lunes, 7 de febrero de 2022

Angélica Morales: Escribo para buscar a otras Angélicas, a todas las mujeres rotas que hay dentro de mí e intentar unirlas


Angélica Morales

 Recibimos en el blog a la escritora Angélica Morales ganadora del V premio Internacional de Poesía Gabriel Celaya. Una autora con mirada poética, que dio el paso a la poesía escrita ya con cierta madurez, la madurez de quien cultiva versos y espera el momento adecuado para cosechar sus frutos. 

Bienvenida, Angélica. Háblanos un poco sobre ti: ¿Cómo fueron tus inicios en las letras?¿Qué lecturas te influyeron o a qué edad comenzaste a adentrarte en la literatura?

 Cuando vuelvo la vista atrás pienso que he estado escribiendo desde que nací, de forma silenciosa. Siempre fui una niña solitaria, con problemas familiares de maltrato y eso me hizo ser muy creativa. La imaginación se convirtió desde el principio en mi tabla de salvación. Pasaba la mayor parte del tiempo encerrada en mi habitación e imaginaba otras vidas para salir de la violencia de la mía. Recuerdo que, de niña, en el colegio, por ser zurda y disléxica me hacían repetir curso, sin embargo, siempre recurrían a mí para el arte. Escribía pequeñas piezas teatrales, que representaba con mis compañeras. No me daba vergüenza actuar, al contrario, me liberaba de esa chica tímida y asustadiza que era. Me daba alas. Creo que el arte, para mí, siempre ha sido eso: unas alas que me nacieron para poder volar del abismo y la crueldad.

Gané mi primer premio literario a los catorce años en el instituto, con un poema dedicado a Lorca. Adoraba a Lorca por encima de todas las cosas, loca, frenéticamente. Sus versos me ponían la sangre del revés, era como si al declamarlo estuviese pronunciando un conjuro secreto que solo yo podía descifrar.

En el instituto pasé a formar parte del grupo de teatro y conocí a mis futuros compañeros, porque cuando acabamos los estudios seguimos trabajando juntos en una compañía: Teatraco Teatro. Estudié Arte dramático y al tiempo fundé mi propia compañía Más sola que la una. Interpretaba monólogos escritos por mí de diferentes personajes. Una hora y media en escena. Fue una época de catarsis, maravillosa. Pero en ese momento nunca pensé que yo podría ser escritora. Siempre creí que lo mío eran las tablas, actuar, dirigir. No obstante, como ya te he dicho, estaba escribiendo por dentro.

Cuando me casé, mi marido aprobó una plaza en Huesca como director de la biblioteca de la Facultad de Empresa y Gestión Pública de la Universidad de Zaragoza. Yo, por aquel entonces, no me sentía cómoda en la escena, me faltaba algo, otro impulso. Un día fui a escuchar una conferencia de Ana María Matute y pronunció las palabras mágicas. Dijo: Hay muchos escritores que no saben que son escritores, que escriben por dentro, y se me quedó clavada, como una flecha de fuego directa a mi corazón. Murmuré en mi asiento: Esa soy yo. Y me puse a escribir con seriedad, como si mi vida dependiera de ello.

Y así empecé a escribir, primero relatos y luego una biografía novelada del papa Luna que me encargó una editorial porque el autor que tenían previsto al final no pudo hacerlo y yo la tuve que escribir en tres meses. Pasé todo el verano encerrada, y me di cuenta de que poseía capacidad de trabajo y mucha disciplina. Es una novela de la que estoy muy orgullosa. Supuso para mí el pistoletazo de salida al mundo de las letras.

 La poesía llegó muy tarde, casi a los 38 años. Me presenté a mi primer concurso poético, el Premio Internacional de Poesía Miguel Labordeta del Gobierno de Aragón, y lo gané para asombro de todos ya que nadie sabía que escribía poesía. Mi prosa era muy poética y aunque desdeñaba por puro desconocimiento la poesía, acabé sucumbiendo a ella. Pero, fíjate, creo que siempre fui poeta sin saberlo, que los dioses y las musas me tenían reservado este destino. Ser poeta es algo que no se puede nombrar. Ni siquiera uno puede decir de sí mismo soy poeta porque es como si estuvieras cometiendo un delito. Un poeta se siente poeta cuando lo nombran, cuando alguien te dice: te respeto, poeta. Entonces sí, entonces te puedes sentir poeta, pero siempre con mucha humildad.

 He sido una lectora tardía, pero tengo mucha intuición y una mirada que no sé si tiene el resto. He sabido mirar desde el otro lado, quizá porque cuando tu infancia es una pesadilla y habitas la violencia tienes que cruzar al otro lado del espejo de Alicia para sobrevivir y tu mirada es distinta. Soy muy sensible y eso te abre puertas que no existen. Es el misterio. La poesía es eso: misterio. Pero ojo, no solo misterio, es fundamentalmente trabajo, disciplina y muchos fracasos. No somos seres especiales ni divinos, yo soy una hormiguita que tiene intuición y sensibilidad, pero una hormiguita al fin. Todo lo que me está pasando no viene por arte de magia ni es fruto de la casualidad, cada premio viene por un trabajo muy austero detrás. Yo siembro mucho y recoges al tiempo, a veces lo que te llega a las manos son fracasos, sin embargo, yo cada fracaso lo veo como un camino más hacia la luz. Me gusta darle la vuelta a las cosas.

 Y, sobre todo, disfruto escribiendo. Escribir para mí es respirar, saber que estoy viva. Escribo para buscar a otras Angélicas, a todas las mujeres rotas que hay dentro de mí e intentar unirlas, hacer un collage del dolor. Me interesan los temas familiares y el dolor que hay detrás de la incapacidad de amar o del daño.

 Te confesaré que mi tía Chon, que era minusválida, soltera, y que fue la mujer que me crió y me amó, era analfabeta, pero sabía leer, no así escribir. Ella aprendió a leer sola, porque en la escuela a las niñas con tara las relegaban a los bancos de atrás y se las tenían que apañar. Aprendió a leer con tebeos y fue una lectora ávida. Gracias a ella surgió mi interés por la lectura porque ella compraba con sus ahorros libros y los leíamos juntas. Cuando empecé a escribir, a dedicarme en serio a contar historias, para ella fue su mejor regalo, algo que ella hubiera querido hacer: escribir, y no pudo. Pese a mis intentos por enseñarla apenas sabía escribir su nombre y frases muy graciosas que después de su muerte aún conservo.

 ¿Cómo es tu proceso creativo? ¿De dónde surge tu inspiración, sigues algún ritual o disciplina? 

La inspiración no existe, existe el trabajo y la constancia, como ya te dije. Yo trabajo cada día. Por las mañanas trabajo en poesía y las tardes dedico un rato a leer y otro a escribir narrativa, casi siempre novela. Me gusta mucho combinar los dos géneros. La poesía me ha enseñado a ser libre, y ahora, escribir novela para mí tiene otro sentido. Ya no hay muros ni es una señora enfajada o un largo pasillo lúgubre donde siempre ocurre lo mismo. La novela para mí es libertad absoluta y cabe todo. Yo me tomo la escritura como si fuese un laboratorio, quiero probar y experimentar. No me gusta conformarme. Quiero buscar mi voz, todas mis voces. Y unas veces acierto y el trabajo me gusta y otras no, naturalmente. Pero no me rindo, disfruto mucho trabajando. El día que no escribo estoy muerta. Ese día no ha existido. No ha valido la pena.

¿Qué dirías que te aporta escribir?

Escribir me aporta el aire, el alimento, las alas para volar y el disfrute. Disfruto muchísimo, me río, sufro, me enamoro, enloquezco, me busco, vivo y muero para volver a vivir.

  

4 POEMAS 

EL VESTIDO ERA PRESTADO Y VENÍA DEL MAR

El vestido era prestado y venía del mar.

Yo tenía el rostro oscuro

y un bosque de ánimas entre mis muslos.

Tenía a dios haciendo cola en el supermercado.

Tenía a mis tíos repasando la luz de sus relojes a la fresca.

Tenía el pelo repleto de rulos

porque me quería rizar el alma

y el flequillo,

porque iba a tragarme a Cristo por primera vez

y andaba limpia.

(El sexo /

las ideas /

aquellas braguitas tan puras que se pusieron a gritar)

El vestido era prestado

y venía del mar,

pero el mar nunca estaba entre mis manos,

ni en aquella caligrafía antigua

que ordenaba el modo en que teníamos que tratar el vestido

y después devolverlo en la oficina de correos.

Yo estaba sola en mi habitación y había llovido.

Yo no sabía lo que significaba tragarse a Cristo,

solo que los tíos fumaban en la cocina

y la abuela repartía pastas

y otros niños iban vestidos de domingo

y se tiraban al suelo

y sus madres los cogían de las orejas

y los depositaban en el sofá como si fuesen joyas

o huevos de paloma.

El vestido era prestado

y mi padre contaba monedas en el salón.

Tenía los ojos pequeños

y usaba zapatos en punta.

Nunca quiso besar mi rostro oscuro

y ni siquiera se dio cuenta de que el vestido era blanco

y venía del mar.

A Cristo le pedí, cuando lo tuve en la boca,

un padre nuevo y un camisón de corazones.

Pero cuando llegué a casa

todo seguía igual,

los tíos en la cocina,

el tabaco mordiendo la soledad de las pastas,

los niños quietos en el sofá,

dios con el móvil sin cobertura.

 

 

UNA ARTISTA POP NO ROMPE EL HIELO PARA LAVAR EN EL INVIERNO

 

He aquí,

dentro del cuento

de este poema,

que mi abuela

mendigaba pan y rosas.

El tiempo era otro,

la cicatriz la misma,

idénticas las costuras

con las que Dios

le daba vuelta a su lengua

y a la nuestra.

Hablo de la confusión

o del ruido

o del cielo apunto de hacerse añicos

en el hambre.

Hablo de la guerra,

de mujeres rotas dentro del sueño,

de cántaros cayendo al barro

donde los perros

lamen la miseria de una casa,

la sangre de un fruto

que tardará en nacer.

No había más música entonces

que la de la derrota,

la del cuerpo inerte

cayendo a la fosa.

Ruido de moscas

alrededor de la carne putrefacta.

Ruido de tambor

rompiendo la inocencia de la tarde.

Y balas.

Y el silbido de un hombre

que intenta cortejar un ave,

una vaca que pasta ajena a la desgracia

y a la que se le pueden contar las costillas.

Mi abuela,

que era joven en el poema,

que era hermosa dentro del humo

y la destrucción,

que tuvo pechos firmes

bajo los harapos

y tarareaba canciones alegres

para espantar el miedo.

Mi abuela

y otras mujeres

que serán mañana madres,

primas,
esposas,
que bailarán prietas en el cariño,

que habrán engordado

dentro de la calma

de una tierra que respira flores

y discotecas.

Han de saber que mi abuela

nunca tuvo admiradores.

Nadie se tatuó el perfil de su boca

en una camiseta de nailon.

Nadie posó junto a ella

en un selfie.

Nadie gritó su nombre

y después estiró su cabello

en un ataque de histeria

y se arrojó al suelo

y creyó morir de amor por las estatuas.

Mi abuela nunca fue la reina del pop,

solo una mujer triste

en una casa pequeña,

junto al pálido fuego de un hogar,

junto a la ceniza de unos hijos

que se la fueron comiendo por partes,

como si mi abuela fuese un trozo

de pastel de miel y hormigas,

como si mi abuela fuese

un vacío circunstancial

dentro de la casa,

dentro de sus huesos,

en el interior de una olla

donde hervía a cada rato la borraja.

Mi abuela no conoció a Paulina,

no supo de la gracia de su esqueleto

ni ansió tener

el tacto sutil de sus piernas.

No pisó un escenario.

No pisó un plató de televisión.

No pisó el césped del triunfo

ni su cuerpo se meció

en el perfume de la vanidad.

Mi abuela fue una mujer

como cualquier otra,

una mujer en el olvido

que lavaba ropa dentro del hielo,

que lavaba insectos dentro del silencio,

que me compró una muñeca

que tomaba el biberón

y después hacia pis.

El pis de la muñeca era frío como un iceberg.

Mi abuela no tomaba DMT,

solo zumo de uva ardiente,

solo lluvia en cucharadas hondas.

Después hubo otras mujeres en mi familia,

claro.
Algunas se subieron a un autobús

y pusieron rumbo a Alemania.

Otras se casaron con el diablo

y fundaron hijos

sobre la piel del alcohol.

Hay algunas

que permanecieron ausentes

dentro de sus gafas.

La droga vino después.

Después la muerte en el bosque

o fregar arrodillada en un hospital.

Después mujeres in vitro.

Después mujeres jarrón.

Más tarde algunas mujeres

que se quedaron a oscuras

con un abanico

y un puñado de arañas.

Hasta que solo quedé yo,

mi sombra enamorada

tras el agua del espejo.

Pero ahora Paulina insiste

y llama a las puertas de este poema.

Pide luz a motor.

Pide una habitación tapiada.

Pide cien pájaros fumadores.

 

 

CANTO VIII

El tiempo,

                   Uan, chu, fri…”

                  “An, de, truá…”

                            “Unu, du, tri…”

Las flechas del tiempo dando vueltas en la esfera de tus ojos,

sin descanso, sin un alto en el camino.

Y el camino es largo

y empieza siendo suave,

como el cabello de un ángel,

como la seda de un vestido inocente

que va a lucirse por primera vez,

como la menstruación tibia de una muchacha virgen,

sin dolor de mundo,

sin heridas de amor.

Pero el camino va haciéndose más difícil

y el tiempo se ensucia en las esferas del reloj

y las flechas disparan desengaños,

le producen a tu corazón las primeras grietas.

El camino que ya es cuesta de pueblo

que empieza a quedarse sin habitantes

                   o campo donde nada crece,

                   malas hierbas que son facturas,

                   matrimonios rotos,

                   hijos drogadictos,

                   palizas.

El tiempo, menuda palabra.

Más que una palabra es un abismo,

un hoyo que alguien ha cavado siglos antes

de que tú llegases al mundo

y han ido cayendo allí mujeres,

murallas,

caballos de madera,

héroes que daban la vuelta al mundo sin moverse del sitio,

del ojo cantarín de una sirena

que empieza a engordar por el aburrimiento.

Tiempo.

Sopor.

Piel flácida.

Cremas que prometen regresar a la flor primera,

a la espina única de la juventud.

Juventud,

menuda palabra.

Más bien tránsito intestinal,

estreñimiento del corazón,

falta de equilibrio emocional

                   o acné en mitad del sexo.

Hay que estar hermosas durante el tiempo,

durante la estancia del tiempo en nuestra piel.

Hay que cerrarle al tiempo las puertas de su propio tiempo,

poner en marcha algún ardid para seguir adelante en el camino

sin que el camino pese,

sin que por el camino nos venzan las hamburguesas con queso y bacon,

los cruasanes rellenos de chocolate,

los pastelitos de la pantera rosa

         o una paella de pétalos de zorro.

         “Uan, chu, fri, an, de, truá, unu, du, tri…”

Cuesta la belleza.

Miles de dólares argentinos.

Un millón de soles peruanos.

Más de un millar de pesetas rubias.

Todo el mundo.

Todo el tiempo.

Todo el universo gira en torno a la belleza.

La guerra es causada por la belleza,

por el deseo del hombre de destruir todo lo que brilla

y no puede poseer.

Todo aquello que se erige en su egoísmo

y el hombre no puede comprender.

Que le pregunten a Helena si acaso miento.

Que deje su puesto de dependienta en el Corte Inglés,

en la sección de oportunidades y venga Helena a desmentirme.

Helena que tiene ahora tres hijos yonkys y un marido transportista,

que ha hipotecado su casa por segunda vez,

que fuma a solas marihuana y es adicta a “Gran hermano”,

que no sabe coser,

ni mirar por la ventana,

que no se asoma al agua del espejo para beber de su hermosura pasada.

Helena hace mucho tiempo que arrojó la toalla al suelo,

que se deshizo de su bella anatomía para vestirse de nada,

de una mujer que no existe a los ojos de la guerra,

de una mujer que limpia la plata de un cuchillo los domingos,

sin saber muy bien hacia dónde apuntar la rabia de estar viva,

sin saber qué hacer con las ganas de apretar el cuello de sus hijos yonkys

y después escapar con una maleta de piel de pájaro hacia otra tierra,

una tierra sin mar y sin columpios en la que los grandes almacenes no existan

y el televisor proyecte polvo en blanco y negro,

sesiones continuas de polvo pornográfico.

                    “Uan, chu, fri, an, de, truá, unu, du, tri…”

Y si no que venga Hécuba y me hable del tiempo

y su paisaje hermoso dentro de la piel.

Hécuba que ya no tiene rostro porque un hombre le quemó la cara con ácido.

Que hable Hécuba de la ceniza de una mujer

cuando ya no quedan más que surcos salvajes en su geografía,

cuando ha perdido la identidad de su género

y solo es un pellejo cubierto de telas ajadas

que escapa hacia las sombras.

Solo en lo oscuro la belleza marchita puede respirar,

tomar fuerzas del cielo

y hacer que la cicatriz abra el pulmón de su ira para seguir viviendo.

Que venga Hécuba a hablar de ponerse de rodillas y fregar.

Que venga Hécuba a decirnos lo que es perder una patria

y tener que huir con el camisón puesto,

con las trenzas rotas,

con las hijas violadas en la boca de los árboles.

Hécuba no tiene móvil ni se hace fotos de perfil para su Facebook.

Hécuba come sola,

en un rincón,

mientras las ratas lobas se ponen a aullar

y los rayos del sol se hacen grandes en la ventana.

Por eso hay que estar en forma.

Hay que disponer el cuerpo para la batalla diaria del tiempo

y del machismo

y de la incomprensión

y del exilio

y de la rivalidad

y del olvido

y del encierro

y del sometimiento

                            y de la sumisión.

El tiempo de una mujer siempre es menos tiempo.

Siempre asoman dientes a sus lacitos de color púrpura

que se comen los sueños empezando por el final.

No es fácil dar a luz a unos hijos y después darles muerte.

No es fácil subirse a una pelota de fitball

y hacer flexiones con el cuerpo demencial de una tarántula.

 

 Angélica Morales

Bitácora de la autora 


Breve nota bio-bibliográfica:

Teruel (1970). Actualmente reside en Huesca. Escritora y directora teatral.

Ganadora, entre otros premios de poesía, del V Premio Internacional de Poesía Gabriel Celaya (San Sebastián), del XXVII Premio Nacional de Poesía "Poeta Mario López" de Bujalance (Córdoba); el XVII Premio de Poesía Vicente Núñez, de la Diputación de Córdoba; el XLVIII Premio Ciudad de Alcalá de Poesía; el 42 Premi Vila de Martorell (poesía en castellano); y el Premio Internacional Miguel Labordeta del Gobierno de Aragón.

Su último poemario publicado es #MedeaHaVuelto (Pregunta Ediciones, Zaragoza, 2021). Además, acaba de publicar la novela Tú serás la siguiente.

 

 

1 comentario:

  1. Bonito pero muy lago la bueno es poder resumir como se escribia nates con el escribir actual viviendo el hoy en las palabras No hay tiempo que perder llegan solo las otras las que no escriben largo

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