jueves, 26 de mayo de 2022

Nuria Carrillo: 'Cuando escribo estoy en otra parte, ajena a cuánto acontece'

 

Nuria Carrillo

Nos visita esta semana en el blog la escritora, campo-gibraltareña, Nuria Carrillo, que ha accedido a hablarnos de su proceso creativo, compartiendo algunas anécdotas y amablemente nos ofrece en primicia el primer capítulo de su nueva novela.

1. Cuéntanos cuando comenzaste a escribir, Nuria,  y a tener contacto con la literatura.

Mi primer recuerdo aparece en mi memoria a la edad de siete años, estuve un largo tiempo en el hospital: Allí hice mi primer “libro”. Dibujé las imágenes correspondiente al texto y las coloreé. Recuerdo a las enfermeras trayéndome una grapadora para hacer un especie de librito. Ya no paré. 
Escribir y leer, han sido siempre una constante en mi vida, hasta que a muy temprana edad fallece mi marido y me es imposible volver a escribir durante algo más de quince años. Volver a hacerlo me hizo estar completa de nuevo. 
Soy una coleccionista de libros, el hecho de poseerlos y verlos en mis estanterías me da placer, incluso antes de leerlos. Por supuesto, adoro los libros de papel, aunque también tiro del libro electrónico en ocasiones. 
Yo nací en un entorno no propicio para decantarme por la escritura, alrededor mío no había personas aficionadas ni a ella ni a la lectura. Mi padre, por su trabajo, comenzó a viajar y mi casa empezó a llenarse de libros, que yo devoraba. 
Entre mis primeras pasiones, hablo de trece o catorce años, estaban las Rimas y Leyendas de Bécquer, seguido de Lovercraft o Dickens. Después, algo más mayor me conquisto Leopoldo Alas Clarín con su gran novela “La Regenta”. Después llegó Balzac y Somerset Muagham, Galdós, y Scott Fitzgerald, luego los clásicos rusos. La novela americana me influyó mucho y Clarín. Después me enamoré de la poesía de Miguel Hernández, lo que me llevó a seguir descubriendo a otros poetas. Pero mi máximo referente fue Terenci Moix, con su pluma tierna, certera, melancólica y humana y su sentido del humor, cuando tocaba. 
Novelas que me influyeron: “A este lado del paraíso” de Fitzgerald, “Al filo de la navaja” de Maugham, la ya citada “La Regenta”, “Fortunata y Jacinta” de Galdós y casi todo lo de Terenci. 
Los profesores siempre destacaron mis dotes para escribir y mi curiosidad, en un tiempo en el que ser disléxico, no era como ahora. Pero ni eso me impidió seguir escribiendo. 
Algo que también me fascinó, y ha ejercido una gran influencia en mí, a nivel de escritura, ha sido el cine y el teatro, los diálogos. Desde Óscar Wilde a Miguel Mihura. Desde el gran Dalton Trumbo a Jimmy Willer. 
Para mí escribir, es un modo de vida, el mío.

 2. Háblanos de cómo surge tu proceso creativo. ¿Eres más de método o de dejarte llevar? ¿Qué es lo que te inspira o motiva a la hora de comenzar a escribir?

 La verdad es que soy una escritora brújula, pero muy organizada, muy concienzuda. Cuando empiezo una novela ante todo tengo al protagonista súper claro, el comienzo y el final de la historia y construyo la escaleta por el camino. Me encantaría ser una escritora mapa, bien lo sabe Dios, pero mi cabeza no funciona así. Eso tiene ventajas e inconvenientes. Las ventajas, los giros inesperados que soy capaz de dar en el argumento y la trama (también se pueden hacer desde otros métodos, todo vale, mientras esté bien hecho). Las desventajas, tardo algo más de tiempo ajustando, por decirlo de alguna manera, lo que escribo. Espero ser mapa para un próximo proyecto (aquí me río), hasta ahora no ha sido así nunca. 
A mí, ante todo, me inspira el alma humana, con todos sus matices, sus emociones y procesos mentales. Soy una “Voyeur”, me encanta observar. Soy muy curiosa y me encanta la historia, si ambiento el escrito en una época determinada amo empaparme de ella, sin que se note el trabajo de documentación previo. Amo saber las costumbres y las normas sociales, el día a día, no solo las grandes efemérides, para luego colocar al individuo protagonista en el centro de todo e inventarme su mundo. 
Mi primer libro fue un monólogo de humor dividido por historias, soy de Cádiz…y el espíritu de Fernando Quiñones y su magistral “Las mil noches de Hortensia Romero” me persigue. Tendría algo más de cien páginas y me reí mucho escribiéndolo. El personaje principal era Carmen, una madura jubilada, que le daba un repaso a su época a través de los hombres que pasaron por su vida. Tenía clarísima a Carmen y emprendí el libro en plan brújula total, lo único que hice previamente fue poner en orden cronológico a los señores que pasaban por sus páginas. En mi poemario, conté una historia en verso libre y prosa poética. Sabía el principio y el final, a partir de ahí flui. Y ahora con la novela que ya tengo terminada, ha ido más de lo mismo. Eso sí, cada vez que acabo un capítulo, lo integro en la escaleta de la novela. 
La pregunta, en mi caso, sería qué no me motiva a escribir, que son pocas cosas, pero las hay también, como la muerte de alguien muy querido, como ya dije y un par de cosas más, como el verano, que tanto dura aquí en el sur. 
La escritura me hace ser la persona y la mujer que soy, me arma, me reconstruye, me alienta y me desarma, a la vez. Y tras los periodos de descanso vuelvo a ella como una vulgar adicta. Creo que incluso, si me hiciera ermitaña, acabaría escribiendo, sin que nadie me leyera. 
La vida, los libros, el cine, las buenas conversaciones con personajes variopintos, me motivan y ponen alas a mi imaginación, que siempre ha sido enorme.

 3. ¿Qué te aporta la escritura en tu vida? ¿Por qué escribes en esencia?

Escribo para sentirme viva, para estar completa, para ser feliz, para estar en paz. Para ser yo, independientemente el mundo que me rodee y del momento en que viva, cuando escribo estoy en otra parte, ajena a cuanto acontece. Pongo música, dependiendo del tipo de texto, puede ser clásica, bandas sonoras…y me creo un universo paralelo a la realidad. Lo que escribo no me nace en la cabeza, aunque luego pase por ella, me nace en las tripas.

 

 Breve biografía literaria 

He participado en muchas antologías poéticas y narrativas, de todo guardo buen sabor de boca, pero de ninguna he tomado nota para una biografía, salvo las que pueden asaltar mi cabeza en el momento en el que les hablo. (Mal hecho me dicen. He prometido corregirme)

 He escrito colaboraciones para Onda Cero Algeciras, durante dos temporadas. Ahí por ahí algún artículo mío para prensa, revistas de ocio, literarias, como “Dos Orillas” o “Toledo Tendencia.”

 He sido traducida al francés y al árabe, para distintas publicaciones, de lo que no me cansaré de dar las gracias. He participado en múltiples recitales de Despeñaperros para abajo. Hace un tiempo me retiré a mi casa, sin participar en nada para escribir una novela ambientada en la Inglaterra Victoriana. Hace poco volví, sin mi primer apellido, y con el segundo en primer lugar. 

Figuro en una cantidad considerable de antologías, tanto en verso y como en prosa. He escrito, entre otros:

Carmela para los amigos, año 2011. Fue lo primero que hice (Prosa). Aunque sin publicar: en la agencia literaria donde estaba, decían que el mercado español y la narrativa corta no se vendía.

 Zéjeles del Estrecho. Editorial Estrechando, Algeciras 2012. 

 Líneas paralelas: Antología en prosa y verso de amores imposibles.” Editorial Alvaeno, Málaga 2013. 

 A Dentelladas Editorial la Polla Literaria, Chile, 2017. 

 Contenedor de relatos. Grupo literario Infusiónate. Editorial ImagenTa. Algeciras 2020 

 Relatos en la distancia. Grupo literario Infusiónate. Editorial ImagenTa, Algeciras 2021. 

El Reverendo, novela victoriana acabado ya y en proceso de edición……y por el capítulo diecinueve de la siguiente novela, que será de intriga. 

Gracias, un abrazo para el blog y para todos vosotros, lectores y participantes. Un auténtico placer figurar en él.



EL REVERENDO 

CAPÍTULO 1

 Puerto de Liverpool, Inglaterra, 1855

        Una noche fría y con aire de desolación se abatía sobre las veinticinco dársenas del puerto. Glorioso se extendía por más de veinte hectáreas, con barcos originarios del mundo entero. 

           El hermoso Oberon, procedente de América, entró majestuoso cargado de algodón. Su dueño lo miraba desde la cubierta el muelle, tenía un arraigado sentido de la pertenencia hacia el buque: era su orgullo. Al contemplarlo, un brillo peculiar calentaba su mirada. 

        Arribaron antes del amanecer, cuando los muelles apenas habían comenzado a despertar. Sus oficinas en el puerto, atentas a la llegada, pronto suministraron hombres que, unidos a los tripulantes, descargaron con eficacia la nave.

           Empezaron a asomar las luces del nuevo día cuando, en la cubierta, una silueta oscura reunió a la tripulación. Sus pupilas recorrieron las caras de cada uno de los hombres alineados frente a él. Sabía los nombres de todos, sus historias, sus miedos y fortalezas. Les confirmó el rumor: regresarían sin él, pero el Oberon seguiría con sus habituales rutas comerciales. Algunos se miraron entre sí, las habladurías eran ciertas. 

          La tripulación, compuesta por un capitán noruego y marinos de todas las nacionalidades, formaba un grupo excelente. Había respeto mutuo entre ellos y su singular patrón, con el que habían compartido, codo con codo, duras jornadas de trabajo. 

           —Hemos realizado numerosos viajes juntos, atravesado tormentas, tenido días buenos y malos, pero siempre ha sido un honor hacerlo junto a ustedes. En este viaje, el último para mí, su trabajo, como siempre, ha sido inmejorable y les felicito. —Percy Algermon, cubierto por un grueso tabardo azul marino y una gorra de lana calada hasta las cejas, los miró tratando de grabar el momento.

      —Señor, permítame en nombre de los hombres y en el mío propio expresarle nuestro agradecimiento y desearle lo mejor en tierra. 

            —Gracias, capitán. Cuiden del Oberon como merece, caballeros. —Tras llevarse una mano a la gorra en señal de saludo, se fue sin volver la vista atrás. En la reunión con los representantes de J. P. Coats, consiguió cerrar un trato del que todos se beneficiarían. Los agentes sonreían satisfechos al salir de su despacho; detrás de ellos se hizo el silencio. 

       Cayó la noche después de un largo día. Solo, tras un enorme escritorio de caoba, cruzó las largas piernas sobre él, en su mano seguía la copa de líquido ambarino con la que celebró sellar el acuerdo. Era el momento perfecto para perderse hacia otros destinos, lo acompañaban demasiados recuerdos. Un trozo de su alma quedaría siempre en Estados Unidos, pero otra lo haría en tierra inglesa. 

      De un portazo salió del gabinete, el edificio de piedra se fue empequeñeciendo a medida que se adentraba en las calles, cada vez más estrechas y alejadas del sonido del mar. Su única compañía eran sus propios pasos y la suciedad creciente. 

       Después de andar un buen trecho, pudo distinguir el fumadero de opio de Ban Gu mimetizado con el entorno, en su afán por pasar desapercibido para los no iniciados. Empujó la modesta puerta, que en nada reflejaba el lujo decadente que había tras ella. Acababa de pisar el entrante de madera oscura, cuando un oriental vestido con una túnica de seda apareció de la nada:

       —Bienvenido a mi humilde casa una vez más. —Hizo una elegante reverencia —. Permítame expresarle mis sinceras condolencias por su perdida, milord.

       —Gracias, Gu, veo que las noticias llegan a todas partes. 

      —Pase, por favor. —El oriental apartó la cortina situada al fondo del hall—. Siempre suelo estar bien informado, como ya sabe. 

       Al son de dos palmadas suyas dos criados, también orientales, lo acompañaron a través de la amplia estancia, jalonada en los laterales por otras menores. Casi todas estaban apartadas de la curiosidad ajena por cortinas para así poder mantener el anonimato de los influyentes ocultos tras ellas. La cuidada decoración intentaba emular el espíritu de los fumaderos tradicionales. Al llegar a un habitáculo, los criados se adelantaron y, con una pequeña reverencia, lo invitaron a pasar.

     Ban Gu, con un encendedor de mecha, prendió una vela colocada en una mesilla baja junto a otros objetos; al mismo tiempo, dirigió una mirada y los sirvientes desaparecieron.

        —Milord, por favor, para cualquier cosa que necesite, estoy a su disposición.

       —Gracias. 

     El asiático dibujó en su cara una media sonrisa y salió para dejarlo en la soledad que necesitaba. 

    Percy cayó con pesadez sobre el diván, se quitó la chaqueta y aflojó el nudo del corbatín. Aquel antro ilegal en suelo británico era un regalo, pensó. Gracias al comercio del opio, Gran Bretaña acabó con su deuda pública, así de importante eran aquellos dividendos ilícitos. Por allí pasaban todos: ricos y pobres; aunque estos últimos eran apilados en camastros de madera en otras habitaciones donde no ser vistos ni oídos. Los verdaderos dueños del fumadero, ingleses, eran quienes llenaban sus bolsillos. Gu era el perfecto anfitrión de la farsa. 

    Concentró toda su atención en el ritual de preparación de la pipa de opio. Cada acción lo iba relajando: calentó la esencia, diluida en agua a fuego lento, y la filtró. Repitió el proceso hasta evaporarla toda. El resultado era una pasta con un alto índice de morfina. En aquel fumadero no se fumaba opio puro. Percy colocó una cuchara sobre la  llama de la vela y se quedó ensimismado en ella. Con ceremonia, tomó una aguja para remover el contenido, hasta hacerlo cremoso y formar una píldora. El resultado lo introdujo por el agujero de una larga pipa de metal revestida de madera, adornada en los extremos por aros de jade verdes. La calentó y la llevó hasta sus labios. Cerró los ojos y, con cada calada, el opio embargó su mente y su cuerpo quedó laxo. Un sopor glorioso lo recorrió, los recuerdos quedaron olvidados, ocultos tras una columna de humo. 

     El sonido del mar era lo único de lo que era consciente, la cabeza le palpitaba y su cuerpo se encontraba entumecido, estaba tirado en medio de una callejuela. Miró su ropa oscura, estaba sucia; no recordaba muy bien a dónde fue al salir del fumadero, pero apestaba a alcohol barato. Sonrió, muy ebrio tenía que estar para que fuesen capaces de echar a la calle a un hombre de su envergadura, o quizás cayó él mismo, rendido por el alcohol y la droga. 

      Allí estaba, intentando incorporarse, en el mismo lugar al que había llegado hacía quince años. Fue el comienzo del embrollo en el que se convirtió su vida. 

    Logró incorporarse, necesitaba aire fresco. Anduvo un rato hasta despejar la cabeza y lograr orientarse hasta el coche que le esperaba apostado en un discreto callejón. Era viejo y deslavazado, para no llamar la atención, sin distintivo alguno, pero con buenos caballos. El cochero estaba armado y bien protegido por la compañía de su peculiar ayuda de cámara: Rebel Hook, un exboxeador irlandés. 

     Qué distinto era, pensó, de aquel niño mestizo llegado de América, desde la república de Texas, educado en las calles y luego en una parroquia católica. Siempre sintió estar fuera de lugar en aquel país nuevo y entre aquella gente. Ahora, también se sentía así en América. 

      Divisó a Charles, su cochero, junto a Rebel, sentado a su lado en el pescante. Cambiarían a su coche en las afueras de Liverpool. Desde allí atravesarían el territorio que les separaba del noroeste de Inglaterra en dirección a Cumberland, el hogar de su abuelo inglés y ahora el suyo. Durante el camino, un compañero de viaje se añadiría: el abogado de la familia y amigo, James Peabody. Northland House los esperaba. 

    La primera vez que llegó a Inglaterra también lo recibió Charles. En aquel tiempo era un muchacho de cuerpo delgado, alto, piel dorada, cabello negro y liso hasta los hombros y ojos grises.

    Su abuelo no fue a recibirlo; por piedad, el cochero le dijo que estaba enfermo. Si le causó sorpresa su aspecto, nada lo delató. Una vez dentro del coche, metió la mano dentro del bolsillo derecho de su chaqueta, algo pequeña, para apretar un collar de hueso que perteneció a su abuelo materno, un chamán lakota. A él se aferró como si le fuera la vida en ello. No lloró.


     Aquel día de 1837, un cielo gris y encapotado llenó de lluvia su camino. Unas millas después, contempló el paisaje y pensó que esa tierra tan hermosa no podía ser mala. 

      Aceleró el paso y buscó su petaca de whisky en un intento por aletargar sus demonios, bebió, estaba demasiado lúcido y eso era lo último que necesitaba. Cuando llegara a su destino, debería asumir una vida de obligaciones y un matrimonio de conveniencia; le daba arcadas pensarlo, pero se trataba de una cuestión de honor. Su abuelo había dado su palabra y firmado un contrato. 

        —Buenas noches, milord —saludó su cochero—. Bienvenido a casa. Haremos noche en una posada a la salida de Bootle. Todo está preparado. 

       —Gracias, Charles, me alegro de verlo.

    Rebel Hook bajó del pescante para sentarse dentro del coche con su patrón. Antes dispuso dos ladrillos calientes para los pies y levantó el asiento para sacar dos mantas con las que poder abrigarse.  

     El ayudante apenas le prestó atención; a veces se quedaba ausente, pero Percy sabía que no estaba «sonado» por los golpes recibidos en el ring. Solo echaba de menos otros tiempos y a veces, para permanecer cuerdo, debía volver a ellos. 

     Depositó toda su atención en el paisaje: la suciedad del puerto quedó atrás con rapidez mientras el coche se abría paso en medio de la noche, pronto dejarían la ciudad. 

      Los caballos eran estupendos, su familia siempre había criado buenos ejemplares. Con el tiempo, las líneas de ferrocarril en vez de aquellos hermosos animales surcarían Inglaterra; ya había una entre Windermere y Kendal, en Cumberland. Eran momentos de cambios. Será todo más práctico, pensó, pero no tan bello. Por un momento cerró los ojos. Al levantar los párpados ya no se sentía borracho, se sentía solo. 

     Siete millas después llegaron a la posada The Green Dragon, un sitio rústico como había tantos, pero capaz de ofrecer una cama limpia y comida caliente. 

      James Peabody, como siempre, había acudido puntual a su cita. Sentado cerca del fuego, leía con la espalda erguida y las lentes al filo de la nariz; sus ojos claros recorrían veloces las líneas que su dedo índice marcaba. A pesar de su concentración, se levantó con rapidez al abrirse la puerta del establecimiento y comprobar que quien entraba era lord Witshire.

          —Bienvenido a Inglaterra, milord. —Clavó en él sus luminosos ojos—. Siento mucho la muerte de su abuelo. 

      —James, mi querido James. Se abrazaron y en silencio recordaron al fallecido: Stuart Albert Algermon FitzRoy, marqués de Witshire, alguien querido para los dos y ahora ausente de sus vidas. Aquel abrazo duró más de lo debido entre caballeros, pero el tiempo justo entre amigos.

        —Estoy aquí para cuanto necesite.

       —Gracias, James, estoy contento de verte. Vayamos hacia una mesa. —Le indicó una esquina de la estancia—. ¿Por qué ella? —dijo de improviso—. En tu correspondencia no aclaras nada.

      —No lo sé. No vi al marqués cuando regresó de Escocia, yo estaba en Londres. ¿Ha comido? Hay un exquisito shepherd’s pie.

      —No, quizás lleve un trozo para tomar en la habitación. ¿Qué sabemos de ella? Odio todo esto. 

      —Lo sé. Es una jovencísima escocesa. 

      Empezó a leer con meticulosidad un cuaderno de notas sacado del bolsillo interior de su chaqueta, de pequeños cuadros beis y marrones:

      —Su padre es un Lamont, originario de Cornwall. Terrateniente rural y con negocios diversos, entre ellos madereros. Viven en el campo, además poseen casa en Edimburgo. Ella es la menor de cinco hermanas, precede al único hijo varón. Su reputación y la de su familia son intachables, por supuesto. 

       —Por supuesto —repitió con sarcasmo Percy mientras hacía un gesto grandilocuente con la mano.

      —Va a cumplir dieciocho años —continuó Peabody sin prestarle atención—. Aún no ha sido presentada en sociedad. Pronto sabré más de ella. —El abogado guardó el cuaderno—. Fue todo muy precipitado, milord. Al poco de cerrar el acuerdo, su corazón se paró, cayó derrumbado de la cama sin vida. Según dijo el doctor, no sufrió. —Un sesgo de dolor se dibujó en el rosto del nieto al escuchar sus palabras—. Intentaron reanimarlo al descubrirlo, nada se pudo hacer. Al llegar solo fue posible ordenar sus últimos deseos, siguiendo las instrucciones que dejó por escrito. Ya sabe, llevaba tiempo con el corazón débil. 

      —Está bien, muchas gracias. Organízalo todo, por favor —dijo Percy con voz exhausta.

     —Así lo haré. —El hombre fijó una mirada comprensiva en él—. ¿Alguna novedad por América?

    —No, ninguna, solo negocios. Ahora disculpa, James, voy a tomar un baño y comeré algo. Mañana nos vemos a primera hora y hablamos con tranquilidad.

   —Por supuesto, le vendrá bien descansar. —Lo recorrió de arriba abajo con mirada socarrona. 


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