Luisa siempre había sentido
inclinación por los adivinos: tarot, horóscopos, quiromancia… necesitaba
despejar incertidumbre. Necesitaba creer que todo le iría bien, ese clavo
ardiendo al que agarrarse en los dilemas que la vida le planteaba a cada paso.
Por otra parte sentía pánico de recibir un mal vaticinio. Su personalidad histérica
se debatía en la duda entre conocer el futuro, ya fuera aciago o benévolo, o ignorarlo por miedo a recibir malas noticias, pero
solía ganar su curiosidad y su obsesión enfermiza. Aquel día de visita a la
Alhambra, no pudo resistirse a que una gitana que se ofreció a leernos la mano
por la voluntad, se saliese con la suya.
Yo me mostré reacia, pero
la mujer tomó mi mano y empezó a proferir una perorata que sonaba a cháchara repetida
hasta la saciedad: todo eran buenos augurios, larga vida y alegrías, "un mocito
moreno" y poco más. Logré zafarme de
un tirón de su mano, ella agarró la de
Luisa, permaneció un instante en silencio y palideció como el papel. Confieso
que sentí curiosidad por saber qué pudo vislumbrar. Entonces nos llamaron para tomar el autobús de regreso y
nos quedamos con la duda.
Ahora, amiga mía, con el
corazón destrozado, he venido a darte mi último adiós por culpa de ese maldito camión
que se cruzó en nuestro camino.
He vuelto a la Alhambra.
La gitana seguía allí. Me acerqué. Ella me reconoció. -¿Qué viste?, le pregunté,
aunque ya daba igual.
-Nada, me dijo. -No tenía
futuro.
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