El último silbido
del tren anunció su inminente salida. Exhaustos pero pletóricos, aguardábamos
casi sin aliento a que la máquina arrancase y partiésemos hacia nuestro nuevo
destino. Nos apoyamos jadeantes sobre una compuerta, sujetando el preciado
maletín e interrumpiendo el paso de los viajeros. Un desvanecimiento me asaltó
de pronto: "Tengo sed: mi garganta está seca. Tengo hambre: me rugen las
tripas". Como si adivinase mi pensamiento, o quizás experimentando la
misma sensación, ella exclamó:
-¡Compremos
bocadillos!
- Es tarde,
comeremos en el vagón restaurante.
-¡Estás loco! Los
camareros podrían dar la voz de alarma. ¿Quieres que nos descubran después de
habernos arriesgado
tanto? no debemos
llamar la atención. Comamos algo en el compartimento.
-Vale. Espérame
aquí, -dije como un idiota. "¿Dónde narices iba a ir?", pensé echando
a correr hacia la cantina, desandando el camino recorrido con la lengua fuera.
La visión de nuestro próximo futuro, disfrutando de toda aquella pasta, me
infundió los arrestos necesarios para el penúltimo gran esfuerzo.
-¡Rápido, dos
bocadillos y dos latas de Coca-Cola! Quédese el cambio. -Ordené al camarero,
con un hilo de voz.
Alcancé apenas el
tren en mi última proeza, justo cuando arrancaba. Ella me lanzó una miraba
cínica desde la plataforma, sonriendo la muy pérfida, mostrándome el maletín
bien agarrado con ambas manos. ¡Qué tonto fui! Demasiado tarde comprendí mi
candidez: enseguida me atraparon los perros y un agente de policía detrás. Esa
sinvergüenza me engañó bien, pero la encontraré y me las pagará. Lo juro, como
me llamo Inocencio Pardillo.
María José Triguero Miranda
Imágenes de Internet
No hay comentarios:
Publicar un comentario