El corazón palpitaba desbocado de dicha. Natacha se recostó sobre el poyete, contempló su casa nueva y dejó que los rayos del sol le cosquillearan la punta de la nariz. Poco a poco se fue dibujando en sus labios una sonrisa. Cerró los ojos y rememoró el largo camino que había recorrido hasta llegar allí.
Su padre había sido buhonero. Vendía baratijas de pueblo en pueblo en un carromato pintado de rojo y azul, tirado por Willa, una burra muy coqueta que se negaba a andar si no la engalanaban con cintas de seda amarillas. A Natacha le parecía oler la fragancia que desprendían las amapolas en primavera. Al pasar por los campos florecidos, Willa se paraba en medio del camino a comer las margaritas sin que las voces de su padre tuviesen poder alguno sobre el testarudo animal.
Pero a Natacha le cansaba tanto ir de pueblo en pueblo sin detenerse en ninguno sino unos días. Contemplaba con envidia a las muchachas de su edad que se acercaban al carromato a comprar una peineta de plata, una cajita forrada de terciopelo o un abanico de encaje. Soñaba ser como ellas y se preguntaba cómo sería vivir en una casa y ver el mismo trocito de cielo cada mañana al despertar.
En una bolsita de tela, guardaba sus ahorros que para cumplir algún día su sueño. Así pasaban los días, las semanas, los años, sin que el montoncito de monedas se elevara una pulgada.
Pero la espera se había visto recompensada. Su padre, abrumado por la fatiga de los años, vendió el viejo carromato y compró una casita en la ciudad. Natacha ya podía contemplar el mismo trocito de cielo cada día y Willa deleitarse a su placer con las margaritas.
© Ana Madrigal Muñoz
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