Fotografía de la Red,
recogida por Jesús Hernández
El nacimiento de la niña abrió en su pecho un lago de aguas dulces y apacibles. Le acariciaba la delicada cabeza, le repasaba la frente, la línea de las cejas y las mejillas con las yemas de los dedos, deleitándose en su fina piel sedosa.
La niña cerraba los ojitos y sonreía complacida. Después los abría para apretar con su manita el dedo de papá, lo agarraba con firmeza, con premura vital, y Antonio sentía una ternura desconocida que esponjaba todo su ser, un vínculo afectivo que lo unió a ella para siempre.
Y aprendió a ser cariñoso también con la madre, a rodearla sin pretexto con sus brazos y a rozarla en silencio con la mirada.
Para Antonio el regreso a casa por las tardes era una fiesta. Alzaba a su hija en el aire y besaba su carita de terciopelo, que quedaba enrojecida por la barba de varios días. En el invierno la sentaba sobre sus rodillas junto al fuego. Ella estiraba las manos. Las del padre respondían de inmediato: con la temperatura de las llamas, las frotaba fuertemente y envolvía las de la niña transmitiėndoles su calor.
Ahora que el tiempo se le agota en una cama de hospital, es él quien busca el refugio de esa tersa mano entregada que le proporciona sosiego. Después le tantea el broche en forma de avión y le susurra:
-¡Qué viaje tan largo nos espera!
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