miércoles, 14 de octubre de 2020

Elisa de Armas: Escribir es encontrar lo que no sabes que estás buscando


Elisa de Armas

 Recibimos en el blog a una escritora muy especial en el campo de la minificción, asidua participante en webs sobre el género, tallerista y cuentista excepcional. Estamos hablando de Elisa de Armas, que generosamente nos ha hecho partícipes de su andadura en el campo de las letras.

Elisa, bienvenida a este espacio literario. Háblanos un poco de tus inicios como escritora de ficción.

Yo no gané el concurso de Coca Cola, ni siquiera seleccionaron mi redacción para ir a la final, y esa es una espina que todavía tengo clavada. Quizás por esa desilusión, y salvo algunos escritos y poemas de juventud que nunca me decidí a tirar, fui una escritora muy tardía. Sí fui, en cambio, y gracias sobre todo a mi madre, una lectora precoz y voraz. Desde que me convertí en profesora de Lengua y Literatura estuve interesada por fomentar en mis alumnos el placer de leer y el de escribir, de forma que un día me inscribí en un taller de escritura creativa que impartía Javier Mije en la Biblioteca Pública Infanta Elena de Sevilla con la idea —al menos eso fue lo que me dije a mí misma— de aprender recursos para llevarlos a clase. Javier nos introdujo en el mundo del microrrelato y yo quedé fascinada. Allí experimenté por primera vez esa sensación maravillosa que a veces sentimos los que inventamos historias, la de no comprender de dónde demonios hemos sacado aquello que acabamos de plasmar en el papel. Tras terminar aquel curso fui encontrando en Internet portales que organizaban concursos de micros y me hice asidua participante de algunos de ellos. El más importante para mí fue la Marina de Ficticia, que no es solo un concurso, sino un auténtico taller virtual. Puedo decir que con sus talleristas aprendí casi todo lo que sé de minificción, término que allí se prefiere, y que estoy muy orgullosa de haber sido participante, tallerista (aún lo sigo siendo) y coordinadora durante el año 2018. Despúes vinieron otras webs y otros concursos, como Esta noche te cuento y las divertidísimas Microjustas literarias, pero mi corazón siempre será ficticiano.

                Tengo una relación conflictiva con la escritura, no me resulta fácil encontrar temas de inspiración y eso me frustra bastante; sin embargo, no hay mayor placer para  mí que encontrar una idea, paladearla, darle vueltas en la cabeza e incluso retrasar el momento de ponerme manos a la obra para disfrutar del embarazo antes de que el parto se produzca. Intento ayudar a las musas con los retos que proponen los concursos y sigo frecuentando cursos y  talleres literarios donde, además de adquirir nuevas técnicas, me veo obligada a trabajar y a cumplir plazos.

                Desde el primer momento en que me puse a escribir, vanidosa que es una, sentí la necesidad de dar a conocer mis textos. En aquel momento, hace unos diez años, los blogs estaban en un momento de esplendor y no tardé en crear uno. Fue una época gloriosa en la que los microrrelatistas leíamos nuestras respectivas bitácoras, las comentábamos, programamos nuestros primeros encuentros e incluso  aparecimos en un libro de la editorial Talentura (De antología, 2013) con el nombre de «generación blogger». Después llegaron las redes sociales y los blogs fueron desapareciendo. Yo, aunque agonizante, aún mantengo el mío, Pativanesca. Mis micros y relatos han aparecido en diferentes antologías y tengo un precioso librito digital, No olvides la serpiente (Quarks Ediciones Digitales, 2020). Tras varios intentos fallidos no pierdo la ilusión de encontrar algún día una editorial que publique mis micros en papel.

                Además de microrrelatos he escrito cuentos infantiles y relatos breves y no tan breves. Como esta faceta mía es menos conocida, comparto un relato que me gusta mucho y que fue finalista en el concurso Érase una vez tu historia, organizado por la Caixa y RNE.



 Psicofonías

Un mes después de la muerte de Iván, mi abuela Patro comenzó a hablarme del hombre de los teléfonos«Hay algo que no te deja de rondar. Mira que yo sé de eso, Pauli, es mejor que aclares las cosas.» ¿Aclarar las cosas? Ya era tarde. Si no fuera por la falta de sueño, creo que hasta me hubiera reído. Una noche tras otra me despertaba viendo a Iván caer del andamio, su cuerpo aplastado en la acera como un balón pinchado para siempre. Por mucho que sus colegas dijeran que había habido un fallo en el mecanismo, a mí no se me quitaba de la cabeza que no había cerrado el arnés aposta, por la bronca que tuvimos el día anterior. Alguien le había ido con el cuento de que yo había quedado con Javi y me llamó hecho una fiera. Como estaba un poco harta de tener que darle explicaciones, le colgué el teléfono tres veces. Después me mandó un mensaje amenazándome con cortar y yo, sin pensarlo, solo le dije «¡vale!», imaginando que al día siguiente me llamaría de nuevo y yo le haría comprender que Javi había venido a traerme unos apuntes y a resolverme unas dudas de Matemáticas y que, aunque era jueves, el día que mi madre trabaja hasta las ocho, la abuela Patro había estado allí toda la tarde sin quitarnos ojo. No es que piense que quería matarse por mí, él estaba completamente seguro de que jamás se caería, pero lo de no abrocharse el arnés fue por darme en la cabeza. Desde que entró a trabajar en la obra, yo siempre le hacía prometerme que guardaría todas las normas de seguridad y le contaba cómo el tío Antonio se había quedado cojo por no respetarlas. Ahora Iván, por mi culpa, por no haberle explicado las cosas como fueron, no estaba cojo, sino muerto y enterrado.

            −¿Cómo se va a hablar con los muertos en un puesto y por un teléfono que ni siquiera tiene cable? −le dije desdeñosa a mi abuela, a quien siempre había tenido por una mujer práctica y espabilada. Su respuesta me sorprendió, no tenía ni idea de que supiese nada de espiritismo:

            −Lo importante tal vez no sea el teléfono, Pauli, sino la persona que tiene el poder de establecer el contacto. Hay médiums que usan una bola de cristal o una güija, él usa los aparatos antiguos que vende. Manoli, la del segundo, ha solucionado sus problemas con el hijo que se mató en la moto y yo también tenía unas cosillas que arreglar con abuelo Anselmo. Tú tienes algo que decirle a Iván, anda, ve y quédate tranquila.

            Por más objeciones que le iba poniendo, la abuela encontraba la forma de rebatirlas y, entre unas cosas y otras, seguía sorprendiéndome.

            −Que no, Pauli, que no es un timo −aseguraba cuando yo le decía que el hombre de los teléfonos sería ventrílocuo−. Es la voz del abuelo.  Además, me llama siempre Nena, como hacía él cuando estábamos solos y me dice otras cosas −y entonces se sonrojaba de una forma que la hacía parecer una chiquilla− que nadie puede saber.

            A mí empezaron a intrigarme esas cosas que le decía el abuelo a la abuela y de pronto me di cuenta de no siempre habían sido como yo los recordaba, sentados uno junto a otro en el brasero, paseando del brazo o mirándose cómplices cuando alguno de sus hijos quería meterse demasiado en sus vidas. El caso es que empecé a envidiarlos y a pensar que tras aquella ternura apacible habría habido en otros tiempos un amor −con besos, pasión, celos, peleas y reconciliaciones− que no se había extinguido ni después de la muerte. Cuantas más vueltas daba a aquellas misteriosas palabras del abuelo, más me intrigaba saber cuáles serían las que me permitirían reconocer a Iván, saber que era él, y no un impostor, quien estaba al otro lado, porque lo cierto es que él hablaba poco y siempre me llamaba Pauli, como todo el mundo. Cuando al fin me decidí a ir a ver al hombre de los teléfonos ya no sé si pesaba más en mí aquella curiosidad o el deseo de explicarme y pedirle perdón.

            A la hora del recreo, aprovechando un despiste de la conserje, me escapé del instituto. En cinco minutos me planté en el mercadillo de la calle Feria con los veinte euros que me había dado la abuela aquella mañana en el bolsillo. Reconocí el puesto en seguida. Tras una tabla sostenida por dos caballetes y atiborrada de teléfonos antiguos de distintos modelos y colores, un hombre de la edad de mi padre hablaba por el móvil. Me sorprendió su aspecto: unos vaqueros, una camiseta, el pelo descuidado y la cara mal afeitada lo hacían absolutamente indistinguible de los demás vendedores, nada hacía suponer que tuviese algún tipo de poderes. También me sorprendió que no hubiese una cola aguardando turno para conectarse con el más allá, solo una señora bastante mayor, con aspecto de chiflada, conversaba bajito, agarrando muy fuerte el auricular negro de un aparato polvoriento; pero yo ya estaba decidida.

            −Me han dicho que aquí se puede hablar con los muertos.

            El hombre miró, a derecha e izquierda, como temiendo llamar la atención.

            −Son veinte euros −dijo en un susurro ronco. Cuando se los di me preguntó el nombre del difunto, la edad y el lugar de la muerte, se quedó un momento contemplando su mercancía, eligió un teléfono rojo y, apartándose para que no pudiera ver el número, introdujo siete veces su dedo de uñas sucias en el marcador de disco,  que repiqueteó siete veces mientras volvía su posición inicial.  Después se alejó más. Lo vi hablar entre dientes, gesticular y manotear un rato, hasta que vino hacia mí con gesto de pesadumbre.

            −Es la primera vez que me pasa, pero Iván no quiere ponerse.

            Debió darle pena mi cara de decepción, porque me preguntó:        

            −¿Quieres que te diga lo que me ha dicho?

            Asentí con los ojos y el hombre pronunció, con tono de rabia: «Dile a esa puta que si no me va a dejar tranquilo ni muerto.»

            Entonces supe que había hablado con Iván, porque eso era exactamente lo que Iván habría dicho. Sentí un alivio en el pecho y la seguridad de que aquella noche iba a dormir a pierna suelta, pero, al mismo tiempo, un dolor muy grande que se me derramaba por las mejillas y empapaba la camiseta. El hombre me miró con una mezcla de lástima y simpatía.

            −No puedo cobrarte −me dijo− no has hablado con él.

Sacó los veinte euros arrugados del bolsillo, me los puso en la mano y se despidió:

            −Anda, vete. ¡Y saluda a tu abuela de mi parte!


                                                                      Elisa de Armas


Blog de la autora:

Pativanesca

 

 

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