Mujer en el tocador (Gustave Caillebotte) |
Amada
mía, te vistes con presteza mientras te
observo indolente desde la cama. Adoro contemplar cómo colocas sobre tu cuerpo
menudo con minucioso esmero cada una de tus delicadas prendas, con el mismo cuidado
con que me acariciabas hace unos instantes. Me encanta ver tus blancas manos
deslizarse por cada uno de tus botones, cintas, adornos… Me miras sonriente
desde el espejo de la alcoba mientras ordenas tus cabellos, buscando mis ojos
escrutándote con fascinado embeleso. Me enloquecen tus suaves cabellos, ¡Adoro
esparcirlos por la almohada! y qué grácilmente los recoges ahora con el pasador
mientras me sonríes compasivamente. Yo sé que a ti también te duele. El tiempo
pasó raudo. Nos hemos entregado sin reservas, has abandonado el lecho y te
dispones a regresar a tu sitio en la pared. Sabemos que nos hundimos
irremediablemente en esta locura, pero no tenemos el valor de decir ¡basta!
Ignoramos adónde nos llevará esta pasión abrasadora pero tú y yo sabemos que ya
es tarde. Mi cuerpo está truncado sin el tuyo y el tuyo me busca también como a
la parte elemental que le infunde vida por una hora. Sé que un día lograré
quebrantar el hechizo. Contaré nuestra historia a los cuatro vientos sin que me
tomen por loco. Tú y yo seremos libres para amarnos ante el mundo sin rubor! ¿Y
si acaso esa otra realidad ya existe en un mundo ajeno al nuestro? ¡Qué lindo
será que tú no seas solo un triste cartel sino una mujer de carne y hueso todo
el tiempo, que me ama como yo, cada minuto y no sólo una hora al día!
María José Triguero Miranda
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