El fin de la guerra trajo la desgracia a Gretel. El día que se firmó el armisticio, llegó un mensajero portando la noticia de la muerte de su hijo en el campo de batalla; su nuera falleció semanas después al dar a luz a Rupert; años de pertinaz sequía agostaron las tierras que su esposo le dejó al morir y hubo de vender lo poco que le quedaba para saciar el hambre voraz de acreedores sin escrúpulos.
Estrenó, pues, ancianidad pidiendo limosna. Ella, que había sido siempre orgullosa, apelaba a la compasión de sus vecinos para que a su nieto no le faltase un mendrugo de pan. Por las noches, algún alma caritativa les daba cobijo: Un pajar era para ellos tan fabuloso como el palacio de un príncipe.
Pero un edicto del rey prohibiendo la mendicidad les arrebató la pizca de dicha que aún les quedaba y hubieron de abandonar la aldea pues nadie se atrevía a socorrerlos y despertar la ira del monarca.
Una noche que cargaban su desesperanza tras recorrer muchos caminos, avistaron una luz a lo lejos. Gretel se dejó arrastrar por Rupert y quedó deslumbrada con la algarabía de un campamento de zíngaros que celebraban su fiesta. El niño perdió el habla al ver la danza alrededor de la lumbre. Insumisa a toda autoridad, una gitana les tendió una vela y los invitó a unirse a sus cánticos.
Nunca más se supo de ellos pero, desde entonces, cada dos de febrero se iluminan unas estrellas gemelas en el firmamento que alumbran el camino de los que no tienen hogar.
Ana Madrigal Muñoz
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