Fue durante la temporada de
recogida de la aceituna que mi madre descubrió a su mejor amiga en los brazos
adúlteros de mi padre. Yo, que estaba dentro de su vientre, al sentir el galope
enfurecido de su corazón, pegué un brinco tan grande que casi salgo por su
garganta. Desde entonces, madre comenzó a padecer agruras que no se calmaban
con ningún remedio. Tanta era su acidez que, cuando llegó el día de mi
nacimiento, decidió llamarme Mara, nombre de origen hebreo que puede traducirse
por amargura, tal era la raíz que la atormentaba. Crecí con el Sambenito de la
traición paterna, la misma que hacía que madre recordara su sufrimiento cada
vez que me llamaba. Harta de ser hija adoptiva del desamor, decidí cambiarme el
nombre al llegar a la mayoría de edad, y tuve la ocurrencia de llamarme
Deborah, por eso de los contrastes. Desde entonces, mi progenitora comenzó a
cambiar su comportamiento, tanto que, en la última temporada de la aceituna, la
encontré bajo los olivares con un nuevo amante. Si en algún momento tuve miedo
de que la historia se repitiese, este se me esfumó de golpe al contemplar el
rostro justiciero de mamá, convertida ahora en una vengativa y gigantesca
mantis.
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