Decidió no
presentar batalla porque se olió ganas de tarde de cristales rotos en aquel
espacio y no iba con ella la violencia, aun así, la mera obstrucción ya le
había causado algún rasguño que se sumaba a los muchos sufridos, ser abogada
feminista tenía esos reveses. Se volvió a casa porque un embalse de lágrimas
estaba a punto de estallar y anegarla en plena calle y no quería dar tres
cuartos al pregonero, ni dar equívocas muestras de impotencia.
Entró derecha a
la cocina, sin pasar por la sala para no preocupar a su marido, y bebió un vaso
de agua para enviar la pena atravesada en el pecho derecha al intestino
—digerirla se le hacía acuciante para poder buscar una solución—; las lágrimas
le pidieron paso y no tuvo más remedio que dar rienda suelta al embalse.
Pero su marido
entró en la cocina porque había escuchado la llave girar en la cerradura y le
extrañó el no recibir el “ya he llegado” de costumbre.
—¿Qué te
ocurre?
Podía haberle
dicho que la cebolla le hacía llorar, pero no había ni una cebolla en la
encimera, ni en la mesa de la cocina, solo el vaso vacío de agua... Terminó
contándoselo.
—No quería decírtelo porque pensé que lo que no se comenta no existe... Pero, cómo ignorar a dinosaurios que obstruyen vías.
—Obstruyen
callejones sin salida que tú no necesitas —le dijo mirándola de frente—, solo
eso. La igualdad que defiendes requiere calles despejadas, no callejones
atascados, y tú sabes dar con ellas, bella abogada —concluyó sonriente, y con
los ojos rebosantes de amor, llevándola a tocar el cielo.
Aunque el
dinosaurio no se cansó de ser barrera, ella agradeció poder ponerle perímetro y
altura, ¡cuánto le facilitaba el descarte y la elección de vías!
Relato incluido en Las calles que vendrán
Un texto de Rosa Campos
Rosa Campos |
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