A ti me dirijo, madre querida y añorada, más que las recompensas y delicias que Alá promete a sus fieles en el paraíso. Has de saber que me causó gran desconsuelo tener que abandonar nuestro amado pueblo, incluso arriesgando mi vida, al amparo de la oscuridad de la noche, mas no concebía otro proceder mi consternado juicio. La inesperada carga de otra familia sobre mis hombros y la perentoria necesidad de sostener nuestra ya mísera existencia, me llevó a tomar tan drástica resolución.
No te importunaré demasiado con el relato de mi sorprendente y arriesgada aventura, atravesar las áridas montañas dejó en mi cuerpo la huella indeleble de lacerantes heridas en pies y manos debido a lo precario de mi humilde equipamiento. Agradezco al Altísimo que una piadosa mujer me las vendase por caridad.
Tampoco detallaré el trato humillante y vejatorio infligido por los amos del tráfico. Punzante sin duda, aguda y extenuante fue la batalla que debí librar con mis propios pares por un mísero hueco en la frágil embarcación.
Pero eso no es nada, madre mía, comparado con el inaccesible muro de descomunal altitud provisto de múltiples hileras de rígido alambre de espino cuyas púas se clavaban sin piedad en nuestros magros miembros, ya debilitados por la ardua travesía.
Con todo, ni las piedras del desierto, ni la crueldad de mis enemigos, ni el penetrante y frío azote de las olas en la noche y al riguroso sol, ni las punzantes púas del feroz guardián, serían comparables al trato inhumano de quienes se llaman mis semejantes. Tan terrible experiencia quedó clavada en mi alma y en mi cuerpo como el alambre espinoso y ojalá que cuando recibas esta carta aún viva para guardarla en mi memoria y pueda contarla a mis nietos, si Dios me permite algún día regresar a la tierra amada y verme rodeado de mis seres queridos.
Tu hijo que te ama con veneración,
Aziz.
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