La memoria es selectiva. Tendemos
a arrinconar lo que nos hiere. Pero los sentidos también recuerdan y un leve
vislumbre puede avivar momentos olvidados clave de nuestra vida. Sucedió una
tarde invernal, volviendo a casa tras las últimas compras navideñas. En el
autobús atestado de gente se mezclaban voces y olores de la más variada gama.
De pronto un perfume característico se abrió paso entre los demás efluvios invadiendo mi conciencia y
despertando vivencias dormidas desde hacía más de treinta años. Un río de lágrimas brotó de mis
ojos y un sudor frío cubrió mi frente.
El entorno se transformó
en una vorágine que me engullía arrastrándome lejos en el tiempo, hasta aquella
exigua habitación en la sacristía de la parroquia. Aquel calor a las cuatro de
la tarde era antinatural a finales de mayo. Las niñas que tomaríamos la primera
comunión el sábado siguiente esperábamos nerviosas, pasando de una en una, para
superar la prueba de conocimientos sobre nuestra fe católica, que debía
verificar el cura párroco, don Matías, el hombre cuya mano solíamos correr a besar en señal de respeto, esa mano
suave, cálida, delicada, casi paternal,
mano que olía a lavanda inglesa de Atkinsons, distinguida fragancia que yo no identifiqué hasta mucho después. El examen versó sobre cuestiones
de rigor que todas habíamos preparado a conciencia… y en algo más, una
exploración tortuosa, obscena, pérfida, que primero no comprendí y luego me quemó cual hierro candente
grabándose sobre mi tierna piel infantil. ¡Oh Dios y cómo dolía!, tanto que mi instinto
de supervivencia decidió alguna vez relegar tan amarga experiencia a lo más
recóndito del subconsciente. Ahora, ese olor a lavanda, salvia, almizcle y
bergamota, esa fragancia que reconocía,
me devolvía al abismo del terror.
-¿Se encuentra bien?
-oigo voces inconexas, voy recobrando la conciencia. -Sí, sí, gracias, son muy
amables, me he debido de marear… el
calor, el estrés, tanta gente... creo que bajaré aquí.
© María J.Triguero Miranda.
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