Las noches de
verano no son para dormir, especialmente cuando tienes quince años y estás de
vacaciones en un pueblo de mar. Hermanos, amigos, amores... complicidad,
secretos compartidos, ambiente exuberante que invita a la aventura y a
traspasar el umbral de lo prohibido... sombras de temor, de culpa, flotando
sobre nuestras cabezas adolescentes.
Aquella noche,
entre risas y murmullos, Clara, María y yo planeábamos escaparnos en moto al
amanecer, a una playa cercana con nuestros chicos, contraviniendo la orden
familiar. Sobre las dos, ellas se retiraron a su cuarto con la supuesta
intención de dormir, ardua misión, dado el eufórico desasosiego de aquella
mágica noche. Súbitamente, una brisa agitó los visillos y un escalofrío
recorrió mi espalda. A los pies de mi cama, sentado, estaba Víctor, mi amor,
con quien me reuniría pocas horas después. Pálido, grave, la intensidad de su
mirada me traspasó el corazón. "Lo siento", dijo, "no contéis
conmigo mañana. No podré ir". "Esto es una alucinación", pensé,
"fruto del cansancio y de la falta de costumbre de beber". En vano
intenté dormir luchando contra mi dolor de cabeza y los demonios que me
atormentaban.
Me despertó el
primer rayo de sol y las voces alborotadas y entremezcladas con sollozos, de la
gente congregada en la casa. Salté de la cama. Corrí descalza hacia fuera. Me
bloqueó el paso el abrazo desesperado de María, la hermana de Víctor :
"¡No...No puede ser!" Entonces comprendí lo sucedido: Víctor se había
estrellado con su moto en una curva camino del pueblo. Eran las dos de la
madrugada.
María José Triguero Miranda. 2018. Foto subida de Internet.