-Solo por esta vez, te lo
suplico, será mi regalo de Navidad, no te pediré nada más. Nunca.
-He dicho que no, y no
insistas más. Repitió la madre de Marta después de que la muchacha volviera a
reiterarle por enésima vez su deseo de invitar a Pepa, una indigente amiga suya,
a cenar y a dormir la noche de Nochebuena.
-¿Por qué no? Pepa es buena
y educada. Te prometo que no se llevará ni romperá nada, dormirá conmigo en mi habitación. Mamá, tú
siempre has sido buena conmigo. Siempre ha habido diálogo entre nosotras. ¿Qué tal si hacemos un trato? Si nieva no te
negarás a que venga Pepa a casa, ¿verdad? Tú eres compasiva y piadosa, no
puedes decir que no…
-¿Nevar?... pero qué
dices, estás como una cabra. Mira este sol radiante a las 12 del mediodía,
además, ¿te das cuenta de lo que me estás pidiendo? Es una mendiga, una
indigente, está sucia, seguramente huele mal, no conoce nuestras costumbres.
Ella no es como nosotros, ¿Cuándo te vas a convencer?
-¡No tienes razón, mamá!
Es una persona. ¡Hipócritas, eso es lo que sois todos! Mucho decir que si la
Navidad es para amarse, reconciliarse y repartir amor, muchas reuniones,
comidas y regalos… todo fachada, pura mentira.
-¿Se puede saber qué
mosca te ha picado? Sabes que yo no soy así, y más desde…
Marta no escuchó las
últimas palabras de su madre porque salió de casa dando un portazo. La madre se quedó pensando en lo que había
sido su vida últimamente, sola con su hija, esa adolescente de quince años a quien
no lograba comprender. Había accedido
siempre a sus deseos sin tratar de imponerle nada: estudios, hobbies, viajes,
ropa. Disfrutaban de una posición acomodada y ello les permitía todo un mundo de recursos impensables para otras
chicas de su edad y así se lo pagaba. No entendía cómo desde el verano anterior
había podido hacer amistad con aquella mendiga, aquella indigente que un día apareció en la
acera como por encanto y se coló en la vida de su hija. Pensó denunciar el
hecho a la policía pero se contuvo al comprender que la mujer no hacía daño a
nadie, no podían detenerla por permanecer junto a la tienda de lujo contigua a
su portal con un cartón en el que expresaba su penuria y un vaso de plástico en
el que recogía las monedas que buenamente podía obtener de los transeúntes que
frecuentaban tan distinguido distrito. ¡Ah, esa niña, cómo la hacía sufrir! Desde
que su marido la dejó por una jovencita odiaba las Fiestas de Navidad, y ella
aún se lo ponía más difícil. La vida había sido muy dura, ella que siempre
había sido una fervorosa creyente, ¿cómo podía ser que Dios la hubiese
castigado así? Primero le quitaba a su marido y luego su hija por quien tanto
había luchado, le salía contestataria y rebelde. Ella había creído en los
milagros, ¿Por qué no había uno para ella? Si él regresara… -No, de ningún
modo, no estaba dispuesta a perdonar esa afrenta. Aunque tal vez, si mostraba
verdadero arrepentimiento y deseo de recuperar a su familia, tal vez… quién
sabe.
Tan ensimismada se
encontraba que no oyó entrar de nuevo a su hija.
-¡Mamá, mamá, asómate, pronto, está nevando!
-Es verdad, qué raro. En
ese momento llamaron al timbre.
La chica de servicio le
anunció la visita de un caballero… Sí existían los milagros. Sí, estaba
arrepentido y después de todo, era Nochebuena. Ya decidiría después si le
dejaba volver o no pero hoy serían uno… no, dos más a la mesa.