Constantino llevaba dos horas en el banco, se metió la chaqueta con dificultad, refrescaba y sus huesos ya no estaban para bromas. Le gustaba mucho sentarse allí, disfrutaba de las vistas de aquellas montañas tras la estación, ya casi muerta, salvo algún mercancías de vía estrecha . Allí pasó su vida, ayudaba con las maletas a las señoras finas con sus galas y tacones; aupaba a los niños al vagón con sus mamás. Era feliz cuando veía a Nieves aparecer con el hatillo de la merienda, refunfuñaba cuando Elías el pastor cruzaba la vía con el rebaño. Pero el rubio, ay, ese era el único recuerdo que le arrancaba sonrisas a veces, otras una lagrimilla. Cómo le hacía rabiar quitándole la gorra, las partidas de tres en raya; las risas cuando le narraba a toda velocidad con su lengua de trapo las aventuras del colegio. Y cuando le imitaba chillando “Viallejos al teeeeeennnn”. Treinta años ya que marchó. Ni una carta, ni una llamada. Quizá si en el pueblo tuviesen aquellos avances de los ordenadores y los teléfonos esos que hablabas en cualquier sitio. Pero qué cosas tienes Constan, si hace poco más de cuatro años que metieron el agua en las casas. Sabía que pronto tendría que coger su último tren, no le había gustado el gesto del médico en su visita del jueves, le dolía todo el cuerpo, notaba su fuerza acabada. Oyó en la distancia el pitido del Expreso de las nueve, que le traía el viento. Se levantó despacio, con gran dificultad, tardaría en situarse en su puerta. Entonces lo vio. Un militar de porte elegante, uniformado, tendiéndole la mano. Su rubio, era su rubio que le invitaba a subir. Aunque canoso, no había perdido la expresión de pillo y bondadoso a la vez. Entre sollozos oyó: “¿Lo ves, abuelo?, te dije que sería algún día Capitán de Tren”.
(Manoli Asenjo) Derechos reservados Safe Creative
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