La mosca revolotea, sin vitalidad, en el cuarto de baño. Dibuja espirales en el aire con la misma gracias que una bailarina patosa. Otto, el labrador de Fanni, la sigue con la vista. Le hipnotiza el susurro de su zumbido. Alarga el cuello y levanta una pata pero nunca la alcanza.
La mosca se vuelve juguetona. Emprende el vuelo hasta el techo y desciende en picado hasta el lavabo. Se posa en el grifo, se mira en el espejo, se frota las patas delanteras con aire satisfecho y parece contemplar sus alas transparentes. Otto se sienta sobre la alfombra fucsia y olfatea en el aire. La trufa que tiene por nariz se arruga. Inclina la cabeza. Primero a la derecha; luego a la izquierda; a la derecha otra vez. Deja escapar un gruñido. Pero la mosca no le hace caso. Vuelve a emprender el vuelo, a dibujar espirales en el aire. Otto la sigue por el pasillo hasta el cuarto de los niños. Se detiene junto a la casita de muñecas. La mosca le hace rabiar y da vueltas alrededor del rabo del cachorro que gira y gira persiguiendo al esquivo bicho. El insecto sabe cómo burlarse. Otto protesta. Uno, dos, tres ladridos. Alarga el hocico, abre las fauces y en un descuido del bichejo se zampa la mosca.
©Ana Mª Madrigal Muñoz
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