martes, 19 de diciembre de 2017

NIEVE


—Hemos llegado —dice papá, aún sentado frente al volante.

Mamá abre la puerta. ¡Qué frío! Me despierto de golpe. Mario, mi hermano, ha dejado su sillita. Vuelve a estar libre. «Se acabó la paz», pienso.

Bajo del coche. Me estiro tanto como puedo, para desentumecer mis patas.  Y aspiro un aire desconocido. Mis sentidos se ponen alerta.

Me detengo un segundo para comprobar que, efectivamente sigo suelta; no me han atado, y de la emoción me alejo de ellos, para sentir esa libertad que me han concedido. Frente a mí, una espesa alfombra blanca cubre el suelo. Me detengo de golpe.  La miro con recelo. Nunca antes había visto algo así. La olfateo, pero… sigo sin comprender qué es. Mama, papá y Mario llegan a mi altura, y… la pisan. Observo como sus patas se hunden en ella. «Se los está comiendo», pienso aterrada. Mi cola se oculta entre mis piernas, como si tuviese vida propia. Quiero ir junto a ellos, me están llamando, pero tengo miedo… Dudo. Pero me lanzo, me pueden las ganas de ir con mi familia. Y siento como mis almohadillas, al tomar contacto con esa extraña sustancia blanca, empiezan a arder.  Es una sensación intensa, pero… no desagradable; me gusta. Dejo que mi pata se hunda en ella, y un agradable temblor atraviesa mi cuerpo. Me siento viva. Hago lo mismo con las otras tres patas, y al ver que no me ocurre nada, corro hacia mi familia.

—Es nieve, Luna —me dice mamá.

Alzo la mirada hacia ella mostrándole mi lengua. Estoy feliz. De nuevo bajo la cabeza para echar otro vistazo a esa sustancia y, sin pensármelo dos veces, me la llevo a la boca. ¡Me encanta la nieve!




(Imagen libre de derechos de autor  extraída de internet)

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