lunes, 30 de junio de 2025

Paula Castillo: A través de la literatura me he conocido y tolerado

Paula Castillo

Nos visita en el blog en estos primeros días de verano, la escritora Paula Castillo cuya narrativa nos fascina y atrapa cuando nos habla de su pasión por la escritura y sus inicios en el mundo de las letras. Cedemos la palabra a Paula, excelente contadora de historias, a la que agradecemos confidencias, así como el aporte de su cuento Tierra roja.

Son muchas las veces que me pregunto por qué y para qué escribo. Ahora, desde esta edad, a la que considero “tremendamente adulta” y sin remedio, siento la misma excitación que hace muchísimos años al sentarme ante el ordenador o coger el bolígrafo para hacer cualquier anotación en mi libreta. De niña me castigaban porque estaba siempre en las nubes, allí sigo. Me gusta imaginar mundos distintos al mío, atravesar las ventanas e imaginar quién vive allí, y si está feliz o mantiene ese poso de amargura que a veces se nos engancha como las lapas a la roca. Imaginar sus deseos y sus fracasos. Imaginarlo todo, construir una historia y contarla. Me encanta sentarme sola en los bares, sobre todo por la mañana; allí permanecen los rezagados de la noche y los que recién lavados, comienzan el día. Se conocen muchas historias y muchas vidas entre el ruido de los cafés tempranos. La hora del aperitivo también es una buena hora, el aperitivo madrugador, el de las doce, cuando las campanas anuncian que ya no está mal visto tomarse un vino y hablar. Son charlas de recuerdos, de lo que hicieron y de gente que conocieron, de fútbol, cada vez menos de política. A veces me río sola escuchándolos, tienen miles de historias. Siempre me ha gustado imaginar las historias de los demás. El ser humano me parece fascinante. Nuestras emociones, nuestra mente, la forma que cada uno tenemos de afrontar la vida, la mística y la alquimia que nos hace superar lo vivido. Nuestros placeres y vicios. Nuestras soledades y miedos.

El problema viene cuando me siento a escribir y de pronto me entra el pánico y entonces tengo que levantarme y marcharme físicamente de lo escrito. Es como si la historia o los personajes me invadiesen y tuviese que alejarme de ellos. Siento palpitaciones y a veces caigo en una ansiedad tremenda. Me ocurre sobre todo cuando voy llegando al final del relato. Y no es hasta el final, con ese punto último, cuando me siento relajada y muchas veces emocionada. Quizás esta sea la razón por la que escriba relatos y cuentos y que si pienso en una novela empiece a dudar de mí misma.

El momento de la corrección es lo que más disfruto. Quito de aquí, pongo allí, leo en voz alta para ajustar el ritmo. Me siento una alquimista y eso me hace poderosa. A través de la literatura me he conocido y tolerado. Amo mis soledades, y a través del amor, mi mundo se ha ensanchado y enriquecido. He descubierto vidas pegadas a la mía y otras tan distintas, que han contribuido a que saliera fuera de mí, a no tener ideas inalterables, ni a poner límites, ni a juzgar. A vencer el miedo al otro y el mío propio. Me gustaría que mis relatos denunciaran los abusos, la violencia, el machismo, el edadismo, el maltrato a los ancianos. No creo en los extremos, sí en la tolerancia. Estoy especialmente sensibilizada con las enfermedades mentales como el Alzheimer y con las personas dependientes, con las mujeres ancianas abandonadas en las residencias o en sus casas.

Cada vez que escribo, aunque sea mínimo, me acerco a los demás y a mi propio silencio; y hasta me permito jugar conmigo y con los personajes. Descubrir mundos y cambiarlos. Vencer los miedos y alargar la vida todo lo que nos sea necesario. Me gustaría a través de pequeñas historias ampliar nuestra concepción del mundo y de los otros.

Esto es escribir para mí.  Es lo que me gustaría que fuese.

He escrito desde siempre: me castigaban por mis escritos. Y he leído muchísimo, era mi pasión. En casa había una biblioteca bastante grande con los libros ordenados por edades, según el criterio de mi madre. Cada cumpleaños me permitía acercarme a una balda nueva y explorar los libros que allí encontraba. Era un mundo fascinante. Leía a los clásicos, a Proust, a Thomas Man, Bécquer, Neruda, Jane Austen, Emily Brontë. Después crecí y aparecieron Carmen Martín Gaite, Josefina Aldecoa, Matute, Zambrano, Soledad Puértolas, Cristina Fernández Cubas, García Márquez, Carlos Fuentes…


 TIERRA ROJA 

(Cuento) 

Quieta sobre el suelo de piedra. Con los zapatos blancos en la mano y los pies manchados de barro, espero temerosa escuchándome por dentro. No encuentro nada, solo sogas amarradas al estómago que me sostienen la lengua y me sujetan los párpados.  El cuello cae vencido por la vergüenza. Solo el murmullo de voces que hablan de mí me acompaña en esta noche acusadora.

Al entrar al patio contemplo de nuevo la escena con los ojos secos. Veo los limones esparcidos por el suelo brillar en lo negro.  Nadie los recoge ya, yo tampoco.

 Cuando era muy niña, antes de que muriese mi hermana Teresa, me gustaba observar cómo cambiaban las ramas de los limoneros de espinas a brotes de color morado. Y los pétalos de la flor, también amoratada, se convertían en óvalos con la piel gruesa y amarilla.  Cada día vigilaba que estuviesen maduros con un único propósito: llevárselos a mi madre.  Era la hora de la ofrenda.  No podía volver a casa con las manos vacías.  En la feria, los cucuruchos de altramuces; los domingos, el corte de nata y fresa, y cuando regresaba del campo con mi padre, el ramo de flores silvestres.  Todo era para ella.

 Rememoro el momento en el que curvo los pies descalzos para no sentir el frío de los cantos de piedra que mandó colocar mi padre. Él mismo eligió la piedra. Disfrutaba al cruzar el patio de un lado al otro caminando de puntillas con el dedo índice sobre los labios. Sabía que a mi madre le molestaba cualquier ruido. Miraba hacia un lado y hacia el otro para comprobar que no hubiese nadie, y fingía que tropezaba y se caía. Yo me reía desde mi escondite.  A mi padre le gustaba hacer el payaso conmigo.

Todavía siento las yemas de los dedos frías colgando a ambos lados del cuerpo. Rezaba y pedía indulgencia por algún pecado cometido. Asustada intentaba mantenerme erguida cubierta de polvo y de miedo. Cerré los ojos para quedarme a oscuras. Temía que la mirada de mi madre rozase mi cuerpo sucio de la tierra roja. Miedo a que me mandase lavar sin verme. Sin reparar en que el rojo era el de la tierra que tanto amaba, no el de mi pecado. Rezaba para que fuese ella la que me adecentase, la que cogiese la esponja y arrancase mi inocencia. No otro sino ella, y así, despellejada, comprobase que estaba limpia.  

Nos gustaba escaparnos a las viñas las noches en las que la luna iluminaba las vides como si fuese de día.  Mi primo y yo.  Quedábamos en la casa encalada que desaparece en la curva y aparece de nuevo junto a la Ermita de San Antonio.  Siempre nos persignábamos, aunque pasásemos por allí corriendo.  Mi primo y yo.  Cogíamos las bicicletas del pajar de su padre y nos íbamos al campo. Nos tumbábamos entre las cepas vestidas de agosto con sus trajes de volantes y los adornos de plata. Nos contábamos nuestros sueños arropados y mecidos por el viento de las noches claras, y bebíamos del silencio.  «Todo es más intenso a tu lado», me decía. De la mano, tendidos el uno junto al otro, nos rozábamos. Nos sacudíamos las hormigas que se nos subían por el cuello. Yo le soplaba en su oreja para espantarlas y él lo hacía en la mía. Cuando se nos agotaba la risa escuchábamos cómo subía del regato el canto de las ranas.  Mi primo y yo. Qué extraños los recuerdos que vienen de lejos para convertirse en nuestro presente. Los que dejamos ir se pierden. Los otros, los que transformamos, se nos quedan pegados.

De pronto, los faros de una camioneta nos cegaron, el claxon hizo que nos levantásemos de un salto y que sacudiésemos la ropa.  Mi tío se quedó sentado al volante y fue el mozo de mi padre quien salió a preguntarnos que hacíamos. Sus palabras eran gruesas y sus manos se movían como poseídas en la claridad de la noche. El río brillaba negro y vacío. Echamos a correr, pero no avanzábamos. Los pies hundidos en el barro que nos engullía. Nos metió a empujones, su mano nudosa me aprisionaba el brazo. Mi primo delante y yo detrás. Mi tío al volante.  El Mulas —así le llamaban—, el que se tuvo que casar con Fuencis porque la dejó preñada, sudaba a mi lado con olor a cabra. En silencio los cuatro.  El secreto de la noche nos excedía a todos. Los sueños atropellados como lunares de tierra roja estampados sobre el parabrisas.  El pueblo vacío. La camioneta se llevó por delante la curva de la iglesia. Mi primo arrojado a su casa y yo empujada a la mía.  Me dejaron sola en el patio.  Yo, como ofrenda.

Las voces que denunciaban nuestra historia callaron de pronto, y el viento se retorcía anunciando el crepúsculo. La puerta vidriera golpeaba una y otra vez contra el pestillo atascado. Desde el piso de arriba bajaba sin fuerza el llanto de Teresa que Fuencisla, la niñera, intentaba disimular con sus rezos. 

—Me lo ha contado todo tu tío —dice mi madre sin mirarme—. Sube a lavarte, estás llena de barro. 

—¿Qué es lo que te ha contado? —le digo sin comprender.

—Ya he hablado con el padre Agustín. Mañana irás a confesarte —sentencia.

—¿A confesarme de qué? —le respondí sin voz.

—Sube a lavarte. —Un acceso de tos le sacude el cuerpo que se dobla en los brazos de mi padre—. Voy a acostarme.

Mi madre está enferma. Así me ha dicho mi padre que, aunque es médico no puede curarla. Fuencis dice que es por tristeza. Se pasa días enteros sin salir de su habitación.  A veces la observo mientras duerme. Fuencis tampoco habla mucho desde que se le murió la hija, solo con Teresa que se cree que es suya. Mi madre no cocina, no limpia, no se ocupa de nosotras. Tiene la piel blanca y los labios rojos como mi hermana. A veces, cuando está a solas con mi padre, ríe. Solo entonces es capaz de hablar sin parar toda la noche. Dicen que no me parezco a ella. Sola en el patio, continúo con los zapatos blancos en la mano. Se han marchado todos. Yo, como ofrenda.

 Me lavé entera, me arranqué las uñas para quitarme el barro que le robé a la tierra que era mía; me froté hasta que desaparecieron las huellas que dejaron los sueños, me limpié la lengua para no quedara nada de que hablar y, cuando estuve lista, dormí para borrar las noches junto a las vides. No nos volvimos a ver.  Mi primo y yo.

En aquella época pasaba los días encerrada en casa. Alerta y sin hablar, no me pasaban desapercibidos los besos excesivos de mi padre, ni que mi madre apenas me mirase. Los oía cuchichear, aunque Fuencis intentara distraerme. Mi padre me dijo que solo pasaría un año en el internado, mientras mi madre se recuperaba del todo, pero pasaron muchos más. Me dijeron que conocería a otras niñas de mi edad con las que jugar hasta que Teresa fuera mayor. Nunca llegó a serlo. Las dos nos perdimos la infancia tan expuesta a perderse.  Me pasó la juventud, la madurez, los desengaños y los pecados.

Ahora vuelvo dos o tres veces al año a esta casa vacía con limoneros llenos de espinas.  Regreso a casa con las manos llenas de regalos para ella. Mi madre no me las quiere soltar; le da miedo irse. Unas veces me cuenta que sueña con dos niñas que van de la mano vestidas de organdí, pienso que para alegrarme. Otros días me dice que en el sueño llevaba en brazos a Teresa, pero al partirse la barca la perdió. En su afán de salvarla, se ahogaron las dos.

—Pero ¿cuándo tuviste tú una barca? —le digo para consolarla.

Sentada junto a mi padre que ya no puede moverse, hurgo con los pies descalzos en la tierra roja empapada de la mañana. Es septiembre y voy cortando los racimos que las vides me dan como ofrenda.

 

 BIOGRAFÍA

 Paula Castillo Monreal es escritora. Estudió Arquitectura Técnica.  Se ha formado en Escritura Creativa y Relato Breve en la Escuela de escritores de Madrid, ciudad en la que nació y reside. Ha publicado los libros de cuentos Sacudiendo moscas (febrero de 2024) y Ciudad de mar (mayo de 2025). Ha participado con los relatos Tierra roja y La semilla voladora en las antologías: Letra impresa y El verdadero nombre de las cosas. Varios de sus relatos se han publicado en la revista literaria Quimera. Colabora con varios medios literarios y compagina su labor como cuentista con la de asesora de arte en Marcos Analcai, artesanos.


Libros de la autora (hacer clic en el título):

Sacudiendo moscas



Ciudad de mar



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