viernes, 11 de mayo de 2018

La otra orilla


Las noches de verano no son para dormir, especialmente cuando tienes quince años y estás de vacaciones en un pueblo de mar. Hermanos, amigos, amores... complicidad, secretos compartidos, ambiente exuberante que invita a la aventura y a traspasar el umbral de lo prohibido... sombras de temor, de culpa, flotando sobre nuestras cabezas adolescentes.
Aquella noche, entre risas y murmullos, Clara, María y yo planeábamos escaparnos en moto al amanecer, a una playa cercana con nuestros chicos, contraviniendo la orden familiar. Sobre las dos, ellas se retiraron a su cuarto con la supuesta intención de dormir, ardua misión, dado el eufórico desasosiego de aquella mágica noche. Súbitamente, una brisa agitó los visillos y un escalofrío recorrió mi espalda. A los pies de mi cama, sentado, estaba Víctor, mi amor, con quien me reuniría pocas horas después. Pálido, grave, la intensidad de su mirada me traspasó el corazón. "Lo siento", dijo, "no contéis conmigo mañana. No podré ir". "Esto es una alucinación", pensé, "fruto del cansancio y de la falta de costumbre de beber". En vano intenté dormir luchando contra mi dolor de cabeza y los demonios que me atormentaban.
Me despertó el primer rayo de sol y las voces alborotadas y entremezcladas con sollozos, de la gente congregada en la casa. Salté de la cama. Corrí descalza hacia fuera. Me bloqueó el paso el abrazo desesperado de María, la hermana de Víctor : "¡No...No puede ser!" Entonces comprendí lo sucedido: Víctor se había estrellado con su moto en una curva camino del pueblo. Eran las dos de la madrugada.

María José Triguero Miranda. 2018. Foto subida de Internet.