El barro está blando. Está mojado, el barro es cálido, suave, moldeable, se estremece con regocijo a la cadencia del torno, se diría que tiene un corazón que late, que bulle, que trata de sacar a flote la vida que palpita muy dentro, esa vida que lucha y contribuye a adoptar esa forma que yo, jugando a crear, quiero infundirle con mis manos. Es como un niño recién nacido, la misma piel: pegajosa, húmeda, suave, rosada y cálida, el mismo peso, con fundamento pero liviano, no excesivo, cediendo a la gravedad, ley inherente a su condición terrestre, asumiendo su forma, su esencia, con orgullo, como carta de presentación al mundo, convencido de su lugar en el planeta.
Al conformar la vasija soy responsable de su esencia en este mundo. El niño, la vasija y yo, todos hemos partido del mismo origen: la tierra. Todos estamos sujetos a la misma gravedad y a la levedad del tiempo, ligados a la rueda de la vida, que al detenerse, suspende con ella el pálpito del ser y pasamos a otra dimensión, pero ¿Adónde? sólo queda el despojo, la corteza inerte, la escoria. Todos somos una amalgama de tierra, agua, fuego y aire y todo se convierte en nada y todo me da igual, me dejo llevar; el viento sopla fuerte y la energía creada vuelve a ser materia dotada de vida. Y así el ciclo vuelve a comenzar.
MJT. Fotos subidas de Internet.
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