viernes, 24 de abril de 2020

En la isla



En la isla no había un Viernes, ni siquiera viernes, el tedio de los días iguales unos a otros me abrasaba en la playa, sin otro quehacer que la contemplación de aquella marina infinitamente hermosa. Si al menos hubiera tenido alguno de los libros que citaba cuando los periodistas me preguntaban: “¿Qué libro se llevaría a una isla desierta?”. Miento, jamás me preguntaron eso; en realidad, cuando en la televisión entrevistaban a otro, me imaginaba a mí mismo enumerando mis autores preferidos. Después del naufragio, mi único entretenimiento consistía en escribir sobre la arena versos que las olas lamían con avidez. Tras aquella golosina, su espuma se tornaba liviana, sedosa, más burbujeante. Y como recompensa, las olas retrocedían, se enrollaban sobre sí mismas para arañar el fondo de mar, tomaban impulso desplegándose hacia arriba, hacia la orilla, y una espiral de peces llovía a mis pies. Todas las tardes. Era la primera vez en mi vida que recibía un sueldo por escribir.
No escarmentaré nunca. Mis sueños nunca se cumplen. Hace tres noches, arrojé una botella al mar. En ella había soplado unas palabras de auxilio: “Por favor, no vengan a rescatarme”.

jueves, 23 de abril de 2020

De piratas y corsarios



En el lugar más recóndito de la isla, en una tumba sobre una colina al borde del mar, unos mortales restos reposan. Allí yace también un hechizo. El eco eterno de la aventura de un mundo perdido, la magia y la fantasía, la curiosidad, cierta infantil inocencia, es lo que aquella sepultura sin nombre custodia. Cuentan que, en las noches de tormenta, una extraña canción el viento silba, al tiempo que dos feroces bucaneros desde un velero espectral a su inmortal hacedor saludan. Ron, ron, ron... parece la ventisca gemir. Entre las olas sueña su tesoro John Silver. Enigmático, sonríe.

No sé

Marta Navarro

https://cuentosvagabundos.blogspot.com


Eterna primavera


Eterna primavera

A Andrés el frío que le entra por la ventana le hace recordar otro frío más antiguo, un frío de cuando era un zagal de once años y a pesar de llevar los calcetines de lana que le había hecho su madre siempre puestos, se despertaba en el chozo con los pies entumecidos y acartonados y se los frotaba enérgicamente con las manos, primero uno, luego otro, para activar la sangre y que entraran en reacción.
     Al salir de la cabaña ya el resto de pastores tomaban las sopas de ajo calentadas al fuego en el puchero, y siempre había alguno que decía: “¡Qué! ¿Otra vez te has dormido? ¡Pues ya sabes lo que toca!”, mientras su padre, callado, traquiñaba la cabeza, dudando de su valía para las  lides del pastoreo. Pero lo cierto es que a él no le importaba recoger y apagar el fuego, mientras los más mayores movilizaban el ganado para recorrer por accidentadas cañadas y cordeles la veintena de kilómetros diarios, dirección norte, en busca de la eterna primavera. Y es que su trabajo le gustaba más que nada en el mundo, le tiraba sin remedio, como tendría ocasión de  comprobar años más tarde.

II

Había visto su silueta a lo lejos, las manos sujetando su cintura de avispa, el cántaro a la cabeza. 
“Hola”, le dijo saliéndole al encuentro mientras las ovejas, custodiadas por sultán, pastaban en la rastrojera. “Hola”, musitó la muchacha sin detenerse. “Espera”…“He oído decir que esta noche hay baile en el pueblo ¿Vas a ir?” “Tal vez”, contestó ella mirándole risueña un instante y prosiguió su camino.
Al caer la tarde se lavó en el río con jabón para quitarse el olor a animal que le acompañaba siempre y se puso la camisa vieja, pero limpia, que su madre le había metido en el fardel para las ocasiones especiales. Nada más entrar en la pista la vio, sentada en un banco. La sacó a bailar al son de un pasodoble, tomándola por el delicado talle y soportando su cálida y blanda mano entre la suya, como le había enseñado un pastor veterano un día que habían practicado en el campo. Con el primer baile supo que la chica se llamaba Rosa, y que todos los días acarreaba agua de la fuente que había a varios kilómetros del pueblo. Siguieron bailando sin cesar toda la noche, y cuando la orquesta dio por finiquitada la función, se sabía su vida entera: una vida sencilla y volcada al cuidado de su padre, viudo, y de sus cuatro hermanos. Tras esa noche, y durante el tiempo que hubo pastos en la zona, se siguieron viendo a diario y al despedirse, mientras estrechaba su cintura de avispa y ahora sí, se besaban, le prometió que si ella le esperaba hasta la próxima primavera, dejaría su vida nómada y se asentaría a su lado. Y aunque todas las noches del largo invierno pensó en ella, a medida que se acercaba la nueva estación y el encuentro se hacía más inminente, se notaba más raro e  inseguro. La noche de su llegada al pueblo se puso su camisa vieja y limpia, y se dirigió al baile. Pero al llegar a la puerta sintió algo parecido al vértigo. Entonces se dio la vuelta y pasó toda la noche mirando el cielo raso, consciente de que su vida no estaba en un sitio fijo y que sus únicas novias eran las estrellas… Nunca más volvió a cruzar una palabra con la chica a la que, por otra parte, jamás logró olvidar.
III
  
–Venga, Arcadio, levántese –ordena la auxiliar del geriátrico cerrando la ventana–. Ya se ha ventilado suficiente su cuarto, vayamos al comedor.   
Él, que hasta que se rompió la cadera anduvo tan ligero como un cordero, se incorpora con dificultad y apoyando su devastado cuerpo en el andador, va dando lentos y cortos  pasos, bajo la estrecha vigilancia de la chica.
–¡Ve qué bien anda! Lo que le pasa es que es un vago.
Arcadio sabe que la auxiliar le riñe en broma porque mientras lo hace no deja de sonreírle con esos dientes blancos, perfectos. Se parece un poco a Rosa.
–¿Sabes que yo tuve una novia que se te parecía?– le dice.
La chica ríe y su risa se parece al sonido de una baraja de cencerras.
–Ande, deje de decir bobadas. ¿Pues no fue usted pastor, de esos que se pasaban la vida de un lado para otro?
–Trashumante, éramos pastores trashumantes –matiza el hombre–. ¿Y eso que tiene que ver?
–Pues todo…Los pastores esos que usted dice no tenían novia, no me venga con cuentos… ¡Quién iba a querer compartir su vida con un hombre que se pasaba media vida lejos de casa!
Andrés se queda callado pensando que si le hubiera propuesto a Rosa compartir con él su vida tal vez hubiera aceptado, lo mismo que aceptó su madre y antes su abuela. Pero no lo hizo y conoce la razón: su miedo a estar sujeto a algo que no fueran los espacios infinitos a los que hoy, convertido en un viejo, ha tenido inexorablemente que renunciar. En su afán por alcanzar el comedor sigue dando pasos cortos, como de carnero desahuciado. Aunque sabe que no va a convencer a la chica por mucho que insista añade, obstinado:
–¡Rediez! Si te digo que tuve una novia es que la tuve.    

Sol Gómez Arteaga

Significado de un libro


"¿Qué es un libro en mi vida?"

Sentimientos.
Atravesar muros transparentes.
Oler el rastro de la memoria.
Dejarse colonizar
por seres inventados.
Aproximar fantasía
a las puertas
de mi mente inquieta.
Soñar. Reflexionar.
Reír. Llorar.
Indudablemente:
 EXISTIR.

María José Viz



Cuento para dormir

(Cuento incluido en el libro"Hola, te quiero, ya no, adiós", Amargord Ediciones, 2017)


 «Érase una vez un príncipe que se sentía muy solo. Un día, una princesa se cruzó en su camino. El príncipe quedó desesperadamente prendado de aquella deslumbrante beldad y puso manos a la obra para colmarla de atenciones y agasajos, se aplicó en hacerla feliz y en que olvidase toda preocupación. La princesa, al advertir con cuánto ardor se entregaba aquel príncipe, le correspondió quedándose a su lado para siempre. Y fueron felices y comieron perdices».
 Hay noches en que, sin saber por qué, a Esteban se le agarra un nudo en el estómago y la cabeza le da vueltas en un torbellino caótico y febril. Entonces cierra los ojos con fuerza hasta que le duelen los párpados y se deja mecer, arropándose en su fabulación, hasta que la angustia se serena y puede sumergirse en un sueño seguro, agarrado a la mano de Alicia que duerme plácidamente a su lado.

Ana grandal

"LOVE" escultura de Alexander Milov

Ídolos de plata


Está bajo el sol de la tarde, pisando con sus zapatos gastados la misma arena que en otras épocas estuvo bajo treinta metros de agua. Enciende un cigarrillo y trata de concentrar la mirada en ese círculo de llamas pequeño para no ver el otro, el que brilla enorme en el cielo, el que lo sofoca de calor y le hace doler la cabeza y ya lo tiene harto. Maldice el lago que no está, el arroyo al que ha quedado reducido, la sequía. 
De pronto una sombra lo cubre.
Observa por encima de su hombro y ve que a sus espaldas, en absoluto silencio, acaba de encallar un barco de vela, muy antiguo, sin tripulantes.
Siente que su corazón se desplaza generando otros corazones  que laten en las sienes, en la garganta, en las piernas. Siente que el corazón de las piernas le está fallando, teme caer sobre la arena ardiente. Desesperado por encontrar un punto de apoyo gira, recuesta la frente sobre el cuerpo del barco que huele a sal. El olor lo descompone, lo ofende, porque es olor a mar, porque esa arena resquebrajada que está pisando con sus zapatos gastados, jamás conoció el mar. Y él tampoco. Ni le importa. Recuerda que cuando aquel profesor maniático de historia hablaba de las grandes batallas marinas o de los ciclones que hacían naufragar las naves, él jamás atendió.
—¿Por qué no estudia?
—Porque el mar está lejos, es de otra gente.
 El barco  trae a su memoria desavenencias que había olvidado.
Retrocede algunos pasos, lo mira como se mira a un ser peligroso. Reconoce que sus líneas tienen belleza pero es una belleza agresiva, que lo descoloca y logra que ahora él se adivine más feo que hace un rato cuando el intruso no estaba, logra que se sepa más imbécil. Continúa mirándolo fijo, quizá se trate de un galeón español, quizá aún conserve su carga de ídolos de plata robados.
Un hilo de baba se escurre por sus labios, agua salada que apenas toca el suelo, desaparece.
—Si un animal mediocre se enfrenta al fantasma de un animal espléndido, ¿quién ganaría la pelea? —se pregunta en voz alta.
Desde el centro de su vientre, donde siente latir al más alocado de sus corazones, saca la fuerza que necesita y con un movimiento torpe, arroja su cigarrillo aún encendido contra el velamen del fantasma.

Adicciones

A nadie se le ocurrirá que solo quiso volar, como antes, en ese cuando en que sobrevivía a fuerza de inyectarse letras en vena. Desde que lo ha dejado por prescripción médica, apenas repta. Diagnosticada su adicción a las palabras, ha pasado el último año en un centro de rehabilitación.
Una tarde de domingo autorizan al fin su primera salida. Las bibliotecas están cerradas,  Y las librerías. Casi sin culpa, rompe el cristal de un escaparate para llenarse los bolsillos de libros. “Libros de bolsillo” piensa irónicamente. Durante días, recorre la ciudad en metro mientras lee.  Cuando lo encuentran, flotando en el último vagón, ya nada se puede hacer. Sobredosis, diagnostican.

Patricia Fabiana Collazo



El cuento de buenas noches


Como todas las noches, papá empezó a leerles a sus hijitos antes de dormir:

-Érase una vez, en un país muy, muy lejano, un dragón que vivía en una cueva...

Los pequeños escuchaban la historia con devoción, hasta que dio un giro inesperado.

-Un día, un terrible caballero partió hasta su hogar armado con una afilada espada dispuesto a matarlo.

-¿Y qué pasó, papi? ¿Qué pasó? -preguntaron los hijos, intrigados.

El padre engoló la voz y fingió tomar una espada mientras sostenía el libro con la otra mano.

-"Prepárate para morir, bestia salvaje. Te rebanaré el cuello y tu sangre teñirá de rojo la rosa blanca que debo ofrecer a mi amada, la princesa, como tributo a nuestro amor..."

Los pequeños se miraron asustados. Entretanto, el padre elevó la voz.

-El caballero luchaba y luchaba, su espada de afilado acero parecía estar en todas partes, cortando y pinchando y...

Las criaturitas prorrumpieron en llanto.

-Papi, no me gusta este cuento...

-Papi, pero no lo matará, ¿verdad?...

En ese instante, los interrumpió la madre, indignada.

-¿Pero se puede saber qué tipo de cuento les estás leyendo? -dijo la mamá Dragona, echando un hilillo de humo por las fosas nasales a causa del disgusto- ¡Te he dicho mil veces que no les cuentes historias de caballeros antes de dormir, que luego tienen pesadillas!

 Un cuento de
Noemí Hernández Múñoz





El caballero, la princesa, la rosa y el dragón


Cuentan que existió vez un pueblo que vivía aterrorizado por un dragón. Nadie sabía cómo aplacar el fuego de la bestia y, para intentar ganar tiempo, pactaron entregarle en sacrificio cada día a un habitante del lugar. La elección era aleatoria y mientras se llevaba a cabo todos pensaban en hallar una solución.

El día de los hechos que voy a narrar y que marcarían para siempre un antes y un después, el caballero estaba sentado en sus aposentos, meditando en el número de las víctimas y en la tristeza que asolaba al reino. Había jurado, al ordenarse como caballero, servicio y lealtad. Observaba su armadura, su espada reluciente y su escudo y se preguntaba si esas armas bastaban para enfrentarse a un dragón.

Mientras el caballero pensaba, los gobernantes se reunían para hacer su elección del día sacando al azar un nombre delante del pueblo.

Alejada de los pensamientos del caballero y la decisión de los gobernantes, una princesa paseaba en el jardín, deteniéndose en admirar a las fragantes rosas y admirándose para sí de su extraña perfección. Extraña por contener en sí  misma, conviviendo en armonía, tantos elementos contrarios, como eran la suavidad de los pétalos y la amenaza hiriente de las espinas. Se le ocurría a la joven que esto era particularmente llamativo en las rosas rojas cuyo color se asociaba,  aún sin quererlo, con la espina atravesando el tejido y haciendo brotar la sangre que cubría de color los pétalos. ¿Como algo tan suave y frágil como una rosa puede recordarnos a la vez nuestra fragilidad?

Ajeno a todas estas meditaciones y vivencias paralelas, el dragón despertaba al bostezo de su estómago, y comenzaba a imaginar y a saborear de ante mano el pequeño manjar que los lugareños estarían preparando para él. Los primeros días del juego le costó dominar su gula y conformarse con la dosis pactada, pero a medida que pasaban los días el dragón comenzó a vanagloriarse de sí mismo por su capacidad de contención y autocontrol. ¿Puede haber algo más satisfactorio que ser dueño del miedo y de la libertad de los demás? pensaba para sí mismo.

Cuando la suerte estuvo echada y se anunció el nombre de la elegida en sacrificio, todo el reino se conmocionó. Los gobernantes palidecieron  hundidos en sus asientos, y el caballero, ocultando su rostro  entre las manos, lloró de impotencia ante su escudo y su lanza maldiciendo esta situación.

Solo la joven al oír su nombre por el altavoz del reino, mimetizada cómo estaba con la rosa, aparcó el miedo mientras cortaba con cuidado la flor más alta  del rosal.

En el cruce de caminos se encontraron: la princesa, el caballero con su lanza, y el dragón. La joven detuvo al caballero con un gesto y avanzó ante el atónito dragón que contemplaba un espectáculo tan bello que detuvo el reloj de su estómago y aceleró el de su corazón. Por primera vez en sus siete mil años, veía un ejemplar humano sin miedo alguno avanzando,  con la sola arma de una rosa, hacia él.

--Huélela --dijo la joven al acercarse-- aspira con tu olfato el placer húmedo y suave de su frondosidad.

A partir de aquí, surge la leyenda. El caballero y la princesa se casaron y el pueblo habló de una bestia derrotada por una lanza, pero lo cierto es que el dragón, una vez apagado su aliento de fuego entre la rosa, murió de amor.


(Dedicado a todos los valientes)