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miércoles, 3 de enero de 2018

Respirando libertad

Después de toda la noche sin dormir, con el cuerpo entumecido por el dolor y el corazón hecho pedazos hoy tomé mi resolución. Aún no había amanecido cuando me he acercado al lecho donde la bestia, ajena a su terrible sentencia, perturbaba el silencio del alba con sus espantosos ronquidos. No fue tarea difícil y a ello contribuyó el buen oficio del herrero que afiló la herramienta de ejecución. Un golpe certero bastó para seccionarle la yugular y culminar así sus tristes días y mi aciago destino hasta aquella mañana.
He salido cerrando de un portazo. He arrojado el cuchillo ensangrentado a la entrada de la casa, he limpiado mis manos en la nieve virgen, percibiendo un temblor de vitalidad y he echado a correr camino abajo huyendo de los perros asesinos que querían arrancarme el alma y el corazón. Ahora sigo corriendo sin saber por qué. No sé por cuanto tiempo disfrutaré de mi libertad, pero lo que nunca jamás podrán arrancarme es mi dignidad, como decía Víctor Frankl, aunque encierren a un hombre en la celda más oscura, siempre podrá éste recurrir a sus pensamientos, a sus recuerdos de la niñez, ello lo salvará en las horas más negras. Ahora me cuesta respirar. El aire helado de la sierra me abrasa los pulmones, incide en mi rostro como cuchillos de cristal y siento su rigor que me recuerda que estoy viva y que por fin soy libre.

M.J. Triguero. 2017. Foto de Internet.




La imagen puede contener: nube, montaña, exterior y naturaleza

martes, 19 de diciembre de 2017

NIEVE


—Hemos llegado —dice papá, aún sentado frente al volante.

Mamá abre la puerta. ¡Qué frío! Me despierto de golpe. Mario, mi hermano, ha dejado su sillita. Vuelve a estar libre. «Se acabó la paz», pienso.

Bajo del coche. Me estiro tanto como puedo, para desentumecer mis patas.  Y aspiro un aire desconocido. Mis sentidos se ponen alerta.

Me detengo un segundo para comprobar que, efectivamente sigo suelta; no me han atado, y de la emoción me alejo de ellos, para sentir esa libertad que me han concedido. Frente a mí, una espesa alfombra blanca cubre el suelo. Me detengo de golpe.  La miro con recelo. Nunca antes había visto algo así. La olfateo, pero… sigo sin comprender qué es. Mama, papá y Mario llegan a mi altura, y… la pisan. Observo como sus patas se hunden en ella. «Se los está comiendo», pienso aterrada. Mi cola se oculta entre mis piernas, como si tuviese vida propia. Quiero ir junto a ellos, me están llamando, pero tengo miedo… Dudo. Pero me lanzo, me pueden las ganas de ir con mi familia. Y siento como mis almohadillas, al tomar contacto con esa extraña sustancia blanca, empiezan a arder.  Es una sensación intensa, pero… no desagradable; me gusta. Dejo que mi pata se hunda en ella, y un agradable temblor atraviesa mi cuerpo. Me siento viva. Hago lo mismo con las otras tres patas, y al ver que no me ocurre nada, corro hacia mi familia.

—Es nieve, Luna —me dice mamá.

Alzo la mirada hacia ella mostrándole mi lengua. Estoy feliz. De nuevo bajo la cabeza para echar otro vistazo a esa sustancia y, sin pensármelo dos veces, me la llevo a la boca. ¡Me encanta la nieve!




(Imagen libre de derechos de autor  extraída de internet)

En el pueblo



Imagen: viviendoelcampo.com

Las manos de Eloísa estaban rojas e hinchadas. Había olvidado traer los guantes para lavar la ropa del abuelo. Las vecinas charlaban y reían contando los últimos chismes, mientras enjabonaban y aclaraban su prendas respectivamente, en el lavadero comunal.
Eloísa se sentía como un personaje de época. En la ciudad no pasaban estas cosas. Las vecinas se veían en la escalera o, si acaso, al tender la colada y, como mucho, hablaban del tiempo, pero aquí en la aldea... todo era diferente y demasiado engorroso. Intentó convencer al abuelo, cuando supo que tenía que operarse de la vesícula, de que se fuese con ella. Pero el viejo era terco. "Ven tú, Marisita, reina, yo te doy el dinero" pero no era cuestión de pasta, diantre, sino de ritmo de vida. Así que Eloísa, que aquí sigue llamándose Marisita desde que el abuelo se empeñó en cambiarle el nombre de niña, no ha tenido otro remedio que viajar atrás en el tiempo, y llegar al momento de nuestra historia.
--Marisita, se te están quedando moradas las manos ¿quieres que acabe yo de aclarar tu ropa?--Pregunta Mari Pepa.
--No, no, gracias, ya estoy terminando ---responde Eloísa, mientras sumerge en el agua helada la camiseta interior de felpa del abuelo.
MVF

miércoles, 13 de diciembre de 2017

LA VISITA (ESCRIBIENDO CON LOS CINCO SENTIDOS: TACTO FRÍO).



Era una mujer muy cariñosa, de las que te envuelven en abrazos interminables y besos que empapaban nuestras mejillas, tiernas y sonrosadas. Todos queríamos huir de esa señora gorda, que, además de estrujarnos con vehemencia, nos soltaba largas peroratas, totalmente incoherentes para nuestros inocentes oídos.
Ella venía todos los domingos en el coche de línea. En cuanto ponía el pie en la acera, soltaba gritos y risas, por doquier. Se abalanzaba literalmente sobre nuestra madre y, acto seguido, hacía lo mismo con papá. Ellos estaban acostumbrados y se limitaban a sonreír, amables. Luego nos tocaba a mis hermanos y a mí. Como éramos muy obedientes, soportábamos estoicamente sus arrechuchos, pero, en cuanto sus manos tocaban nuestra cara ahogábamos un grito de incomodidad, al notarlas, siempre, heladas. Daba igual si era verano o invierno, si momentos antes había sostenido una olla humeante de callos, para ayudar a servir la comida… nada. Lo que tenía de fogosa, lo tenía de témpano en esas extremidades. Nosotros, niños curiosos, deseábamos descubrir la razón de tanta frialdad en la tía Adelaida. Supusimos que dormía todas las noches con las manos metidas en hielo, para que no se le arrugasen. Hasta nos creímos lo que decían los mayores: “manos frías, amores todos los días” y empezamos a imaginar a la tía como si fuese una prostituta, a la que tanto “amor”, le provocase ese tacto frío. Nunca alcanzamos a comprobar nuestras sospechas, ya que no tardó en fallecer la buena señora.
Mis hermanos y yo hemos crecido. Pero, en nuestras reuniones, siempre sale a relucir la tía Adelaida y sus manos frías, de la que echamos tanto de menos sus abrazos, sus besos, y sus caricias heladas de indiferencia y plenas de ternura y calor.
María José Viz (13/12/2017)
(Foto tomada de Internet)