—Hemos llegado —dice papá, aún sentado frente al volante.
Mamá abre la puerta. ¡Qué frío! Me despierto de golpe. Mario,
mi hermano, ha dejado su sillita. Vuelve a estar libre. «Se acabó la paz»,
pienso.
Bajo del coche. Me estiro tanto como puedo, para
desentumecer mis patas. Y aspiro un aire
desconocido. Mis sentidos se ponen alerta.
Me detengo un segundo para comprobar que, efectivamente sigo
suelta; no me han atado, y de la emoción me alejo de ellos, para sentir esa
libertad que me han concedido. Frente a mí, una espesa alfombra blanca cubre el
suelo. Me detengo de golpe. La miro con
recelo. Nunca antes había visto algo así. La olfateo, pero… sigo sin comprender
qué es. Mama, papá y Mario llegan a mi altura, y… la pisan. Observo como sus
patas se hunden en ella. «Se los está comiendo», pienso aterrada. Mi cola se
oculta entre mis piernas, como si tuviese vida propia. Quiero ir junto a ellos,
me están llamando, pero tengo miedo… Dudo. Pero me lanzo, me pueden las ganas
de ir con mi familia. Y siento como mis almohadillas, al tomar contacto con esa
extraña sustancia blanca, empiezan a arder. Es una sensación intensa, pero… no
desagradable; me gusta. Dejo que mi pata se hunda en ella, y un agradable
temblor atraviesa mi cuerpo. Me siento viva. Hago lo mismo con las otras tres
patas, y al ver que no me ocurre nada, corro hacia mi familia.
—Es nieve, Luna —me dice mamá.
Alzo la mirada hacia ella mostrándole mi lengua. Estoy
feliz. De nuevo bajo la cabeza para echar otro vistazo a esa sustancia y, sin
pensármelo dos veces, me la llevo a la boca. ¡Me encanta la nieve!
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