lunes, 2 de noviembre de 2020

Laly del Blanco: 'Empecé a escribir por casualidad'

 


Laly del Blanco


La autora que nos visita en el blog esta semana Laly del Blanco Tejerina es una autora cuya trayectoria literaria se ha visto premiada y reconocida ampliamente en importantes certámenes literarios. Adicta a la lectura desde muy niña comenzó a escribir, según sus palabras, por casualidad, pero yo creo que más bien fue la causalidad la que acabó llevándola de regreso al camino de las letras, las suyas propias. 

Hemos pedido a Laly, que nos hable un poquito de ella y de su relación con los libros y la escritura:

Soy leonesa. Nacida en una familia inmensa y un pueblo diminuto llamado Las Muñecas, en el Valle del Tuéjar, más conocido como el Valle del Hambre. Por su difícil orografía, siempre fue una zona pobre en la que comer suponía una lucha a brazo partido tierra-hombre, que fue quedando vacía a medida que cerraban las escuelas y más tarde las minas. Ese fue el motivo de que me creciera la infancia en un internado, donde lo más parecido a un juguete, era un libro. Nunca fui consciente de ser una lectora compulsiva, lo mismo servían las novelas del oeste de mi padre que El Promotor, cuatro hojas mal cosidas que formaban un cuadernucho de contenido religioso, que llegaba al pueblo periódicamente. Todas estas cosas fueron dejando poso y el día que la lectora degeneró en escritora, la despoblación, la minería, los paisajes rurales y la sacrificada vida de la gente de campo, han sido la mayor fuente de inspiración de mis relatos, casi todos costumbristas.

 Empecé a escribir por casualidad, en la peor época de mi vida, cuando mi hermana gemela nos apuntó a un taller de escritura, allá por el 2015. Fue amor a primera vista. Para mi sorpresa, mis textos llegaban a la gente y empecé a cosechar alegrías que, sin darme cuenta, fueron suavizando la tristeza que ocupaba mi vida desde la muerte de mi pareja. No sé en qué momento me fui metiendo en grupos literarios, actos literarios, certámenes literarios…hasta que las letras se adueñaron por completo de mi vida. Tan sólo llevaba un año escribiendo cuando, por aquello de que la ignorancia es muy atrevida, participé en el Certamen Dulce Chacón sin saber la importancia de dicho Certamen y ¡cosas que pasan! obtuve el primer premio. Esto, como dicen que ocurre cuando haces bingo la primera vez que vas al casino, me hizo adicta a los certámenes y he hecho bingo tantas veces que, lejos de dejar mi adicción, ha ido en aumento. Puede sonar a utópico pero aparte de esa íntima satisfacción que te da el haber gustado a un jurado, mi verdadera alegría es haber conocido a personas como Inma Chacón, Carmen Posadas, Rosa Montero… ídolos literarios que ves tan lejanos y un día te encuentras recibiendo un premio de sus manos. Es una experiencia inexplicable que justifica cada letra que has escrito. 

No he publicado en solitario porque la pereza me puede y, quizá, porque las numerosas Antologías en las que estoy publicada, me son suficiente. Cuarenta y dos libros que ocupan una balda, en espera de otros cinco postergados por una pandemia, que son motivo de orgullo para mi hija, pero para mí, son simplemente historias de ida y vuelta, nacidas entre mis manos, reconocidas por un jurado y devueltas a mí, perpetuadas en un libro. Con eso, de momento, me sobra y me basta.

Premios:

-Primer Premio XXVII Certamen Literario “Mujerarte” (2019)

-Primer Premio IV Certamen Internacional Benito Menni (2018)

-Primer Premio. III Concurso Literario Comarca Cuencas Mineras. Teruel (2018)

-Primer Premio XI Certamen Literario DULCE CHACÓN (2017)

-Premio Especia-l Accésit I Certamen Nuestras Tradiciones Ciudad de Astorga 

-Finalista Certamen Internacional MADWOMENFEST (2018)

-Finalista XVII Certamen Literario Miguel Artigas (2018)

-Segundo Premio II Certamen sobre la minería del carbón. CIM Barruelo (2017)

-Segundo Premio V Concurso de Microrrelatos “Leonardo Barriada” Soto (2016)

-Segundo Premio VIII Certamen Literario Pablo de Olavide (2019)

-Tercer Premio I Certamen Historias de pueblos y sus gentes (2017) …

(Este listado recoge los premios más relevantes, además de ellos también han sido seleccionados muchos relatos tanto en premios como  antologías) 



MANDILES BLANCOS 

(Un cuento de Laly del Blanco)

1

Los veranos llegan trepando, valle   y los otoños vienen deslizándose, ladera abajo. Lo sé porque yo les acompañé en su recorrido durante toda mi infancia. También supe que los ricos viven arriba, con el verano y los pobres, abajo, con la nieve acostada entre las casas y el viento aullando entre los chopos de los huertos.

Yo vivía con mis abuelos en el pueblo del fondo del valle. Cuando el abuelo afilaba la guadaña, mi abuela ponía sombrero de paja sobre la pañoleta y el campo olía a trigo seco, yo sabía que pronto vendría mamá a buscarme y juntas subiríamos la ladera agarradas de la mano, hasta la casa grande. Apenas pasábamos el repecho, ya asomaba el majestuoso caserón, ocupando medio cielo. Desde allí se dominaba el mundo. Pronto veíamos a Munda en la puerta, dándome la bienvenida con los brazos al viento, como las aspas del molino. Cuando llegábamos a su altura, me apretaba contra ella, murmurándome al oído, como si fuera secreto el cariño que me tenía:

−Ya llegó el verano a casa.

Munda era una mujer serena y bonachona. Yo creo que aquel vestido parduzco y el eterno mandil de cuadros le daban un aspecto que no hacía justicia a su buen carácter.

Siempre seria y callada, ejercía de ama y alma de la casa. Parecía estar a lo suyo en sus continuos ires y venires, pero allí no ocurría nada de lo que ella no se enterase y su simple silencio, era la aprobación de lo que cada uno estuviera haciendo.

Su reino era la cocina, donde cada cosa ocupaba su lugar exacto. Era conocida por sus guisos y fue requerida por más de una familia de abolengo, pero los secretos culinarios de Munda no tenían precio y la lealtad entre ella y el amo era inquebrantable y recíproca. Sofía, en cambio, era un torbellino, tan trabajadora como desorganizada. Era una joven llegada del otro lado de la loma. La llamaban Sofía la Bracera porque parecía tener mil brazos, capaz de segar con un hermano pequeño a la espalda y otro en el regazo. Así se lo dijo el padre al amo, cuando la trajo.

−No tendrá usted queja, que a trabajadora no la gana nadie. Buena falta que me hace... pero necesito un jornal más y una boca menos en casa.

Después entendimos lo de la boca, porque Sofía comía en proporción a lo que trabaja. Ella se encargaba de las labores más duras de la casa y lo mismo acarreaba leña que agua desde la alberca, lavaba, fregaba suelos y cacharros y en sus horas libres, desbrozaba la huerta de atrás

 

2

porque decía necesitar un azadón entre las manos, para relajarse. Y para disgusto del amo, lo hacía mejor que los dos jornaleros encargados de esas faenas.

Cuando llegó a la casa, Munda la entregó un mandil y una cofia blancos, que era lo que se daba a todas las aspirantes a servir en la casa grande. Pero Sofía era una joven desaliñada y tosca. La cofia pocas veces estaba en su lugar, colgaba por un lado u otro de la cara y sus rizos se pegaban a la sudorosa frente, dándole un aspecto grotesco. Su mandil, apenas duraba unos minutos blanco por lo que Munda decidió que su atuendo sería un vestido oscuro y que debía enroscar la rebeldía de su hosco pelo en un moño bien apretado. Nunca entendí bien la función de mi madre en aquella casa. Mamá era como un cisne de cuello largo con vestido color menta y mandil y cofia blancos, ribeteados con un fino encaje. De debajo de la cofia le salía una cascada de rizos hasta media espalda y al moverse, dejaba una estela del perfume de rosas que la propia Munda le había enseñado a preparar en casa. Ella se encargaba de poner la mesa del amo, servirle la comida y pocas funciones más, aunque ella tampoco paraba. Me gustaba observarla cada mañana mientras colocaba la taza de loza, la jarrita de leche, el cuenco de miel, el zumo de naranja recién hecho y todo un surtido de dulces,todo ello hecho por Munda, sobre la mesa del amo, cubierta con un inmaculado mantel de hilo blanco. Remataba la mesa colocando en el centro un jarrón de cristal con un ramillete de flores de temporada, que antes habíamos recogido en el jardín de la casa.

Yo la observaba desde la puerta porque ella no me permitía entrar en el salón del amo. Viéndola al trasluz, sirviendo aquella mesa junto al ventanal, me parecía un cuadro de esos de damas en que la acuarela se diluye por el lienzo y los colores son cada vez más claros.

El amo, mientras tanto, hundido en su inmenso sillón granate, en la otra esquina de la estancia, leía la prensa y un puñado de cartas. Yo sólo llegaba a ver sus manos sosteniendo el periódico y las piernas cruzadas sobre las que apoyaba las manos. Cuando mamá, en un tono apenas audible, comunicaba que el desayuno estaba listo, él se dirigía a la mesa al tiempo que ella se deslizaba fuera de la sala. Porque mamá no caminaba, avanzaba por el aire, como las damas de los cuadros. Tampoco entendí nunca su actitud sumisa con el amo, siendo tan respetada como era en la casa. Munda la trataba como a una hija y agradecía que mamá colaborara con la plancha y los tendales o con pequeñas labores, demasiado finas para que la tosca Sofía las hiciera a su gusto. Sólo Sofía, que presumía de tener una vida sin mácula, a veces hablaba con desdén a mi madre y se mofaba de su carga. Yo no entendía lo que era la mácula ni la carga y me enfadaba ver que mamá, cabizbaja, no la respondiera como merecía.

 

3

Munda, en estos casos, callaba y escuchaba, sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Sólo intervino una vez y se puso a hablar, como distraída, de hombres que rechazaban a mujeres demasiados charlatanas, demasiado atrevidas o demasiado feas. Tampoco comprendí lo que significaban aquellas historias, pero Sofía nunca volvió a meterse con mamá. Me gustaba la vida en aquella casa, la calma de Munda y sus dulces y el enorme jardín cuajado de flores, pero sobre todo me gustaba pasar los veranos junto a mi madre. A veces, me asustaba la sombra del amo por la casa. Él fingía no verme, pero más de una vez nuestras miradas se cruzaron y vi en sus ojos entrecerrados que sabía lo que yo estaba pensando. Entonces, sonreía y se iba como si fuera él quien estaba molestando en su propia casa.

Me gustaban los paseos por el campo con mamá y Munda, recogiendo plantas que después secaban colgadas en ramilletes, inundando el cobertizo de olor a campo. En la cocina de Munda había todo tipo de remedios para todo tipo de males, colocados en botes primorosamente ordenados en un estante. Todos menos uno. El bote de pasiflora desentonaba entre los otros, puesto en lo más alto, solitario, fuera de mi alcance. Munda nos contó que esa planta era peligrosa si no se usaba con cuidado. Que una vez, el caballo del amo la comió pastando y durmió durante días. Tantos días, que lo dieron por muerto y lo tiraron a un pozo. Cuando el caballo despertó, regresó cojeando a casa, pero el amo mandó matarlo porque no quería un caballo cojo. Por eso, siempre me intrigó aquel bote tan alto que nosotras llamábamos el que duerme a los caballos.

A pesar de la apacible vida en la casa del amo, yo sabía que mamá no era feliz, aunque nunca se quejó de nada y parecía conformarse con su suerte. No comprendía qué hacía sirviendo a nadie, si ella podría casarse con quien quisiera y tener su propia casa. Era la mujer más guapa que yo había visto nunca. Era callada y tenía la serenidad del blanco, pero nunca se reía con ganas, salvo cuando estábamos las dos solas. Parecía que estuviera vacía, ajena a lo que la rodeaba, como si su cuerpo viviera con nosotros, pero su mente estuviera en otra parte.

De pequeña, nunca me extrañó vivir con los abuelos en el pueblo de abajo, porque tenía que ir a la escuela, me dijeron, demasiado lejana de la casa grande. Y también me inculcaron lo agradecida que debía estarle al amo, dejándome pasar temporadas con mi madre. Solo la vi perder los nervios una vez en mi vida, el año que cumplí doce años.

Aquel año, el verano se perdió tras los montes, enganchado en la cometa que se me escapó de las manos. En ese mismo instante y ante la fuga precipitada del verano, el otoño y yo, corrimos ladera abajo, cumpliendo los ciclos de la vida, aunque fuera con adelanto.

 

4

Parece que al otoño no le gustó que le pusieran a trabajar antes de tiempo y llegó enfadado, golpeando puertas y ventanas y entrando en los bronquios de mi abuela, sin pedir permiso.

Aquel invierno también fue implacable. Se anunció aullando en las callejas y con una gran nevada. Mamá tuvo que instalarse en el pueblo una temporada porque la salud de mi abuela empeoraba cada día. Fue la única vez que la vi en casa de sus padres. El amo vino a visitarnos un par de veces, trayendo remedios que Munda nos enviaba. Pero ni el jengibre ni el saúco ni el malvavisco, servían ya para los males de la abuela. Era viernes cuando murió, aunque no sé si eso importa. La oscuridad dormía sobre el tejado cuando su vida se escapó cielo arriba, entre los jirones de humo de la lumbre. Aquella noche el sueño no visitó nuestra casa. Mamá la pasó sentada junto al fuego, bien pegada a las brasas, sumida en el silencio. Revolvía el rescoldo por hacer algo, mientras siseaba oraciones mezcladas con suspiros, que se mezclaban en el aire con el crepitar de los troncos. Otras veces, enroscada como un ovillo sobre mí misma en el pequeño taburete, abrazada a sus propias piernas y con la barbilla apoyada en las rodillas, se sumergía en silenciosos trances con las lágrimas prendidas en las llamas que lamían la vieja caldereta, hasta que otro suspiro anunciaba que seguía despierta.

El abuelo la miraba de reojo, pero en ningún momento vi a mamá devolverle la mirada.

Mi madre tan sólo tenía veinticinco años, pero en aquel momento me pareció mi abuela reencarnada. Tenía su misma tristeza en la cara y me asustó verla sin su serenidad de siempre, con un nerviosismo desconocido para mí.

−Candelas, vete a la cama que tengo que hablar con tu abuelo.

Su voz sonó como si tuviera telarañas en la garganta. El abuelo dio un respingo y yo, de un salto quedé en medio de la cocina, imitando a mi abuela sin darme cuenta, retorciendo el bajo de mi vestido como hacia ella cuando se traga una pena, que retorcía el mandil con una mano y con la otra se santiguaba ante el Sagrado Corazón que, impasible, observaba la escena desde la repisa de la cocina.

Desde la cama sentí sus gritos y los sollozos de mi madre. No oía bien lo que decían, pero sí supe que hablaban de mí y de la casa grande y de culpas y del amo y de la abuela, de cuerpo presente en la alcoba del fondo del pasillo.

−No se quedará aquí contigo –gritaba mamá, furiosa−. Que no se te olvide que es mi hija.

Después, sus palabras se ahogaban entre llantos y se perdían bajo la atronadora voz del abuelo y aunque no entendía sus palabras embarulladas, oía repetir mi nombre y la frase con la que él terminaba siempre las conversaciones, justo antes de que la abuela agachara la cabeza:

−... porque yo lo mando−.

 

5

Aquello duró hasta el alba, cuando el abuelo dio un portazo que hizo retumbar los cimientos de la casa y se fue a dar aviso al pueblo de la muerte de la abuela. Mamá apareció en mi cuarto, me hizo vestir como una centella y cubriéndome cabeza y todo con un grueso manto, me ordenó que subiera a la casa grande, avisara a Munda de la muerte de la abuela y me quedara allí, pasara lo que pasara.

Fue la única vez que subí aquella ladera de madrugada y sola, sin que me acompañara el verano. La furia y el pánico me empujaban cuesta arriba en una lucha titánica con el temporal de viento que me quemaba la cara y se empeñaba en cortarme el paso. Ya llegaba a la casa grande cuando al fondo del valle, las campanas tocaron a muerto por mi abuela y mi llanto sonaba tan fuerte como ellas. Cuando, entre hipos y sollozos, conté lo ocurrido, las caras del amo y de Munda también me asustaron, como si mi relato fuera más atroz de lo que yo imaginaba. Fue la primera vez que el amo se dirigió a mí y me miró de frente, que yo recuerde, diciéndome las mismas palabras que mi madre.

−Tú no te muevas de aquí, pase lo que pase. Y tú, ocúpate de ella –Ordenó a Sofía con una voz que yo también desconocía en él−. Enciende la chimenea del salón, que estará más caliente.

Después, se pusieron en camino, ladera abajo mientras Sofía obedecía sus órdenes.

Estaba claro que aquella muerte era mucho más importante de lo que yo conseguía comprender.

Para mi asombro, Sofía fue amable conmigo en aquel eterno día que pasamos solas en la casa grande. Me consoló durante horas, sentadas frente a la chimenea del salón al que yo jamás entraba en presencia del amo. Me preparó una infusión caliente, echando mano de las hierbas de Munda y me acompañó con su charla, hilvanando historias y chismes de unos y de otros hasta que su lengua se calentó lo suficiente y no perdió la oportunidad de descubrirme, por fin, lo que era la mácula y la carga de mi madre.

Mientras la muerte de mi abuela avanzaba hacia el Camposanto, la vida de mi madre avanzaba ante mí, de forma despiadada.

“...Mi madre tenía mi edad cuando subió la ladera de la mano del abuelo, porque él soñaba converla trabajar con un mandil blanco y no con el lomo doblado en los campos.

–Aquí le traigo a la niña, ya tiene doce años y está lista para asistir en la casa.

Y allí la dejó, con una cascada de rizos sobre la espalda y un vestido blanco, traspasado por la mirada lasciva del amo. Porque mamá, como el almendro del fondo de la huerta, floreció antes que ninguna niña, aquel invierno brotaron flores en su cuerpo y abril la encontró lista para dar sus frutos. Pero al año siguiente, la primavera y mi madre regresaron juntas a casa del abuelo, las dos preñadas de esperanzas que nacerían cuando el verano se escondiera tras los montes y el silencio volviera a los campos.

 

6

Tres veces se escapó a casa de su padre y otras tantas fue devuelta por éste a la casa grande, porque al abuelo le cegó la codicia y decidió que yo había venido al mundo con un pan bajo el brazo. Él puso las condiciones del pacto de silencio que hizo con el amo, en un intento absurdo de ocultar un secreto a voces, que conocía todo el pueblo. Mamá permanecería en la casa grande. ¿A qué otro sitio podría ir una niña deshonrada? Yo viviría con él en el pueblo, a cambio de una buena manutención y podría pasar el verano con mamá, en la casa grande.

Mi abuelo era el verdadero amo, el que dirigía la vida de todos a cambio de unas monedas, que también era a él a quien el amo debía entregar religiosamente el jornal de mi madre, porque a ella en la casa no habría de faltarle nada, argumentaba.

El amo llevaba años purgando su pecado, viendo a mamá ante él sin poder hablarla siquiera, que esa condición fue ella quien la puso, amenazando con quitarse la vida si no se cumplía, ya que no tenía donde ir. Ni siquiera Munda pudo convencerla del arrepentimiento del amo y su deseo de convertirla en la señora de la casa, porque él la amaba más que a su propia vida.

Pero mamá nunca cedió. Un mandil blanco y una cofia fue el escudo que se puso para marcar territorio y guardar distancia entre ellos, en aquella casa donde llevaba prisionera trece años.

Con su postura, se ganó un respeto que ella ignoraba, por parte de todo el pueblo.

Y yo... yo era la mácula y la carga de mamá y por mí servía en aquella...”

Ya no oí el final de la historia en la que Sofía se recreaba repitiendo detalles que ya no me interesaban. Sentí que, como mamá, no vivía en mi propio cuerpo ni sabía quién era, mientras me dirigí a la cocina. Allí, dejé la taza de la infusión que olvidé tomar, tan fría ya como mi alma y me envolví de nuevo en el mantón de la abuela, con el que mamá me cubrió hacía unas horas, aquella remota madrugada en que subí la ladera siendo niña.

Desobedecí a mi madre y al amo, salí de la casa y corrí cuesta abajo, ahora empujada por el viento que, tan furioso como yo, arrancaba de mí, hasta el más mínimo resto de infancia. Cuando mamá y el abuelo regresaron del sepelio, yo ya tenía la cena sobre la mesa. La mirada de ella fue de asombro por encontrarme allí y de reproche por mi desobediencia. Después, quiso retirar sus ojos, pero los míos tiraban con más fuerza que los suyos, gritando que ya no era la niña que se fue por la mañana. Tras aquella guerra de miradas, cenamos los tres sin mirarnos ni mediar palabra. Sólo el abuelo me felicitó por el sabroso estofado, al retirarse. Aquel intento de amabilidad no obtuvo respuesta por mi parte.

Cuando me levanté al día siguiente, mamá trajinaba en la cocina, con su serenidad de siempre en la cara. La casa tenía un silencio extraño y se sentía el frio de la ausencia de la abuela.

‒Vete a avisar a los vecinos. El abuelo no despierta−. Me dijo mamá con absoluta calma.

Cuando regresamos, permanecía como estatua de piedra, junto a la cama del abuelo.

 

7

 

‒Pero si no tiene color de muerto‒ Decían unos, santiguándose.

‒ Y además no está frío‒ Decía otro, sin entender nadie lo que estaba ocurriendo.

Las horas pasaron, el cansancio de la gente era evidente ante una situación tan extraña.

‒Creo que deberíamos hacer el velatorio abajo, como se hizo con mi madre.

La voz de mamá sonó tan ronca como autoritaria y tan segura, que todos agradecieron que alguien no tuviera dudas y diese al abuelo por muerto. Al día siguiente, una comitiva de figuras enlutadas salió de la iglesia y, como un reguero de hormigas, avanzó lentamente con el cuerpo del abuelo en una caja que se balanceaba sobre las cabezas de los que la portaban, hasta perderse en la curva que llevaba al cementerio. Mamá y yo encabezábamos el séquito, acompañadas por Munda y el amo. Después, regresamos a casa las dos solas.

Nunca hablamos de aquello entre nosotras. Por no decir, ni comentamos que el abuelo no estaba muerto cuando lo enterraron y jamás me preguntó cómo llegó a nuestra casa el bote de pasiflora, la que duerme a los caballos.

Laly del Blanco Tejerina

Cuento que obtuvo el Primer Premio en el XXVII Certamen Literario Mujerarte 2019


Laly junto a la escritora Inma Chacón


2 comentarios:

  1. Encantada de conocer algo más de Laly. Me encantan sus escritos y los disfruto, como lo he hecho con este cuento que es de los que disfrutaba de niña y hacía mucho que no encontraba. Muchas felicidades Laly por todos esos éxitos y a ti Manoli, las gracias por haberla traido.
    Besicos muchos para ambas.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias, Nani. Los cuentos de Laly son extraordinarios y tienen la capacidad de transportarnos a los lugares que narran. Me alegro de que te haya gustado. Muchas gracias a ti, por leer y comentar. Un abrazo.

    ResponderEliminar