Aún recuerdo su olor contundente,
familiar, a pueblo; su gusto sabroso, potente,
cremoso en la boca y sutil al cabo de un buen rato. El pan agradecía la manteca, formaban un tándem perfecto, el pan, feliz, se
prodigaba en rebanadas blancas, tiernas y crujientes al tostarse, y el café con
leche era su acompañamiento ideal. A los forasteros les fascinaba la manteca
colorá.
¿Qué quieres de
desayuno?, preguntaba mi madre cada mañana cuando veraneábamos en aquel
pueblecito del sur. Mi respuesta era invariablemente la misma: "pan
con manteca colorá.
Paco, el hijo del
panadero era mi amigo, él me traía el pan recién hecho y era todo un goce para
los sentidos compartir cada mañana ese momento irrepetible que quedará para
siempre grabado en nuestras vidas y es de los que hace que ésta merezca la pena
disfrutar segundo a segundo.
Una mañana Paco venía
serio. Su expresión era grave y meditabunda, como estaba cabizbajo y silencioso
preferí no perturbar sus pensamientos. Mamá nos sirvió el consabido desayuno.
Paco, poniendo su mano sobre el pan rechazó educadamente la manteca sobre la
crujiente rebanada.
-¿Te pasa algo, Paco?
¿Cómo es que hoy no quieres manteca?
-Verá "zeñorita",
es que… "z'a muerto mi abuela ¿zabe usté?"
-Vaya, lo siento mucho
hombre… pero tendrás que comer. Tu ayuno por desgracia no le devolverá la vida.
-Sí pero… el luto, ya ve…
bien clarito me lo advirtió mi madre: "Na de manteca colorá con el luto de
tu abuela"
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