Eterna primavera
A
Andrés el frío que le entra por la ventana le hace recordar otro frío más
antiguo, un frío de cuando era un zagal de once años y a pesar de llevar los
calcetines de lana que le había hecho su madre siempre puestos, se despertaba
en el chozo con los pies entumecidos y acartonados y se los frotaba
enérgicamente con las manos, primero uno, luego otro, para activar la sangre y
que entraran en reacción.
Al salir de la cabaña ya el resto de
pastores tomaban las sopas de ajo calentadas al fuego en el puchero, y siempre
había alguno que decía: “¡Qué! ¿Otra vez te has dormido? ¡Pues ya sabes lo que
toca!”, mientras su padre, callado, traquiñaba
la cabeza, dudando de su valía para las lides
del pastoreo. Pero lo cierto es que a él no le importaba recoger y apagar el
fuego, mientras los más mayores movilizaban el ganado para recorrer por
accidentadas cañadas y cordeles la veintena de kilómetros diarios, dirección
norte, en busca de la eterna primavera. Y es que su trabajo le gustaba más que
nada en el mundo, le tiraba sin remedio, como tendría ocasión de comprobar años más tarde.
II
Había
visto su silueta a lo lejos, las manos sujetando su cintura de avispa, el
cántaro a la cabeza.
“Hola”,
le dijo saliéndole al encuentro mientras las ovejas, custodiadas por sultán, pastaban en la
rastrojera. “Hola”, musitó la muchacha sin detenerse. “Espera”…“He oído decir
que esta noche hay baile en el pueblo ¿Vas a ir?” “Tal vez”, contestó ella
mirándole risueña un instante y prosiguió su camino.
Al
caer la tarde se lavó en el río con jabón para quitarse el olor a animal que le
acompañaba siempre y se puso la camisa vieja, pero limpia, que su madre le
había metido en el fardel para las ocasiones especiales. Nada más entrar en la
pista la vio, sentada en un banco. La sacó a bailar al son de un pasodoble,
tomándola por el delicado talle y soportando su cálida y blanda mano entre la
suya, como le había enseñado un pastor veterano un día que habían practicado en
el campo. Con el primer baile supo que la chica se llamaba Rosa, y que todos
los días acarreaba agua de la fuente que había a varios kilómetros del pueblo.
Siguieron bailando sin cesar toda la noche, y cuando la orquesta dio por
finiquitada la función, se sabía su vida entera: una vida sencilla y volcada al
cuidado de su padre, viudo, y de sus cuatro hermanos. Tras esa noche, y durante
el tiempo que hubo pastos en la zona, se siguieron viendo a diario y al
despedirse, mientras estrechaba su cintura de avispa y ahora sí, se besaban, le
prometió que si ella le esperaba hasta la próxima primavera, dejaría su vida
nómada y se asentaría a su lado. Y aunque todas las noches del largo invierno
pensó en ella, a medida que se acercaba la nueva estación y el encuentro se
hacía más inminente, se notaba más raro e inseguro.
La noche de su llegada al pueblo se puso su camisa vieja y limpia, y se dirigió
al baile. Pero al llegar a la puerta sintió algo parecido al vértigo. Entonces
se dio la vuelta y pasó toda la noche mirando el cielo raso, consciente de que
su vida no estaba en un sitio fijo y que sus únicas novias eran las estrellas…
Nunca más volvió a cruzar una palabra con la chica a la que, por otra parte,
jamás logró olvidar.
III
–Venga,
Arcadio, levántese –ordena la auxiliar del geriátrico cerrando la ventana–. Ya
se ha ventilado suficiente su cuarto, vayamos al comedor.
Él,
que hasta que se rompió la cadera anduvo tan ligero como un cordero, se
incorpora con dificultad y apoyando su devastado cuerpo en el andador, va dando
lentos y cortos pasos, bajo
la estrecha vigilancia de la chica.
–¡Ve
qué bien anda! Lo que le pasa es que es un vago.
Arcadio
sabe que la auxiliar le riñe en broma porque mientras lo hace no deja de
sonreírle con esos dientes blancos, perfectos. Se parece un poco a Rosa.
–¿Sabes
que yo tuve una novia que se te parecía?– le dice.
La
chica ríe y su risa se parece al sonido de una baraja de cencerras.
–Ande,
deje de decir bobadas. ¿Pues no fue usted pastor, de esos que se pasaban la
vida de un lado para otro?
–Trashumante,
éramos pastores trashumantes –matiza el hombre–. ¿Y eso que tiene que ver?
–Pues
todo…Los pastores esos que usted dice no tenían novia, no me venga con cuentos…
¡Quién iba a querer compartir su vida con un hombre que se pasaba media vida
lejos de casa!
Andrés
se queda callado pensando que si le hubiera propuesto a Rosa compartir con él
su vida tal vez hubiera aceptado, lo mismo que aceptó su madre y antes su
abuela. Pero no lo hizo y conoce la razón: su miedo a estar sujeto a algo que
no fueran los espacios infinitos a los que hoy, convertido en un viejo, ha
tenido inexorablemente que renunciar. En su afán por alcanzar el comedor sigue
dando pasos cortos, como de carnero desahuciado. Aunque sabe que no va a
convencer a la chica por mucho que insista añade, obstinado:
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