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De todas las profesoras de la escuela de música me llamaba la atención Carola. Daba clases de canto y su voz era capaz de hacer que Ulises se desatase del mástil. Se decían muchas cosas de ella, a causa del misterio que rodeaba sus manos. Siempre con guantes. Lo mismo si era invierno o estábamos a treinta y ocho grados. Nunca se los quitaba. Guantes más gruesos en temporada fría y guantes de algodón fino en verano. Los tenía de todos los tejidos y colores. La mayoría se ajustaban tanto a sus dedos y tenían un tacto tan suave que, por momentos, olvidabas que los llevaba puestos. Algunos creían que tenía una enfermedad extraña y los llevaba para no contagiarnos, otros que se había quemado las manos de pequeña y su piel era tan delgada que podía lesionarse al menor contacto con el aire. Las leyendas más oscuras hablaban de extraños poderes que podían manifestarse al tocarte. La respuesta, como casi todo en la vida, era mucho más simple que todas las versiones que circulaban. Y es que Carola era energía pura, quizá porque absorbía demasiada. Pude comprobarlo en mis carnes un día, cuando al quitarse la chaqueta se sacó, por descuido, uno de los guantes. Me agaché a recogerlo al momento y, al devolvérselo, me rozó con los dedos de la mano desenguantada. Fue como si una corriente eléctrica me recorriese, tan fuerte que al recordarlo continúo sintiendo la vibración y oyendo el chasquido de ese contacto.
Manuela Vicente Fernández ©
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