domingo, 26 de febrero de 2017

Todos los lugares son Venecia





Morning in Venice (Richard S. Jonhson)
Era muy joven. Muy joven y muy bella para estar allí, decían. Como si juventud y belleza fuesen incompatibles con su estado. La persona que la acompañó, al ponernos en antecedentes sobre los motivos del ingreso, nos dijo lo que teníamos que hacer: “Hace tiempo que descubrimos que era más efectivo que las pastillas, por favor, pruébenlo siempre antes”.

Durante un tiempo convivió entre las demás internas sin problemas; siempre envuelta en un halo de misterio, y ensimismada en sus propios pensamientos, respondía educadamente a cualquier pregunta, y daba los buenos días a todo aquel con el que se encontraba. Con el inicio del otoño comenzaron las crisis hasta que, aquel sábado lluvioso de noviembre, tuvo una demasiado fuerte. No bastaron los baños relajantes, ni el aumento de la medicación; ya íbamos a tomar medidas mayores cuando recordé lo que nos había dicho su acompañante. Detuve a la enfermera, y fui a buscar sin demora el telón de fondo que permanecía enrollado en la taquilla de su habitación. Era un desplegable de una estampa de Venecia. Entre dos auxiliares y yo, la llevamos a la terraza y la sentamos al lado de la baranda, colocando detrás el escenario de la ciudad de los canales. Al instante la serenidad regresó a su rostro.

Releí el historial, centrándome en aquella parte turbia de su pasado, que hablaba de su conmoción al regresar de la romántica región italiana y encontrar la masacre a su alrededor. Ahora miraba con calma las aguas tranquilas. Había regresado al tiempo anterior. Al tiempo en el que todos los instantes y todos los lugares eran Venecia.

                                                                                                    
                                                                                                        ©Manoli VF
                                                                                           

jueves, 23 de febrero de 2017

El fin de nuestra infancia











   De los momentos felices de mi infancia, recuerdo con especial cariño el verano que pasamos en San Sebastián quizás porque fueron las últimas vacaciones que estuvimos todos juntos antes de que papá nos dejara para formar otra familia. Yo tenía entonces doce años, mi hermana Clotilde once y empezábamos a tejer sueños sobre un futuro que aún se nos presentaba lejano. Debido a la delicada salud de nuestra madre, nos dejaban campar a nuestras anchas. Gustábanos pasear por la playa e inventar historias de la gente que se cruzaba en nuestro camino.

  Llamaba nuestra atención dos jóvenes francesas que nos parecían seres angelicales venidos de un país maravilloso. Llegaban cada tarde precedidas de la brisa marina, ataviadas con elegantes trajes que causaban nuestra admiración. Aún me parece verlas: vestidas de blanco resplandeciente, con aquellas sombrillas de seda y encaje, el velo de las pamelas jugando con el viento.

  Clotilde y yo imaginábamos que estábamos ante nosotras mismas con unos años más. Íbamos a ser como ellas: bellas, elegantes, dichosas e indiferentes a la expectación que despertaban a su paso. Las seguíamos por el malecón encandiladas por sus sofisticados ademanes. Ya en casa, entrábamos a escondidas en el dormitorio grande y jugábamos a ser ellas ante el espejo de la coqueta. ¡Qué ingenuas éramos! Creíamos que mamá no se enteraba cuando le cogíamos sus tacones y collares.

  Cincuenta años después, aún recuerdo con cariño aquel verano. Luego, nada volvió a ser lo mismo. Se acabaron para nosotros las vacaciones estivales. Papá nos dejó llevándose consigo nuestra infancia. Ya no regresamos a San Sebastián ni vimos más a las jóvenes francesas ni nunca fuimos como ellas: bellas, elegantes, dichosas e indiferentes a la expectación que despertaban a su paso.


Imagen 5: Paseo a la orilla del mar. Joaquín Sorolla

© Ana Madrigal Muñoz
Todos los derechos reservados












miércoles, 22 de febrero de 2017

Resiliencia

Relato 1 de 2.
IMÁGENES 4 (OTRA MARGARITA) Y 5 (PASEO A LA ORILLA DEL MAR)
PINTOR: JOAQUÍN SOROLLA
RELATO: RESILIENCIA
AUTORA: ORGAV
Él la  abofeteó por última vez. Ella se golpeó contra la pared y la inercia hizo que, por un momento, su cuerpo le cayese encima, para después acabar en el suelo. Solo bastó aquel instante para que el peso lo hiciera retroceder. Él era un hombre corpulento que media dos metros. Estaba borracho y su embriaguez no le dejó  percatarse  de la barandilla que estaba tras de sí; su cuerpo se precipitó sobre el hierro y cayó en las escaleras. Murió en el acto.
La policía no quiso creer esta versión.  Ella fue enjuiciada como asesina pese a ser inocente; el único delito que había cometido era  el haber  aguantado cada una de sus palizas…
En el periódico salió retratada; La viuda negra,  se leía en letras grandes. Se podía ver a una mujer vestida de negro, cabizbaja, sin fuerzas, aceptando  la última  penitencia que el destino le imponía...
Tras cumplir su condena, se mudó  a la costa; desde entonces vive en un faro. Cuando llegó a aquel lugar, se prometió ser una mujer diferente, ser feliz. Dejó que el mar y la brisa se llevasen cualquier resto de lo que un día  fue. El único recuerdo que ha querido conservar de todo aquello,  duerme escondido en el fondo de un baúl: aquel viejo recorte de periódico que le dieron cuando salió de la cárcel. 
Todas las mañanas,  se pone uno de sus mejores vestidos, su pamela y sale a pasear por la playa como una dama más;  disfrutando así de su merecida libertad...

© Orgav  (Verónica Orozco García)
Relato registrado.
Todos los derechos reservados.

En manos del destino

Relato 2 de 2.
IMÁGENES 4 (OTRA MARGARITA) Y 5 (PASEO A LA ORILLA DEL MAR)
PINTOR: JOAQUÍN SOROLLA
RELATO: En manos del destino.
AUTORA: ORGAV 
¡No voy a llorar más! Repito en mi cabeza una y otra vez mientras  salgo, sigilosa,  de aquella inmunda casa.  Los días de encierro  y desesperación han terminado.
Ahora, en una modesta habitación de hotel, tengo conmigo todo lo que necesito: unas viejas prendas, dos cuadros y mi libertad. Estos cuadros son muy importantes para mí, sus imagenes son muy simbólicas, me ayudan  a seguir;  una de ellas me recuerda  el infierno en el que he estado atrapada  estos últimos cinco años,  la otra me permite  tener presente  por lo que debo luchar…
He escapado de las garras de un ser zafio, un ser con un corazón enjuto... Yo no era otra cosa en su vida  más que una adquisición  valiosa  de la que badajear  con sus amigos; después me tenía encerrada en aquella habitación.  El cuadro de la mujer vestida de negro es  una metáfora de mi vida a su lado; siempre sometida... castigada... pendiente de condena…
Quiero volver a encontrarme conmigo misma, coger las riendas de mi vida, ser libre… feliz.  El cuadro de las mujeres vestidas de blanco me recuerda quien soy y  quien fui antes de que él apareciese en mi vida. Me trasmite la fuerza que necesito para volver a empezar.  
No tengo miedo a lo que esté por venir porque sé que él recibirá su castigo.  Tarde o temprano  encontrará, en la bodega, la botella de whysky que dejé preparada… 

© Orgav  (Verónica Orozco García)
Relato registrado.
Todos los derechos reservados.

martes, 21 de febrero de 2017

REMORDIMIENTO


¡Otra Margarita! Joaquin Sorolla

No me extraña nada que llueva de esta manera. Recuerdo que la semana pasada hizo un día de mucho calor; inusual para esta época del año y, claro, ahora esta tromba de agua repentina. Ese día, hasta la capa y el tricornio me molestaban. No sabes, qué ganas tenía de volver a casa contigo, pero se nos complicó la mañana por aquel asunto.
Al principio lo negó todo cuando, a simple vista, era evidente lo que había sucedido; sólo había que ver cómo estaba el marido. Dos horas estuvimos interrogándola, hasta que aceptó su suerte. Cuando salimos del cuartel el compañero me dijo que había algo raro en todo aquello y, ahora que lo pienso, no sé... tal vez la presionamos, pero es que hacía mucho calor, cariño, y yo tenía unas ganas tremendas de llegar a casa para poder quitarme el uniforme.
La verdad, no me sorprende nada esta tormenta, que parece que se nos vaya a caer el cielo encima. Solo espero que deje de llover algún día.

lunes, 20 de febrero de 2017

MUJERES, PRINCIPIO Y FIN.

Imagen 5 : Paseo a orillas del mar (Joaquín Sorolla)
Imagen 4 : ¡Otra Margarita!  (Joaquín Sorolla)



Recuerdas como éramos, presumidas, orgullosas… Nuestros dieciocho años, aquella fiesta improvisada por nuestros padres, todos vestidos de blanco. El viento, las olas, el olor a salitre mezclado con aromas de azahar y nuestra insultante juventud.

Eras tan bella que me sentí un poco envidiosa, tú, acaparando todas las miradas, con ese andar insinuante, cubriendo coqueta tu rostro a base de pamelas y sombrillas. Fuimos tan felices esos días, jugando por las playas, paseando, incluso durmiendo los atardeceres, nuestras cabezas tocándose, los brazos entrelazados, manchándonos de arena las enaguas.



Y ahora, aquí me tienes, envejecida, triste y desgastada. Los años se llevaron la ilusión y te fuiste convirtiendo en un guijarro en el zapato; a veces molesto, otras inexistente, al final insoportable. Cada uno de tus desprecios, cada traición, iban formando nuevos surcos en mi rostro.

Siento lo que hice. Nunca te pedí perdón y ahora es demasiado tarde. Tú ya no estas, yo erré gravemente en mi camino. Espero una condena, quizá sea capital. Atemorizada y sola, no veo piedad en los que me juzgan. Pero ya no siento nada. Solo tu presencia. Si sigo viviendo, nunca dejarás de habitar mis sueños. Si no, volaré junto a ti.



              

Manoli Asenjo


Sola hasta hoy



Cuadro: "¡Otra Margarita!" de Joaquín Sorolla



Sola en el mundo. Ante los hombres y ante Dios. Siempre sola.

Sola cuando intentó que no sucediese. Sola cuando sucedió. Cuando descubrió que el pecado, pese a todo, había enraizado en su interior y pretendía dar fruto. Sola, los nueve meses de gestación.

Había luchado para que esa vida no germinase, para no traer al mismo infierno en el que ella estaba, a una víctima más o, en el peor de los casos, a otro miserable criminal. Pero no hubo forma. Todos los brebajes que tomó, todos los remedios que intentó aplicar, fracasaron en su intención, y la vida siguió, como las malas hierbas, siempre adelante.

No era más que una mujer sola. ¿Dónde estaban los guardianes del orden cuando los necesitó? Cuando su voluntad fue forzada, cuando lo perdió todo… Nadie le tendió una mano. Luchaba por  sobrevivir trabajando de sol a sol, sin más recompensa que un mendrugo de pan y un plato de caldo desgrasado. Hay actos ilícitos que se parecen a una obra de caridad. ¿Para qué dejarle crecer entre el frío y el hambre? En un mundo sin medicinas, sin ropa, sin calor, esperando a que las fiebres y la miseria se lo llevasen. Cuando lo tuvo entre sus brazos, su mente dijo no.

Hoy, por fin, va acompañada. La conducen, como a un vulgar reo a su condena que, para ella, es lo más parecido que conoce a la libertad.

                                                                                                       ©Manoli VF

sábado, 18 de febrero de 2017

La fiesta de las candelas







   El fin de la guerra trajo la desgracia a Gretel. El día que se firmó el armisticio, llegó un mensajero portando la noticia de la muerte de su hijo en el campo de batalla; su nuera falleció semanas después al dar a luz a Rupert; años de pertinaz sequía agostaron las tierras que su esposo le dejó al morir y hubo de vender lo poco que le quedaba para saciar el hambre voraz de acreedores sin escrúpulos.

  Estrenó, pues, ancianidad pidiendo limosna. Ella, que había sido siempre orgullosa, apelaba a la compasión de sus vecinos para que a su nieto no le faltase un mendrugo de pan. Por las noches, algún alma caritativa les daba cobijo: Un pajar era para ellos tan fabuloso como el palacio de un príncipe.

  Pero un edicto del rey prohibiendo la mendicidad les arrebató la pizca de dicha que aún les quedaba y hubieron de abandonar la aldea pues nadie se atrevía a socorrerlos y despertar la ira del monarca.

  Una noche que cargaban su desesperanza tras recorrer muchos caminos, avistaron una luz a lo lejos. Gretel se dejó arrastrar por Rupert y quedó deslumbrada con la algarabía de un campamento de zíngaros que celebraban su fiesta. El niño perdió el habla al ver la danza alrededor de la lumbre. Insumisa a toda autoridad, una gitana les tendió una vela y los invitó a unirse a sus cánticos. 

  Nunca más se supo de ellos pero, desde entonces, cada dos de febrero se iluminan unas estrellas gemelas en el firmamento que alumbran el camino de los que no tienen hogar. 



Ana Madrigal Muñoz 





La bruja Filandona

"Escena de noche" de Pedro Pablo Rubens


Ricardito era el único de la familia y del colegio que creía en las brujas.
Contaba, a quien le quisiera escuchar, que casi todas las noches se sentaba en el borde de su cama la bruja Filandona. En realidad, tenía el aspecto de su tía-abuela Esperanza, su voz y hasta su aroma a incienso rancio, pero Ricardito sabía que no era ella, porque a lo largo del día nunca hablaba, ni sonreía, ni le prestaba la más mínima atención.
La primera vez, Filandona le explicó que venía de tierras de León. Allí se reunían los abuelos a contar historias y cuentos por la noche, casi siempre de terror, junto al fuego. Pero a ella, por miedo a sus brujerías, nunca la dejaron participar, obligándola a hilar alejada del grupo. Es por ello que buscó un alma infantil que quisiera escucharla, y decidió poseer el cuerpo de su tía , y pasar las noches junto a él ayudándole a dormir. Misión fracasada, porque el niño solo quería escuchar Garbancito. Una y otra vez. El único que le emocionaba. Ella, harta, amenazaba tras el cuento: “Niño, si no duermes, vendrá el hombre del saco. Al pequeño todo esto le parecían pamplinas. Pretextos para no darle el capricho.
Hasta que una tarde llamaron a la puerta, y escondido tras los pantalones de su hermano mayor, escuchó una voz grave, vio unos zapatos raídos y… ¡Un gran saco! Filandona tenía razón, el hombre del saco había intentado entrar. El miedo le produjo temblor de piernas, tartamudeo continuo, y una decisión firme de, a partir de ese momento, dejar narrar a Filandona todo lo que quisiera. Con tal de evitar las terroríficas visitas…
No hubo ocasión . Esa noche durmió en otra cama. Su padre lo llevó al cuarto del hermano durante varios días. Que la tía estaba muy malita, le dijeron. Filandona no volvió. Jamás pudo confirmarle que al fin creía en los hombres del saco y en los ogros traga-niños. Alguna vez sospechó si no sería Esperanza la que iba a susurrarle a la luz de la vela. Pero lo desechó enseguida. Ella no tenía poderes, ni hablaba nunca con él. De hecho, ni se dignó despedirse.
Manoli Asenjo.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Escribir diálogos

Hay todo un decálogo de normas para escribir correctamente los diálogos.  Esta entrada de Diana P. Morales, acerca del tema me ha parecido bastante completa.

http://dianapmorales.com/2016/04/blog/la-guia-definitiva-para-aprender-a-usar-los-guiones-en-tus-dialogos/


Tampoco puedo dejar de mencionar las amenas y claras explicaciones que la correctora L. M. Mateo nos brinda en su blog http://www.deliriosypalabras.wordpress.com

https://deliriosypalabras.com/2016/10/03/vade-retro-como-puntuar-dialogos-i/

https://deliriosypalabras.com/2017/01/15/vade-retro-como-puntuar-dialogos-ii/

Velando sueños


Escena de noche (Peter Paul Rubens)

Abuela Inés creía que encender velas ayudaba a las ideas a cobrar forma. Decía que cualquier sueño, por imposible que pareciese, tenía su hueco en la imaginación, y para encontrar la salida necesitaba luz, mucha luz. Si alguna vez me sorprendía pensativa, con cara de preocupación o llorosa, me hacía una seña para que la siguiese. Yo trataba de disimular, porque en casa todos decían que no hiciese caso a la abuela, que tenía floja la cabeza desde que se cayera por coger moras, y continuaba un tiempo con la tarea que tenía entre manos antes de seguirla. Las dos sabíamos que las cabezas flojas son las que mejor ven todo tipo de ideas, porque estas cosas vienen de otros mundos, y en las cabezas duras no entran.

Abuela tenía su propio ritual, en el que me invitaba a describir mi idea, con todo lujo de detalles, en las hojas de un cuadernillo hasta completarlo. Después doblábamos cada cuartilla, echándolas en su cesta de mimbre a la espera de la media noche. A la hora indicada, encendíamos unas cuántas velas y quemábamos las cuartillas en un plato de acero que colocábamos sobre una toalla mojada. Abuela Inés decía que, con los cuatro elementos representados, la idea abandonaba el mundo de la imaginación y se concretaba.

Aún hoy, tropecientos años después de la muerte de abuela Inés, en cada víspera de su aniversario, escribo nuevos deseos al tiempo que me parece verla, a la luz de las velas, con su cesta de mimbre llena de moras, aquellas que en su día se le escaparon de las manos.
                                                                                                                   
                                                                                                                       © Manoli VF

lunes, 13 de febrero de 2017

El infante.

Imagen 3. "Escena de Noche" de Pedro Pablo Rubens.
Título: El infante.
Aquella tarde, papá se enfadó  conmigo. Regresé  a casa con los pantalones rasgados y llenos de barro. Le dije que había  sido un soldado  de tierra que salvó  su vida y la del pelotón  gracias a las trincheras, pero él  no lo comprendió. Inquirió  el porqué de mi comportamiento y no supe que más  decir. Me recriminó a voces mi aspecto  y el de mi ropa y se marchó, no sin antes darme un bofetón...
Papá  no me entendía. Siempre me miraba con ojos extraños  y con aquella expresión de rabia, era como si me culpase de algo... Desde que mamá  se marchó, creo que dejó  de quererme...
Con abuela todo era  diferente. Mi vida era diferente... Entré  en el salón  y allí estaba ella, sentada en la mecedora junto a la ténue luz de una vela. Entre sollozos, me acerqué  a ella y la besé.
Sus dedos pulgar, índice y corazón envolvieron mi  barbilla y, con aquella dulzura que le caracterizaba, levantó mi cara. En medio de un amago de seriedad, me miró a los ojos y me dijo: "querido, cada día  estás  más  hermoso y más cerca de ser todo un caballero".  De seguida, aquella fingida seriedad se rompía   con nuestras risas, mientras me apapachaba en su regazo... 
Abuela me recordaba a la primavera. Ella siempre olía  a flores, a jazmín  y azahar...  a suave lluvia mañanera... La piel de sus manos era fina, de tacto como la seda y emanaban  un  calor reconfortante. Cada vez que me acurrucaba entre sus brazos, me hacía sentír seguro, querido... en paz con el mundo. Me hacía olvidar cualquier mal que me hubiera podido pasar...
Tras los besos y los arrumacos, me dijo que fuese a por unas velas y que me  sentase a su lado y sin dudarlo, cumplí mi cometido. Entonces, se llevó  la mano al bolsillo de su delantal y me dijo: "vamos a ver que tenemos hoy por aquí..." De seguido, sacó  la mano bien cerrada, como si no quisiese que se le escapase algo. ¿Estás  preparado?- me preguntó- y yo, emocionado, le contesté que  sí.  Cuando abuela abrió su  mano, comenzó  la magia... 
Abuela no tenía nada en sus manos pero, a su vez, lo tenía todo para mí... Cada tarde, a la caída del sol, con el pretexto de hacerme olvidar las penas  endosadas o con la simple intencion de pasar un rato juntos, buscaba en su bolsillo una aventura que contarme, una nueva historia que vivir... 

© Orgav  (Verónica Orozco García)
Todos los derechos reservados.

sábado, 4 de febrero de 2017

La mimo


Pintura de Liu Yamin
Del álbum: Cuaderno de retazos


Tenía un nuevo aliciente. Al principio, le había parecido duro posar durante horas en la calle. Aunque el clima era bueno, este trabajo no era para todo el mundo. No era fácil permanecer estática, sin sentir el peso del cuerpo, la tensión de los músculos, obligados a permanecer quietos y, sobre todo, el maldito picor, torturando como una mosca las distintas partes de su cuerpo. Pero ahora la cosa había cambiado. Recordando el tacto de sus manos se le iban las horas. Liviana, como si las alas de ángel que le tocaba llevar esta semana la elevaran del podio terrenal en el que posaba, esperaba a que llegaran las doce del mediodía. Sabía que entonces, como si de un transeúnte más se tratase, él haría su aparición. La miraría un buen rato para, al final, acercarse a ella y arrojar al cuenco unas monedas, sin olvidarse nunca de comprobar la posición de su anillo, que hoy, desde su dedo pulgar, le indicaba que su esposo aún seguía de viaje de negocios.
                                                                                                           

                                                                                                       © Manoli Vicente Fernández





                                                                                                                                                          

Luz de mi vida












   Estoy a oscuras, vivo a oscuras. Prendo una vela y te vas materializando poco a poco tras la llama temblorosa. 

   Los primeros en presentarse son tus ojos almendrados. Curiosos, expectantes. Deseosos de oírme contar esas historias que inventaba para ti y ahora duermen enmudecidas en algún lugar por mí ignorado. 

  La llama danza en tus pupilas, que se mueven siguiéndome por la habitación. Mimosas, enojadas, traviesas. Me hacen reír. Bajito, para no despertar de nuevo los celos del destino por nuestra dicha.

  Es tu boca la que me tienta después con su sonrisa. Una sonrisa serena que apenas asoma a tus labios, como si escondiera un secreto que nadie más que tú conoce. 

  El contorno ovalado de tu rostro de pómulos salientes atrae mis manos, que anhelan acariciarlo. Pero, juguetona, te escabulles entre mis dedos y tus alas te elevan por encima de mí.

   De pronto, el viento golpea las contraventanas y entra furioso por las rendijas. Embiste la llama, que resiste con coraje hasta morir en la contienda. Y vuelvo a quedarme a oscuras. Entonces lo recuerdo. Tú ya no estás. Hace dos años el fulgor de tus ojos se apagó para siempre dejándome esta negrura en el alma. Hace dos años la luz de mi vida se apagó para siempre dejándome este desconsuelo en el corazón.








jueves, 2 de febrero de 2017

Sin luz.



La casa del artista no estaba como la última vez que la visitó, hace ya algunos años. A punto estuvo de dar media vuelta, pues sintió que poco tendría que hacer allí. Un leve latido que provenía de alguna habitación, le invitó a entrar y condujo sus pasos por el pasillo en penumbra hasta el estudio.
Se acercó a él y ofreció sus condiciones para elaborar un retrato: sin luz, sin tacto, sólo palabras, y él estuvo de acuerdo. Las manos del pintor empezaron a trabajar, mientras ella, según lo acordado, respondía con sinceridad a las cuestiones que le hacía, para que el resultado del retrato fuera veraz.

Pasado un tiempo, el artista dio por terminado el encargo y descorrió las cortinas. La luz entró con tanta fuerza que ambos tuvieron que cerrar los ojos… Mientras él luchaba por contener el desaliento, pudo verla… Sonreía gustosa, al no reconocerse en aquel rostro angelical.

Retrato de Liu Yamin, de su obra "Cuaderno de retazos"