martes, 14 de noviembre de 2017

Sevillanas sin leche ni azúcar

De niña era frágil y delicada. El médico me recetó aceite de hígado de bacalao para estimular el apetito pero, como suele ocurrir con los niños, yo odiaba ese sabor. Siempre pensé que era lo más amargo que uno podía degustar en el mundo. Después, diversas enfermedades se cebaron conmigo, lo cual motivó el consiguiente tratamiento a base de medicinas varias que yo me resistía a tomar. Mi pobre madre se las ingeniaba para camuflar el remedio en bollos y pasteles de apariencia suculenta que llamasen mi atención, pero por mucho que lo intentase mi sensible paladar captaba la perversa maniobra y lograba detectar el funesto brebaje, lo cual provocó mi odio exacerbado de por vida a dulces, tartas, y todo aquello que me recuerde, aun de lejos, mi sufrida y a regañadientes medicada infancia. Con el tiempo mi naturaleza logró salir adelante con la ayuda de las medicinas y las elaboradas tretas de mamá.
Cuando nos comunicaron su enfermedad el mundo entero se derrumbó. Fueron meses de preguntas sin respuesta, de lucha tenaz contra lo inevitable, de un dolor insoportable. Una mañana de domingo ella nos dejó. En una radio cercana alguien del hospital escuchaba música de sevillanas. Siempre amé esa música alegre que infundía dinamismo en el corazón, y hasta lograba aminorar la amargura del aceite de hígado de bacalao antes del colegio (mamá intentaba distraerme con cualquier cosa con tal de que fuera buena chica y cumpliese las prescripciones médicas).
Llevo días sin dormir. Desde que ella partió tomo litros de café negro, solo, amargo, como homenaje a su memoria. Creí que encontraría algo más amargo que el aceite de hígado de bacalao, algo más amargo que las sevillanas junto a una moribunda, algo más amargo que el café negro, pero no. Ahora sé que no hay nada más amargo que su ausencia.
MJT.

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