Nunca la olvidaré. Mi madre me dejó a su merced valiéndose de mi
inocencia. Se llamaba Virtudes. Me engatusó mostrándome un bello almendro
florecido en su jardín, del que teóricamente en un momento empezarían a caer
flores tan brillantes como estrellas. Me quedé tan embelesada mirando hacia
arriba el extraordinario espectáculo de flores níveas sobre el fondo azul del
cielo, y envuelta en aquel fragante olor a miel, aguardando con ferviente ilusión
a que se obrase el prodigio, que no me percaté de que mi madre aprovechó la
ocasión para marcharse.
Ahora, al cabo de tantos años, el olor de los almendros florecidos aún me devuelve aquel recuerdo y el sufrimiento
infligido a mi candidez me provoca una sonrisa melancólica.
© María José
Triguero Miranda.
Foto de mi autoría.
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