"Madre, he dicho que no". Colgué y conduje
nerviosa, molesta, preguntándome a quién conocería hoy, a pesar de mi
insistencia en que suspendiera esa invitación a Armando, Arturo, o como se
llamase. Al entrar al pueblo, un imbécil se cruzó en la rotonda y no pude
evitar la colisión. El golpe fue monumental, aunque afortunadamente no grave.
Entonces apareció él con su aplomo y seguridad, el agente que me calmó, se
preocupó por mi estado general y se encargó de restituir la normalidad.
Llegué a casa todavía confundida, la cabeza me iba a
estallar. Mamá, asustada, me envolvió en una nube de besos y abrazos. Le conté
someramente el accidente. "Vaya, qué pena, invité a cenar a…, pero si
estás cansada podemos quedar otro día…"
"Mamá, te lo advertí: ¡Nada de citas!".
Demasiado tarde. Lo divisamos desde el jardín, un
chico alto llevando un cursi ramo de flores descendía a buen paso por la
ladera. Me temí lo peor: "¡Tierra trágame!" Corrí a ducharme
recreándome a placer, perdiendo tiempo, haciendo aguardar al susodicho,
implorando que, aburrido, se largarse.
Bajé lentamente al salón, escuchando una voz varonil
que me resultaba seductoramente familiar, diría que hasta inspiraba confianza.
"Margot, mira quien ha venido, ¿Recuerdas a Alberto?
Fuisteis juntos al instituto". Ya lo creo. Aquel chico pálido,
larguirucho, reservado, tímido, ahora era un joven fuerte, seguro, varonil y de
agradable presencia. Esta vez mi madre acertó.
"¡Vaya, creo que nos hemos visto hace poco!
¿Seguro que estás bien?", -"Seguro", reí contenta y aliviada al
ver al atractivo y providencial agente que me amparó en la rotonda.
© María José Triguero Miranda 2018.
Foto de Internet.