Coincidimos en la
estación. Se parecía a mí. Resultaba extraño, encontrarse con una desconocida
que se me hacía tan familiar. Al mirarla me parecía retroceder en el tiempo
hasta llegar al momento de mis diecinueve años. Se movía y gesticulaba como yo,
tanto que juzgué que estaba teniendo una alucinación, una especie de flash back
en visual. Cuando llegó el tren y subió, decidí seguirla. Presentía adónde iba
y no me equivoqué. Estaba haciendo el recorrido que hice yo en su momento y a
su edad. Me senté varios asientos más atrás para poder observarla. Era
imposible. Como decía Heráclito: una no puede bañarse dos veces en el mismo río
en el mismo instante. Una de las dos tenía que ser irreal, pero… ¿Cómo saberlo?
Al llegar a su destino se levantó y yo me dispuse a hacer lo mismo, pero
entonces algo extraño sucedió. Mis piernas comenzaron a desvanecerse, al tiempo
que ella se convertía ante mis ojos en una mujer distinta, una mujer ejecutiva,
segura con su maletín y su traje de oficina, que de ningún modo era yo. Quise
llamarla, decirle que volviese conmigo, que teníamos varias historias por
escribir, pero la duda a lo que pudiese responderme acabo de sacarme de mi
ensueño, y otra vez me hallé delante del teclado: sola, preguntándome, como tantas
veces, que habría sido de mi vida si en aquel tiempo un giro en mi destino no
me hubiese llevado en otra dirección.
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lunes, 7 de mayo de 2018
La otra
Manuela Vicente Fernández ©
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