas de trabajo, el trayecto de ida y de vuelta que sumaban otras dos, y el resto del día dedicado a las tareas de casa, a un marido con el que no podía contar para nada porque trabajada hasta muy tarde, y a dos hijos ya mayores, pero decididos a no renunciar a los cuidados de mamá al menos hasta que les surgiera un plan mejor. Ahora que ya no trabajaba fuera, con dos o tres horas me sobraba para poner una lavadora, hacer las camas, pasar la aspiradora, bajar a comprar el pan..., a las once o las doce de la mañana, ya lo tenía todo hecho y podía dedicarme a lo que me viniera en gana. Los primeros meses, disfruté de la novedad de sentirme libre, algo que después de veinticinco años de arresto laboral, me pareció una bendición: si me apetecía leer, leía; si quería ver una serie en la televisión, la veía; si se me antojaba darme un baño de burbujas de duración ilimitada, me lo daba. Pude quedar sin prisa con todas las amigas a las que no veía desde hacía siglos y con algunos familiares de los que ya ni me acordaba, me harté de leer trilogías de suspense, bestsellers románticos y obras de ciencia-ficción, navegué hasta la extenuación por miles de páginas web, me aprendí casi de memoria los diálogos de todas las temporadas de Juego de tronos y Mad Men, y hasta en ocasiones cogí el tren de cercanías y me fui sola a visitar El Escorial, Toledo, La Granja y los jardines de Aranjuez. Comprobé que en apenas un año se pueden despachar los asuntos pendientes de toda una vida. Taché, taché y taché hasta que mi lista de deseos se fue vaciando y llegó un momento en que ya no había nada que me salvara de ese aburrimiento feroz que empezó a devorarme el ánimo y la paciencia. La situación se agravó el día en que mi hijo mayor se fue a trabajar a Londres, y poco después, el pequeño decidió irse a terminar sus estudios a Berlín. La apatía, como si fuera una droga dura, me enganchó, o quizá fui yo la que la alimenté, hasta que se hizo grande y fuerte y consiguió que nada me resultara lo suficientemente importante como para prestarle atención, de modo que pasaba horas de brazos cruzados, sin moverme apenas; días llenos, absolutamente llenos, de un vacío abismal en los que ni siquiera me hacía la comida, «para mí sola, qué pereza...», pensaba y, a veces, me obligaba a decir eso mismo, pero en voz alta —una loca hablando sola—, porque temía que las cuerdas vocales se me resquebrajaran de no usarlas, igual que se deshilacha una soga abandonada en un embarcadero.

Ese día, mi marido se acercó a mí antes de salir de casa por la mañana; yo todavía estaba en la cama, hacía un rato ya que me había despertado, pero mantenía los ojos cerrados, bien apretados, con la esperanza de volver a conciliar el sueño y alargarlo todo lo posible. Solo cuando estaba dormida el tiempo corría en vez de reptar como hacía habitualmente. Se sentó en el borde de la cama, mirándome, y me dijo algo con lo que ya contaba porque sucedía todos los días: «llegaré tarde», pero esta vez añadió una coletilla extra: «hace un día precioso, prométeme que hoy vas a salir». Cuando balbucí un «te lo prometo» pastoso y poco fiable, Gonzalo ya estaba abriendo la puerta de la habitación, así que pensé que no era necesario cumplir una promesa hecha al aire, sin destinatario. Sin embargo, todavía no sé por qué, la cumplí. Me levanté, me duché —hacía por lo menos un par de días que no me lavaba ni la cara—, y me coloqué frente al armario abierto, contemplándolo con la curiosidad y la fijeza con la que se mira a un desconocido, intentando recordar cómo me vestía antes de que los pantalones de chándal y las sudaderas con capucha se hubieran convertido en mis prendas favoritas.

Salí a la calle con desgana, pero elegante; los zapatos de tacón, a los que antes estaba tan acostumbrada, empezaron a hacerme daño casi nada más ponérmelos, pero cuando llevaba un cuarto de hora andando el dolor se hizo insoportable. Había recorrido ya una distancia considerable, demasiada para desandarla y volver a casa con esas rozaduras que ya notaba en la zona alta del talón, necesitaba comprar unas tiritas antes de que se convirtieran en ampollas y ya no me permitieran dar ni un paso más. Entré cojeando a un supermercado cercano y busqué la sección de artículos para el cuidado personal. Había poca gente y los empleados parecían ocupados en tareas de reposición, encontré enseguida las tiritas, estaban junto a un expositor de pintalabios de una marca blanca; era un envase de tamaño familiar con treinta apósitos de plástico en su interior, lo habría comprado aunque hubiera contenido quinientos, de modo que lo cogí del estante y me dirigí a la línea de cajas. Me sudaban las manos cuando le entregué el billete de cinco euros a la cajera, el corazón me latía con tal fuerza —bum-bum, bum-bum, bum-bum— que me daba la impresión de que sonaba en el hilo musical del establecimiento como si fuera un tema interpretado con un instrumento de percusión; nunca había tenido un impulso así, tan irracional y tan disparatado, pero me gustó volver a sentir cómo la sangre corría por mis venas y la adrenalina me devolvía la energía que creía haber perdido para siempre. La cajera me hizo varias preguntas, a las que contesté de forma automática con un sí aunque si hubiera estado menos nerviosa le hubiera contestado, sin duda, con un no: «¿necesita una bolsa?», «sí», «¿grande?», «sí». Por suerte, la señorita no me hizo la pregunta que yo estaba temiendo y que me había producido ya, con solo imaginarla, un temblor con epicentro en las piernas: «¿lleva usted una barra de labios escondida en el bolsillo?». No habría tenido más remedio que contestarle de nuevo que sí.

Salí del supermercado deprisa, como si no me dolieran los pies, lo cierto es que no sabía si me dolían o no porque lo único que notaba era la tranquilidad reparadora que sigue a un momento de intensa excitación, aquello era algo así como el cigarrillo después de un orgasmo. Metí las manos en el bolsillo de la chaqueta y me entretuve un rato toqueteando el pintalabios. Un escalofrío de placer me recorrió el cuerpo y creo que sonreí después de muchos meses sin hacerlo. Así es como recuerdo mi primer robo.

Después vinieron muchos más. Sabía que no podía presumir de ello —aunque tampoco me parecía una maldad imperdonable—, pero aquello actuó en mí como un estímulo, un motivo para arreglarme, salir de casa y hacer algo que me tuviera entretenida durante horas. Robar no solo me sacó de un aburrimiento expansivo que se me había colado ya por todos los poros de la piel y me había transformado en un ser inanimado como una piedra, un martillo o una sartén, sino que me cambió el ánimo y me devolvió el humor, así que decidí que debía fomentarlo, perfeccionarlo, convertirlo, a falta de otras, en mi gran pasión.

Al principio, recurrí a lo más sencillo: establecimientos pequeños, con escasas o nulas medidas de seguridad, en los que me paseaba mirando hacia un lado y hacia el otro, como si fuera una turista extraviada intentando orientarse de nuevo, hasta que el nerviosismo me aceleraba el pulso y se abrían las compuertas que permitían la entrada de millones de hormigas a mi estómago produciéndome un cosquilleo adictivo, una sensación de peligro que pedía a gritos una decisión valiente. Entonces, me metía cualquier artículo en el bolsillo, normalmente cosas pequeñas y sin valor, y me quedaba unos minutos más deambulando por la tienda, con gesto despistado y con la incertidumbre de no saber si había triunfado o no hasta que traspasaba la puerta del establecimiento y podía volver a respirar tranquila.

Perdí el respeto reverencial a robar en los grandes almacenes poco después, en cuanto comprobé que era suficiente con un mínimo de precaución y una observación detallada del lugar y de la gente, para poder actuar con razonables garantías de éxito. Aprendí a distinguir los distintos tipos de alarma, a saber qué artículos las llevaban y cuáles no, a desactivarlas, y también aprendí a identificar por su expresión, su actitud o incluso por su postura a los vigilantes de seguridad camuflados de clientes. Me gustaba reconocerlos, pero no para alejarme de ellos y buscar un lugar menos vigilado, sino para llevar la emoción al extremo: me paseaba a su alrededor, dejaba que me observaran mientras me detenía a mirar la etiqueta de un bolso, un pañuelo o un reloj y cuando separaban sus ojos de mí —bastaba con que pestañearan—, me lo llevaba. Los retos que me marcaba cada vez eran más difíciles, y mi ansiedad, esa mezcla de atracción y desasosiego, cada vez más desenfrenada.

Supe que ya había pocas cosas que se me resistieran, el día que robé en un museo el dibujo de unas manos entrelazadas firmado por Chillida. Quizá fue por eso, porque me empezaron a faltar desafíos, o porque en casa ya no tenía sitio para esconder tantos objetos y Gonzalo no tardaría en encontrar bufandas, monederos, pulseras y perfumes hasta en el cajón de los cubiertos, por lo que me prometí no volver a robar nada material. No me apetecía tener que explicarle lo que me estaba pasando. Él, tan ocupado siempre, era lento para darse cuenta de las cosas que me sucedían, se había demorado meses en percatarse de mi aletargamiento, y estaba tardando mucho también en percibir el estado de hiperactividad en el que me encontraba ahora, pero de un momento a otro se detendría a pensar y me preguntaría de dónde sacaba todo aquello y por qué nunca estaba en casa cuando me llamaba.

Admito que, faltando a mi promesa de no volver a llevarme nada material, robé un par de maridos, pero solo fue un experimento fallido que no me hizo sentir nada: me resultó tan fácil metérmelos en el bolsillo —aunque fuera en sentido figurado— y tan engorroso tener que cargar con ellos, que enseguida se los devolví a sus dueñas, los repuse tan rápido que a ellas ni siquiera les dio tiempo a notar su ausencia. Después, y ya con el propósito firme de respetar el compromiso que había adquirido conmigo misma, probé a robar pensamientos. Cambié los grandes almacenes por campus universitarios, bibliotecas, andenes de metro..., por lugares en los que yo pensaba que podía encontrar gente interesante, personas con pensamientos creativos, profundos o simplemente divertidos. Elegía un hombre o una mujer —imprescindible que estuvieran solos, concentrados y a ser posible con la mirada perdida—, me acercaba hasta quedar a su altura y con un movimiento rápido, imprevisible para ellos, cogía al vuelo la idea o el concepto que estuvieran manejando justo en ese momento y les dejaba la mente en blanco durante unos segundos. Me quedaba mirando cómo se revolvían en su asiento, miraban hacia atrás, o se paraban de repente, al notar que les faltaba algo. Los pensamientos se resistían un instante dentro de mi puño cerrado; algunos, los más obstinados, conseguían escaparse por el hueco diminuto que quedaba entre el índice y el pulgar y volvían, deformados la mayoría de las veces, a su lugar de origen. Los demás permanecían encerrados en mi mano hasta que caían rendidos. Ahora el riesgo no estaba en que sonara alguna alarma, ni en que me pillara un vigilante de seguridad, sino en que, al atraparlos, los hacía míos. Míos con todas las consecuencias, y eso podía ser inofensivo, pero también muy peligroso, todo dependía del carácter y la intención de los pensamientos robados. Una especie de ruleta rusa a la que me gustaba jugar y que todavía era capaz de hacerme sentir las emociones fuertes que provoca la incertidumbre, y eso que la mayoría de las veces los pensamientos de la gente resultaban ser decepcionantes, como si no hubiera ni una sola bala en el tambor del revólver.

Llevaba una mañana entretenida, pero poco excitante: «que no se me olvide inflar las ruedas», «¿el negro o el azul?», «hoy actualizo el sistema operativo, sin falta», «me duele la cabeza», «lo de los exoesqueletos me ha impresionado», «no sé que voy a poner de comer», «todavía no me han ingresado el sueldo», «tenía que haber cogido el chubasquero», «prefiero la sesión de noche». Eso era todo lo que había caído en mis manos hasta ese momento, un botín insulso pero que, al menos, no me exigía más que tomarme una aspirina, comprobar la presión de las ruedas del coche y actualizar el Pc con Windows 10, aunque había oído decir que era un sistema nefasto.

Me fijé, ya al final de la mañana, en una niña de unos diez u once años, vestida de uniforme, que estaba sentada en la parada del autobús, tenía los ojos cerrados como si memorizara algo y, fuera lo que fuese ese algo, parecía enumerarlo ayudándose con los dedos de la mano. Di por hecho que una niña de su edad no podía tener un pensamiento capaz de producirme vértigo, pero no me resistí a la curiosidad de saber por qué estaba tan concentrada. Me acerqué a ella y se lo quité. El pensamiento, a pesar de su contundencia, se quedó quieto entre mis manos, sumiso; ni siquiera intentó escaparse: «séptimo: no robarás». Quise deshacerme de él a toda prisa, devolverle enseguida a su dueña ese pensamiento demoledor que amenazaba con impedirme continuar con lo mío y repatriarme sin compasión al aletargamiento de antes, pero no me dio tiempo. La niña había subido ya al autobús y se alejaba con la nariz aplastada contra el cristal de la ventanilla; agarrado, como si fuera el testigo de una carrera de relevos, llevaba mi paraguas.

       


La mirada del orangután





Chelo Sierra. Nació en Madrid, empezó Magisterio, Filosofía y Derecho. Al cuarto intento, estudió ¡y terminó! Publicidad. Ejerció como creativa durante más de quince años en distintas agencias de la capital, y como gerente de su propio hotel de campo en Extremadura durante nueve. En 2011 comenzó a escribir ficción. Ha tenido la oportunidad de explorar distintos géneros: microrrelato, relato, poesía experimental, novela corta, artículos de opinión…, y ha sido premiada en un buen número de certámenes literarios: Ana María Matute de narrativa, Relatos en cadena, Ciudad de Coria, Princesa Galiana, José Luis Castillo-Puche, Salvador García Aguilar y Ramiro Pinilla, entre otros. Es autora de los libros El síndrome de Peter Pan, Desencuentos, Los collares azules de Bleubaie, De nada, La mirada del orangután —finalista del Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en España en 2017—, El efecto avispa, Bonsáis, Setenta y dos vírgenes y La mala intención. En octubre está prevista la presentación de su nuevo libro, una colección de relatos titulada El desorden del que te quejas. Colabora como articulista con la revista cultural El ciervo.

Setenta y dos vírgenes


La mala intención