Foto: María José Viz Blanco |
Sus grandes y arrugadas manos se acercaban al rostro del niño, cual cazador acechando a la presa. O, al menos, así lo sentía el pequeño. Este añoraba extraordinariamente el tacto suave de las manos de su madre, el abrazo infinito que aún recibía en sus mágicos sueños. Y era esa ausencia, tan presente en él, lo que le hacía alejarse de su abuelo.
El anciano ansiaba acariciar a su nieto y este rechazo constante le entristecía, cada vez más. Tanto es así que aquella noche tormentosa de noviembre retornó al mar, del que se había despedido años atrás. Las olas, con suavidad inusitada, lo empujaron al lugar más profundo y más vacío que jamás haya existido.
María José Viz Blanco (30/11/2017)
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