viernes, 11 de mayo de 2018

LA FUGA



El último silbido del tren anunció su inminente salida. Exhaustos pero pletóricos, aguardábamos casi sin aliento a que la máquina arrancase y partiésemos hacia nuestro nuevo destino. Nos apoyamos jadeantes sobre una compuerta, sujetando el preciado maletín e interrumpiendo el paso de los viajeros. Un desvanecimiento me asaltó de pronto: "Tengo sed: mi garganta está seca. Tengo hambre: me rugen las tripas". Como si adivinase mi pensamiento, o quizás experimentando la misma sensación, ella exclamó:
-¡Compremos bocadillos!
- Es tarde, comeremos en el vagón restaurante.
-¡Estás loco! Los camareros podrían dar la voz de alarma. ¿Quieres que nos descubran después de habernos arriesgado
tanto? no debemos llamar la atención. Comamos algo en el compartimento.
-Vale. Espérame aquí, -dije como un idiota. "¿Dónde narices iba a ir?", pensé echando a correr hacia la cantina, desandando el camino recorrido con la lengua fuera. La visión de nuestro próximo futuro, disfrutando de toda aquella pasta, me infundió los arrestos necesarios para el penúltimo gran esfuerzo.
-¡Rápido, dos bocadillos y dos latas de Coca-Cola! Quédese el cambio. -Ordené al camarero, con un hilo de voz.
Alcancé apenas el tren en mi última proeza, justo cuando arrancaba. Ella me lanzó una miraba cínica desde la plataforma, sonriendo la muy pérfida, mostrándome el maletín bien agarrado con ambas manos. ¡Qué tonto fui! Demasiado tarde comprendí mi candidez: enseguida me atraparon los perros y un agente de policía detrás. Esa sinvergüenza me engañó bien, pero la encontraré y me las pagará. Lo juro, como me llamo Inocencio Pardillo.


María José Triguero Miranda
Imágenes de Internet

 


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