Nunca había estado en París. A mis dieciséis años ni siquiera había salido
de casa. Aquél era el último curso, culminaba un ciclo. Se imponía el
viaje, calmaría a mis padres,
súbitamente preocupados por mi supuesta sobreprotección. Sucumbí a
la parafernalia de preparativos que enardecía a mis compañeros. Debía enfrentarme al mundo, perder el miedo,
aquél sería mi "viaje iniciático". Decidí desinhibirme y sortear las
miradas escrutadoras de quienes observaban nuestras carcajadas recorriendo los
Campos Elíseos o esperando ante la Torre Eiffel, miradas que yo presentía,
intuía, percibía, en los silencios y
sombras en torno a mí. No
intentaré explicar las excelencias que la Ciudad Luz nos reservaba, aunque
fuéramos una pandilla de adolescentes ciegos.
La última tarde era obligado merendar en algún café refinado como La Durée. Pedí un "grand crème". Compartimos
los clásicos "macarons". Adiviné la presencia cercana de un hombre
joven, su perfume discretamente herbal, su voz sugerente: "¿Puedo
ayudarla, mademoiselle?". Sin aguardar respuesta puso mi mano sobre la
suya cálida y suave, noté la levedad de un objeto liso, redondeado, rugoso
alrededor, olía a vainilla y a algo dulzón y penetrante. Casi cabía en el hueco
de mi mano. "Le aconsejo éste", susurró, "despacio, aprecie
primero ese leve crujido entre sus dientes de la capa de merengue quebrándose al
morder… saboree el fondo de almendra cremosa, deslícelo "doucement"
hacia el paladar, adivine su gusto
final…
Siguió después un baile de lenguas, alientos y paladares: saliva fusionada
con chocolate, avellana, nata y caramelo: "adivine este nuevo sabor, es
especial y exótico". Ahora confundo
ilusión y realidad, se me hace la boca agua al recordar aquel juego
fantástico que me descubrió el deleite de los besos adolescentes en la mágica
tarde de un café de París.
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